dimecres, 27 d’abril del 2016

“MIÉNTEME. DIME QUE TODOS ESTOS AÑOS ME HAS ESTADO ESPERANDO” (Johnny Guitar, 1954. Nicholas Ray)



Johnny Guitar (Johnny Guitar)

Estados Unidos, 1954

Director: Nicholas Ray

Guión: Philip Yordan (basado en la novela de Roy Chanslor)

Fotografía: Harry Stradling Sr.

Música: Victor Young y Peggy Lee

Intérpretes:

Joan Crawford (Vienna)
Sterling Hayden (Johnny Guitar Logan)
Mercedes McCambridge (Emma Small)
Scott Brady (Dancin’ Kid)
Ward Bond (John McIvers)
Ben Cooper (Turkey Ralston)
Ernest Borgnine (Bart Lonergan)
John Carradine (Old Tom)

SINOPSISJohnny Guitar Logan, un antiguo pistolero que desea cambiar de vida, llega al Vienna’s Saloon dispuesto a ofrecer sus servicios como guitarrista. Instalado a las afueras de un pequeño pueblo de Arizona, en medio de la nada, el Vienna’s Saloon es una casa de juegos propiedad de Vienna, un antiguo amor de Johnny. Simultáneamente, una diligencia es asaltada por unos forajidos que matan al hermano de Emma Small, la influyente y psicótica propietaria de un rancho cercano. Emma acusa injustamente a Dancin’ Kid y sus hombres, un grupo de exmineros, del asalto y el asesinato de su hermano porque no puede soportar que Dancin’ Kid prefiera a Vienna antes que a ella. Cuando el exminero y su banda roban el banco local, Emma implicará a Vienna en el asalto y organizará una batida para detenerles y ahorcarles. Johnny, sin embargo, intentará impedirlo.  



“Johnny Guitar” se le pueden achacar muchas cosas. Que Joan Crawford sobreactúa. Que ese colorido chillón para nada pega en una peli del oeste. Que los decorados son kitsch. Que su guión está plagado de incoherencias. Pero si en algo creo que estará de acuerdo todo el mundo (espectadores, críticos, cinéfilos, mitómanos y demás) es que “Miénteme”, la secuencia que hoy os voy a destripar a fondo, es una escena absolutamente magistral.

Y aunque lo fácil sería decir que con unos buenos diálogos y la música adecuada construir una escena como ésta debería ser poco menos que coser y cantar, no voy a hacerlo. No voy a hacerlo porque no es cierto. Porque para que una escena como ésta funcione y tenga tal efecto que consiga pasar a la memoria colectiva de generaciones y generaciones de cinéfilos se requiere, naturalmente, una preparación previa. Porque antes de llegar a este punto Nicholas Ray ya nos ha dejado bien claro que no estamos ante un western convencional. Que aquí las que mandan son ellas. Que entre Vienna (Joan Crawford) y Johnny (Sterling Hayden) hay una historia anterior —un romance— que fracasó. Que ambos son almas heridas, desencantadas, frustradas. Pero, como siempre, el amor acostumbra a obrar milagros. Y es —precisamente— en ese exiguo resquicio de esperanza en el que Vienna y Johnny deciden quemar un último cartucho. Un último cartucho que queda reflejado en una de las secuencias más románticas de la historia del cine. Una escena —y ahora sí— con unos diálogos memorables. Con una canción conmovedora. Y con unas interpretaciones, obviamente, impecables.



Pero dejémonos de monsergas y vayamos al grano. A la escena, vaya. Una secuencia que empieza, de noche, con Vienna descendiendo —lenta y parsimoniosamente— las escaleras que van desde su dormitorio al salón de juegos que regenta. Ataviada, tan sólo, con un sensual negligé morado y una especie de capa oscura a juego que le protege hombros y espalda. Una Vienna que dirige su mirada a la ruleta, la hace rodar y sonríe levantando levemente la cabeza. Decidida, tal vez, a jugarse el todo por el todo en su particular partida amorosa con Johnny.

Y así, mientras Vienna se dirige a la cocina —una pequeña habitación o trastienda contigua al salón de juegos— un primer plano de Johnny sentado con un vaso de whisky en la mano y la mirada ausente nos informa que Vienna, efectivamente, no está sola.



El siguiente plano es, ya, un plano mítico. El de Johnny sentado con el vaso de whisky en la mano y la mirada ausente y Vienna contemplándole —con cierto aire condescendiente— desde la ventana pasa-platos que comunica la cocina con el salón de juegos. Se trata de un plano con luz tenue, muy íntima, en el que los colores que más destacan (extraordinaria, por cierto, la fotografía de Harry Stradling Sr.) son los de las vestimentas de ambos protagonistas. Mostaza en la chaqueta de él y morado —como ya hemos dicho antes— en el sensual negligé de ella. Dos colores que simbolizan, a mi modo de ver y entender las cosas, el escepticismo de Johnny y el ímpetu y la pasión de Vienna. Y es en este preciso momento en el cual se inicia el legendario diálogo de Philip Yordan (Ben Maddow) que vertebra esta secuencia. Un diálogo que reposa sobre la mítica y estremecedora banda sonora de Victor Young y Peggy Lee y que —alternando planos de él, de ella y generales— dice así:


Vienna: “¿Se divierte Sr. Logan?”

Johnny: “No podía dormir”

Vienna: “¿Y eso le ayuda?”

Johnny: “La noche pasa más deprisa ¿Por qué estás despierta?”

Vienna: “Sueños. Pesadillas”

Johnny: “Yo a veces también los tengo. Con esto los ahuyentarás”

Vienna: “Ya lo he probado. No me ayudó demasiado”

Johnny: “¿A cuántos hombres has olvidado?”




(En este momento es cuando Vienna se aparta de la ventana pasa-platos y entra a la cocina)

Vienna: “A tantos como mujeres tú recuerdas”



(Y tras esta frase es cuando Johnny se levanta bruscamente de la silla y se sitúa frente a Vienna. La conversación se desarrolla, a partir de este momento, a través de la habitual sucesión de plano-contraplano. A destacar, sobre todo, las miradas de uno y de otro. Mientras la de Johnny es la de un hombre derrotado, arrepentido… casi casi la de un cordero degollado, la mirada de Vienna es dura, incisiva, desafiante. Una de esas miradas que solo actrices como Joan Crawford son capaces de materializar de forma absolutamente espontánea. Sin necesidad de fruncir el ceño ni torcer el gesto. Simplemente, con la expresividad natural de unos ojos que hablan por sí solos. Pero tan importante como el intercambio de miradas y la información que de ellas extraemos es el tono. Un tono entre cínico e irónico mediante el cual ese nuevo acercamiento, ese juego de seducción, se nos muestra tremendamente excitante, tremendamente sofisticado, tremendamente sutil. Y por eso, precisamente, considero esta magnífica línea de diálogo como innegable heredera de los mejores diálogos de cine negro de los años 40. A mi, particularmente, me recuerda mucho a las puyitas verbales entre Humphrey Bogart y Lauren Bacall, por ejemplo. Naturalmente, no estamos ante una conversación frívola o picarona. De hecho, estamos ante una de las declaraciones de amor más tristes, amargas y a la vez hermosas de la historia del cine. Una declaración llena de reproches, de resentimiento, de dolor, de auténticas puñaladas emocionales. Una declaración tan atípica como mágica, hipnótica y fascinante. Y repito: no todo lo que nos emociona hasta lo más hondo procede solamente de las frases que pronuncian Vienna y Johnny. Lo que nos emociona hasta lo más profundo de nuestro ser es, a mi juicio, la sabia combinación de elementos que nos propone Ray: el susodicho diálogo, la iluminación (esa luz cálida e intimista que contrasta con el aura que ilumina los primeros planos de Joan Crawford), el simbolismo cromático, la música, los planos… Una amalgama de ingredientes perfectamente equilibrados que cristalizan, en definitiva, en una escena sobre la cual nunca se habrá hablado lo suficiente)



Johnny: “¡No te vayas!”

Vienna: “No me he movido”

Johnny: “Dime algo bonito”

Vienna: “Claro ¿Qué quieres que te diga?”

Johnny: “Miénteme. Dime que todos estos años me has estado esperando. Dímelo”

Vienna: “Todos estos años te he estado esperando”

Johnny: “Dime que te habrías muerto si no hubiera regresado”

Vienna: “Me habría muerto si no hubieses regresado”

Johnny: “Dime que aún me quieres como yo te quiero a ti”

Vienna: “Aún te quiero como tú a mí”

Johnny: “Gracias. Muchas gracias”



(La reacción de Vienna, sin embargo, no se hace esperar. E inmediatamente después de la famosa humillación que se autoinflige Johnny, nuestra protagonista explota y deja ir toda su ira y rencor contenidos hasta el momento, arrebatándole el vaso de whisky a su amado y lanzándolo al suelo violentamente. La conversación que viene a continuación deja de lado ironías y dobles lecturas y se endurece ostensiblemente. Mientras Vienna hurga en la herida, Johnny parece querer correr un tupido velo y empezar de cero)




Vienna: “¡Deja de compadecerte! ¿Crees que lo has pasado mal? Yo no encontré el local. Lo construí ¿Cómo crees que pude hacerlo?”

Johnny: “No quiero saberlo”

Vienna: “Pues yo sí quiero que lo sepas. Por cada tabla, tablón y viga de este local…”

Johnny: “¡Ya tengo suficiente!”

Vienna: “¡No, vas a escucharme!”

Johnny: “Ya te he dicho que no quiero saber más”

Vienna: “No conseguirás callarme, Johnny. Nunca más. Antes me habría arrastrado a tus pies para estar a tu lado. Te buscaba en cada hombre que conocía”

Johnny: “Mira, Vienna, has dicho que has tenido una pesadilla. Los dos la hemos tenido, pero ha terminado”

Vienna: “Para mí, no”

Johnny: “Es como hace cinco años. No ha pasado nada en este tiempo”

Vienna: “¡Ojalá!”

Johnny: “¡Nada! No tienes nada que decirme porque no es real. Sólo tú y yo somos reales. Tomamos una copa en el bar del Hotel Aurora. La banda está tocando. Celebramos que nos casamos. Y después de la boda, salimos del hotel y nos vamos. Así que ríe, Vienna, sé feliz. Es el día de tu boda”

Vienna: “Te he esperado, Johnny ¿Por qué has tardado tanto?”



Y como no podía ser de otro modo, después de la tormenta viene la calma. La reconciliación definitiva. Y aunque Vienna es una mujer fuerte, dura, curtida en mil y un contratiempos, desengaños y dificultades, al final acaba sucumbiendo nuevamente al amor que aún siente y, que nunca ha dejado de sentir, por Johnny. La última frase, sin lugar a dudas, lo sintetiza todo a la perfección. Y es que el amor, como siempre, lo puede todo.



dimecres, 13 d’abril del 2016

"ESE ERA MI FILETE, VALANCE" (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962. John Ford)


El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance)

Estados Unidos, 1962

Director: John Ford

Guión: James Warner Bellah y Willis Goldbeck. Basado en una obra de Dorothy M. Johnson

Fotografía: William H. Clothier

Música: Cyril J. Mockridge

Intérpretes:

John Wayne (Tom Doniphon)
James Stewart (Ransom Stoddard)
Vera Miles (Hallie Stoddard)
Lee Marvin (Liberty Valance)
Edmond O’Brien (Dutton Peabody)
Woody Strode (Pompey)
Andy Devine (Link Appleyard)
Lee Van Cleef (Reese)
Strother Martin (Floyd)
John Qualen (Peter Ericson)

SINOPSIS: El senador Ransom Stoddard y su esposa Hallie regresan a Shinbone, un pequeño pueblo del oeste, para asistir al funeral de un viejo amigo: Tom Doniphon. Mientras esperan la celebración del funeral, Stoddard decide contarle su historia a un joven periodista. Le explica que, cuando llegó a Shinbone siendo un joven e idealista abogado, la ciudad vivía aterrorizada por Liberty Valance, un infame bandido a quién Stoddard intentó detener mediante medidas legales. Frustrado al no conseguirlo, Stoddard le confiesa al periodista cómo Tom Doniphon le convenció para tomar las armas y como consiguió matar a Valance, circunstancia que le convirtió en un héroe y, posteriormente, en senador de los Estados Unidos. Sin embargo, Stoddard guarda un secreto que le carcome por dentro y que acabará confesando al joven periodista.  


Estamos, nuevamente, ante una escena magistral. Y no tan sólo porque se trata de una secuencia perfectamente resuelta en lo que a todas sus facetas técnicas y artísticas respecta sino porque esta escena (la del filete, vaya) sintetiza a la perfección uno de los temas fundamentales que plantea “El hombre que mató a Liberty Valance”. Concretamente el de la ley y el orden contra la fuerza. Pero también el de la fuerza para defender la ley y el orden. Una ley y un orden que por aquellos entonces emanaban de Washington como centro neurálgico de la joven nación pero que —de forma paulatina— debían trasladarse también hacia los territorios conquistados a los indios para ir edificando, poco a poco, lo que había de ser un país con sólidos fundamentos jurídicos. Un complejo debate (la eterna dicotomía norteamericana entre la ley y las armas) que Ford propone a través de un metafórico filete que el veterano cineasta refuerza y enriquece, por si fuera poco, con otros motivos iconográficos tanto o más interesantes como el látigo de Valance (símbolo del despotismo) o el mandil de Stoddard (símbolo de la sumisión). Así pues, yo diría que el filete de esta escena viene a ser una especie de pretexto (o lo que, en términos cinematográficos, denominaríamos como McGuffin) a través del cual Liberty, Tom y Ransom (los tres vértices de este singular triángulo) expondrán su propia forma de hacer las cosas. Valance, apropiándose de él y despreciándolo (sólo hay que ver como lo ensarta con el cuchillo o cómo provoca que caiga al suelo). Tom, exigiendo que quien ha provocado su caída se agache a recogerlo. Y Ransom sirviéndolo, recogiéndolo y devolviéndolo rápidamente al plato para evitar, así, males mayores. Tres formas de hacer las cosas que oscilan entre el libertinaje de Liberty, la disciplina de Tom y el idealismo de Ransom y que también se ven reflejadas, curiosamente, en la particular vestimenta de estos tres personajes. Ostentosa y sofisticada en el caso de Valance, sobria y formal en el caso de Doniphon y humilde y femenina (recordemos que nos encontramos en 1962; otros tiempos) en el caso de Stoddard. Pero dejémonos de interpretaciones, dobles lecturas y demás y vayamos al grano. A la escena en cuestión.


Es hora de cenar y el bullicioso salón de comidas de Shinbone, un pequeño pueblo del oeste, está completamente lleno. Hasta las trancas. De repente, la algarabía reinante en el comedor queda silenciada por completo. Liberty Valance (Lee Marvin), un famoso bandido, acaba de hacer acto de presencia en el local acompañado por Floyd (Strother Martin) y Reese (Lee Van Cleef), dos de sus secuaces. John Ford se sirve de un ligero movimiento de cámara y un leve zoom al rostro de la camarera, Hallie Stoddard (Vera Miles), para generar ese inevitable efecto sorpresa que produce —en el espectador y en todos los clientes del restaurante— la súbita aparición de Valance. De sorpresa o —si así lo preferís— de congoja, miedo, tensión. El estremecedor silencio que provoca la irrupción del bandido en la sala hace, obviamente, el resto.

El siguiente plano, sin embargo, es el de un Tom Doniphon (John Wayne) recostado en una silla. Con las piernas cruzadas, las manos en el bajovientre y actitud chulesca. Un Tom Doniphon que, imperturbable, observa a Valance mientras éste dirige al respetable una de esas miradas matadoras que acojonan y de verdad. Pero Valance no se conforma con amedrentar al personal. Y no se conforma porque Valance es un matón, un provocador, un ser maligno. Y así, mientras Floyd le ríe las gracias y Reese permanece inalterablemente serio, Valance se dirige a una de las mesas y pincha con un cuchillo el filete de uno de los comensales: “Mirad estos filetes. Son exactamente lo que necesitamos”. Acto seguido, Link Appleyard (Andy Devine), el sheriff de Shinbone, se levanta de una de las mesas contiguas y huye despavorido. Sin que nadie más medie palabra, Valance continúa provocando a los clientes de la mesa: “Eh, vosotros, vaqueros… ¿Tenéis prisa para comer? ¡Contestad! ¿Tenéis prisa?”. No contento con ello, le arranca la silla al propietario del filete y lo hace caer al suelo mientras su fiel esbirro Floyd se monda de risa. “Creo que antes tomaré otro trago”, le responde el vaquero, que no tarda ni cinco segundos en desaparecer con sus dos acompañantes. Sin apenas tiempo, casi, de escuchar la cínica y desvergonzada réplica de Valance: “Me parece muy amable de su parte, amigo”.

Antes se sentarse en la mesa, sin embargo, Valance se sirve una copa de whisky. Y así, de pie, mientras cruza una amenazadora mirada con Doniphon, añade: “Sobre todo después de los embustes que he oído contar a la gente sobre Liberty Valance”.


El siguiente plano, empero, nos sitúa en el interior de la cocina, donde Ransom Stoddard (James Stewart) —ataviado con un blanco mandil y sosteniendo una bandeja con varios platos— está a punto de salir al comedor para servir a los clientes del local. “Espera un momento” le advierte Peter Ericson (John Qualen) el padre de Hallie: “Una de las piñas de mamá para Tom”. Y le coloca un platito más en la bandeja de Doniphon.


Y en éstas llegamos, precisamente, a uno de los planos que más me gustan de esta escena; cuando Stoddard sale de la cocina, ve a Valance y su mirada se queda fija en el látigo del bandido. Un látigo que queda encuadrado en un extraordinario primer plano segundos antes de que Valance golpee la mesa con él, empiece a cortar su filete y —acto seguido— Floyd le avise de la presencia de un Stoddard que se ha quedado casi petrificado a la salida de la cocina.   


Tras un rápido cruce de miradas entre Valance y Stoddard, la expresión del primero cambia y se vuelve burlesca. Y es entonces cuando se inicia la humillación pública de Liberty hacia Ransom. Una humillación que finaliza, curiosamente, con la célebre frase que encabeza esta reseña. Antes, sin embargo, Valance empieza mofándose del abogado: “¡Mirad! ¡Tiene gracia la camarera! Jajajajaja”. Y no contento con ello, lo zancadillea aparatosamente cuando pasa a su lado. Naturalmente, Stoddard, la vajilla y el filete caen ruidosamente por los suelos. Ocasión que aprovecha Doniphon para levantarse tranquilamente y, con la mano derecha apoyada sobre su revolver, dirigirse hacia Valance y soltarle una frase mítica. Sí, ésa. La que encabeza esta reseña y la que todos los amantes del western en general y del binomio Ford-Wayne en particular veneramos casi de forma religiosa: “Ese era mi filete, Valance”. Una frase mediante la cual el personaje de Wayne “marca paquete” como nunca y que ni tan sólo admite respuesta posible. Solo miedo, temor, respeto. Llamadlo como queráis. No en vano, un tipo tan duro, engreído y bravucón como Valance lo único que se atreve a hacer al oírla es dirigirse a Stoddard y traspasarle cualquier responsabilidad: “Ya le has oído, niño ¡Vamos, cógelo!”.


De nada sirve, tampoco, que Stoddard intente mediar entre ambos al darse cuenta de cómo puede acabar dicho enfrentamiento (¡No!”) porque la siguiente frase de Doniphon es aún más clara y contundente: “¡Ransom, espera! Te lo he dicho a ti, Valance ¡Vamos, recógelo!”. Y aunque Valance intenta jugar la baza numérica (“Tres contra uno, Doniphon”), Tom lo tiene todo controlado (“Mi amigo Pompey está en la puerta de la cocina”). Y es en este momento cuando la cámara nos muestra a Pompey (Woody Strode), el fiel e imponente amigo de Doniphon, amartillando su rifle con cara de pocos amigos en la puerta de la cocina. Obviamente, se trata de un momento angustioso. Un momento de alta tensión que Ford acentúa con pequeños detalles, como el de mostrarnos a Hallie al otro lado de la puerta de la cocina agarrándose el delantal con el puño derecho. Una peliaguda situación, por cierto, que Floyd intenta desencallar evitándole el mal trago a su jefe (“Ya lo recogeré yo, Liberty”) y que el propio Doniphon aborta dándole un fuerte patadón al esbirro de Valance cuando éste ya se aprestaba a recoger el bistec. “He dicho que seas tú, Liberty. Tú lo recogerás” le espeta Tom a Valance mientras ambos se miran desafiantes. 


Resulta curioso constatar —si me permitís el inciso— la casi idéntica estatura de nuestro particular triunvirato. Naturalmente, se trata de una apreciación puramente anecdótica pero, acostumbrados a contemplar a John Wayne (1,93 m.) como una auténtica torre, me ha sorprendido comprobar como en esta ocasión Lee Marvin (1,88 m.) no le va a la zaga. Y James Stewart (1,91 m.), menos. Quizás por eso aún impresiona más verles a los tres juntos. Sobre todo cuando, tras unos segundos de calma tensa, Ransom explota, gesticula y chilla absolutamente fuera de sí: “¿Qué sucede? ¿Acaso todo el mundo en esta región está loco por matar? ¡Yo lo recogeré!”. Y él es quien, efectivamente, recoge el filete de marras mientras Tom y Liberty no se apartan la mirada ni un solo instante. “¡Tomad!” —les dice enfurecido— “¡Ya está recogido!”, momento en el que Ford nos obsequia con dos rápidos planos-contraplanos de ambos gallitos y Valance suelta su enésima bravuconada (“¿Por qué no encargas otro por mi cuenta y terminamos la fiesta?”) antes de lanzar unas monedas al suelo y de despedirse insolentemente de su molesto contrincante (“Buenas noches, Tom”).


Aún así, los tipos como Valance jamás se largan discretamente. Y quizás por ello Liberty aún optará por una última tentativa: girarse bruscamente y disparar sobre Doniphon. Pero si alguien es más astuto que Liberty ése es Tom, que anticipándose al bandido le increpará insistentemente: “¡Inténtalo! ¡Inténtalo, Liberty!”.


Frustrado y absolutamente desquiciado, Valance azota con su látigo a Floyd y manda salir a sus hombres del local (“¡Largo de aquí! ¡Vamos!”). Una vez fuera, los tres montan sus caballos y Valance echa un último trago a la botella que le pasa Reese antes de lanzarla violentamente contra la ventana de Peter’s Place. Unos cuantos disparos al azar para provocar alboroto y descargar adrenalina precederán la vuelta a la normalidad en el interior del restaurante donde todos —excepto Tom y Ransom— se habían agazapado para protegerse de las balas.


Doniphon: “Yo me pregunto lo que les habrá asustado”
Peabody: “¿Sabes lo que les ha asustado? La visión de la ley y el orden aquí levantándose entre la salsa y las patatas”
Stoddard: “¡Está bien, está bien, está bien, está bien! Ha sido el rifle lo que les ha asustado. El rifle de Pompey. Y tu valor, Tom ¡Qué derecho tenías a interferirte! ¡Fue a mí a quién me hizo caer!”
Doniphon: “Era mi bistec”
Stoddard: “¡Y tú lo hubieses matado por ello! ¡O él te hubiese matado a ti! ¡Y todo ello por un miserable bistec! ¡Por esa razón lo he recogido del suelo!”
Doniphon: “¡Gracias por salvarme la vida, amigo!”
Stoddard: “¡No lo he hecho por ese motivo! ¡No quiero que nadie luche por mí!”


Y aunque esta secuencia —técnicamente hablando— no acaba aquí, yo si doy por finalizada esta escena en este preciso momento. Cuando Tom y Ransom trasladan la conversación del comedor a la cocina. Básicamente porque tras la marcha de Liberty la intensidad dramática —como es lógico— baja muchos enteros y porque lo que acontece a continuación no tiene otro propósito, a mi juicio, que el de apuntalar mediante el diálogo todo lo que previamente ya ha expresado Ford con imágenes.


Así pues, tan sólo me quedarían por añadir algunos aspectos que quizás no he incluido en la descripción de las escenas y que considero sumamente importantes. Aspectos como la espléndida fotografía en blanco y negro de William H. Clothier (con encuadres precisos, movimientos suaves y gran dominio de la iluminación en espacios cerrados), los magníficos diálogos escritos por Bellah y Goldbeck, las tremendas interpretaciones de Wayne, Marvin, Stewart y todos los secundarios en general y el ágil ritmo narrativo de Ford. Naturalmente, “El hombre que mató a Liberty Valance” es una peli que goza de muchos otros matices y particularidades. Matices y particularidades que pertenecen a otras secuencias y que en estos momentos, obviamente, no procede comentar. Así pues, dejémoslo aquí. Y quién quiera saber más, un consejo: que vea o revise la peli las veces que sea necesario. No se arrepentirá.         








dijous, 7 d’abril del 2016

"¿VIENES CON NOSOTROS?" (Grupo salvaje, 1969. Sam Peckinpah)


Grupo salvaje (The wild bunch)

Estados Unidos, 1969

Director: Sam Peckinpah

Guión: Walon Green y Sam Peckinpah

Fotografía: Lucien Ballard

Música: Jerry Fielding

Intérpretes:

William Holden (Pike Bishop)
Ernest Borgnine (Dutch Engstrom)
Robert Ryan (Deke Thornton)
Edmond O’Brien (Freddie Sykes)
Warren Oates (Lyle Gorch)
Ben Johnson (Tector Gorch)
Jaime Sánchez (Ángel)
Emilio Fernández (Mapache)
Strother Martin (Coffer)
L. Q. Jones (TC)


SINOPSIS: 1913. Pike Bishop y su banda de forajidos, disfrazados de soldados de la caballería, roban la caja fuerte de la oficina del ferrocarril de San Rafael, un pueblo fronterizo de Texas. Aunque son emboscados por Deke Thornton (antiguo miembro de la banda) y un grupo de cazarrecompensas, Bishop y sus hombres logran huir a Mexico. Allí se refugian en Agua Verde, el pueblo natal de uno de ellos (Ángel) y poco después contactan con el General Mapache, un opositor a Pancho Villa, quien les encarga que asalten un tren norteamericano repleto de armas a cambio de 10.000 dólares. Una vez cumplida la misión deciden liberar a Ángel, retenido y torturado por Mapache como represalia por haber intentado matarle. Pese a tener que enfrentarse a 200 hombres, Pike y su banda no se lo pensarán dos veces cuando Mapache degüella a su compañero ante sus ojos.
  


Dudé bastante antes de elegir esta escena. Y lo hice porque la escena que realmente me pedía el cuerpo era otra. La más épica. La más icónica. Sí, la del tiroteo final. Concretamente desde que Pike Bishop (William Holden) deja a la joven prostituta con la que está y entra en la habitación contigua para darles a los hermanos Gorch (que también estaban, obviamente, con sus respectivas fulanas) una decisiva y escueta orden (“¡Vámonos!”) hasta que los cuatro (Pike, Dutch, Tector y Lyle) contemplan como Mapache degüella a su compañero Ángel y, de inmediato, la lían parda en ese violento y salvaje tiroteo final. Uno de los más legendarios, sin lugar a dudas, de de la historia del western.  

Si decidí escoger otra escena fue, pues, por dos razones: en primer lugar porque con “Sin perdón” ya había elegido la más culminante y conocida (“¿Quién es el dueño de esta pocilga?”) y, en segundo, porque creo —con toda franqueza— que la que definitivamente he escogido expresa mucho mejor ese componente lírico y crepuscular por el que, al margen de la violencia y la camaradería, es tan y tan popular “Grupo Salvaje”. De todas maneras, da la casualidad que la escena que voy a desmenuzaros a continuación (la que cierra la peli, vaya) se encuentra muy muy cercana a la del famoso tiroteo con lo cual el vínculo que se establece entre ambas escenas es, naturalmente, muy estrecho y directo.


Pero bueno, dejémonos de cháchara y vayamos al grano. La escena que os quiero describir es la que empieza mostrándonos una especie de cortejo fúnebre que va desfilando ante los ojos de Thornton (Robert Ryan), que se encuentra sentado en el suelo, apoyado en un lateral del arco de entrada que da paso al cuartel general de Mapache. Un fortín que poco a poco van abandonando los supervivientes de la masacre que ha acontecido unas horas antes. Andando lenta y luctuosamente. En silencio. Llevándose —como pueden— sus animales, muebles y enseres personales. Bajo un cielo encapotado y una nube de polvo que los envuelve y los convierte en seres fantasmales. En poco más que muertos vivientes.


Como ya os he comentado antes, se trata de una escena posterior a la de la célebre ensalada de tiros, con lo cual la atmósfera que se respira en ésta es de calma tras la batalla. Estamos, por lo tanto, ante un escenario escalofriante, dantesco, desolador. Y esta calma, por consiguiente, resulta amarga, triste, sobrecogedora. Adjetivos, todos ellos, que casan a la perfección con los tonos difuminados y terrosos por los que opta el director de fotografía Lucien Ballard y, sobre todo, con la estremecedora música que podemos escuchar en este momento. De Jerry Fielding, por supuesto, el compositor habitual de Sam Peckinpah. Y así, mientras un cuervo sobrevuela la escena, la cámara se queda fija mostrándonos el lento y parsimonioso andar de un tullido que avanza penosamente. Renqueante y rezagado. Con muletas. Unos segundos después —sin embargo— el objetivo retrocede hasta Thornton, que sigue sentado en el suelo sujetando, absorto, las riendas de su caballo.


El sonido de unos disparos a lo lejos, de repente, nos empuja a pensar nuevamente en Coffer (Strother Martin) y T.C. (L.Q. Jones). Cabe recordar que los ruines secuaces de Thornton llegan al escenario de la masacre cuando esta ya ha llegado a su fin y que tiempo no les falta para cargar con los cadáveres de Pike, Dutch, Lyle, Tector y Ángel y salir de inmediato del cuartel general de Mapache para poder reclamar así las pertinentes recompensas.


La inmediata llegada de Sykes (Edmond O’Brien), Don José (Chano Urueta) y un grupo de mejicanos procedentes de Agua Verde (el pueblo de Ángel) despejará, no obstante, cualquier duda sobre el destino final de Coffer y T.C. Pero no sólo eso. La conversación que mantiene Sykes (un viejo colaborador de la banda) con Thornton y la sencilla pero efectiva fórmula con la que Peckinpah decide finalizar su western me parecen absolutamente tremendas. Y es que —la verdad sea dicha— pocos cineastas como Bloody Sam fueron capaces de transmitir tanto con tan poco. Como muestra de ello, aquí os dejo el famoso diálogo entre Sykes y Thornton. El de dos hombres que, en el ocaso de sus vidas y plenamente conscientes de sus anacrónicas costumbres, se resisten a vivir de otra manera. Naturalmente, aquí no podréis disfrutar de los gestos, miradas, inflexiones y risotadas de uno y del otro. Pero, bueno, si habéis visto la peli estoy seguro que sabréis recrear estas frases a la perfección:


Sykes: “No esperaba encontrarte por aquí”
Thornton: “¿Por qué no? Les envié hacia allá. Es todo lo que dije que haría”
Sykes: “No llegaron demasiado lejos”
Thornton: “Me lo figuraba”
Sykes: “¿Qué planes tienes?”
Thornton: “Me quedaré por aquí abajo. Trataré de no volver a la cárcel”
Sykes: “Bueno… Yo y aquí los muchachos tenemos algún trabajillo que hacer… ¿Vienes con nosotros? No es lo mismo que antes pero, en fin, algo es algo”


Tan sólo añadir, como colofón, de qué manera les cambia la expresión a ambos al final de este diálogo. Un diálogo que acaba con Sykes y Thornton riéndose a mandíbula batiente y que se entrelaza —a modo de nostálgico flashback— con antiguas imágenes de Pike, Dutch, Lyle, Tector y Ángel haciendo lo propio. Un auténtico elogio a la amistad, a la lealtad entre compañeros de alegrías y penurias, que Peckinpah nos traduce con ese estilo suyo tan peculiar. Tan rudo y poético como siempre. Aún así, nada de esto tendría tanto efecto en el espectador —a mi juicio— si no fuera por dos detalles que contribuyen a convertir esta escena en antológica. En primer lugar, el majestuoso movimiento de la cámara elevándose por encima del arco de entrada cuando Thornton monta a caballo y se une a Sykes y los mejicanos y, en segundo lugar, la hermosa canción que pone la guinda a esta memorable escena (“La golondrina”). Una canción que nos recuerda la despedida de la banda en Agua Verde y que enlaza con los títulos de crédito finales dejándonos un sabor de boca absolutamente conmovedor.



dilluns, 4 d’abril del 2016

“¿QUIÉN ES EL DUEÑO DE ESTA POCILGA?” (Sin perdón, 1992. Clint Eastwood)



Sin perdón (Unforgiven)

Estados Unidos, 1992

Director: Clint Eastwood

Guión: David Webb Peoples

Fotografía: Jack N. Green

Música: Lennie Niehaus, Clint Eastwood

Intérpretes:

Clint Eastwood (William Munny)
Gene Hackman (Little Bill Daggett)
Morgan Freeman (Ned Logan)
Richard Harris (English Bob)
Jaimz Woolvett (Schofield Kid)
Saul Rubinek (WW Beauchamp)


SINOPSIS: La brutal mutilación de una prostituta en Big Whiskey (Wyoming) no es razón suficiente para que su sheriff, Little Bill Daggett, castigue a sus dos autores. Indignadas ante tal infamia, las compañeras de la prostituta agredida reunirán algo de dinero para contratar a alguien que les haga justicia. Schofield Kid, un joven fanfarrón que busca emular las gestas del retirado cazarrecompensas William Munny (ahora criador de cerdos) contacta con éste y lo convence para asociarse con él y encargarse del trabajo. Munny contacta a su vez con Ned Logan, su antiguo socio, para que les ayude a él y al chico, pero al final tanto Logan como Schofield deciden retirarse. Aún así, Little Bill detiene a Ned y lo mata. La venganza de Munny no tardará en llegar.
  

He de admitir, ante todo, que la escena elegida de esta peli no es, precisamente, demasiado original. Es más: estoy casi seguro que todo el mundo recuerda “Sin perdón” —en gran medida— por la frase que encabeza este capítulo. La explicación, sin embargo, es muy clara y diáfana. Quería empezar esta serie cinematográfica con una escena épica. Explosiva. Legendaria, diría yo. Con una escena que permaneciera inalterable en la memoria colectiva de todos los aficionados al cine en general y al western en particular y que no admitiera discusión posible. Y aunque, naturalmente, “Sin perdón” posee otras muchas escenas para el recuerdo, la que os describo y desmenuzo a continuación es, a mi juicio, la más impactante y conocida de todas ellas.

¿Por qué? Pues muy sencillo: en primer lugar porque forma parte del desenlace de la peli. De un desenlace cuya estructura dramática es ascendente y acaba (si exceptuamos el poético epílogo) obviamente en lo más alto. Con un clímax que se alarga lenta y despiadadamente y que nos mantiene con el corazón en la garganta hasta el final. Aún así, esa sería una explicación abstracta. Genérica. Imprecisa. Y yo lo que quiero es que sepáis por qué razones concretas me fascina tanto esta escena. Razones que intentaré explicitaros, de inmediato, con todo lujo de detalles. Antes de ello, sin embargo, permitidme que —como espectador normal y corriente— argumente de la forma más clara y concisa posible por qué considero que gusta tanto esta escena. Y yo diría que si tanto nos gusta esta escena es porque, probablemente, hemos empatizado muy mucho con el protagonista. Con Will Munny. Porque sabemos que es viudo, que tiene dos hijos y que pasa por necesidades económicas. Porque sabemos que —pese a su turbulento pasado— Will Munny es un hombre redimido. Un hombre que ya no bebe y que, por consiguiente, ya no se comporta de forma violenta. Y que si decide volver a ejercer de asesino a sueldo no es por capricho sino porque la causa es justa y porque necesita el dinero para cuidar de sus hijos. La gota que, sin embargo, desborda el vaso y justifica de algún modo u otro nuestro más primitivo y ancestral afán de venganza es, aún así, el asesinato de Ned Logan. Su socio y amigo del alma. Y es precisamente por ello por lo que todo lo que ocurre en esta escena cuenta con nuestra total y absoluta aprobación y connivencia. Vamos a ello.


Es de noche y arrecia tormenta en Big Whiskey. Pero nada parece poder detener a William Munny (Clint Eastwood) quién lenta y decididamente, bajo la lluvia, se dirige al salón-prostíbulo de la ciudad, donde se encuentran reunidos Little Bill Daggett (Gene Hackman), el sheriff, y unos cuantos parroquianos. Cabe decir que poco antes de eso, una de las prostitutas que al principio de la peli contratan a Munny para matar a dos vaqueros maltratadores, ya había informado a nuestro protagonista de la detención, tortura y asesinato de su fiel amigo Ned Logan (Morgan Freeman) por parte de Little Bill y sus secuaces.

Al principio de esta escena, sin embargo, no vemos a Munny. Y no le vemos porque los ojos de Munny son los de la propia cámara. Lo que podríamos denominar como cámara subjetiva, vaya. Una cámara que va avanzando por la lóbrega calle principal de Big Whiskey y que —al margen de hacernos partícipes de la escena— tan solo revela del protagonista el sonido de sus pasos y el débil tintineo de sus espuelas.

Y así, a medida que Munny se acerca al salón, dejamos de oír el estruendo de la tormenta y empezamos a escuchar algo mejor la arenga de Little Bill a sus hombres, felicitándoles por la detención de Logan, invitándoles a una ronda de whisky y planificando la batida del día siguiente para perseguir al propio Munny. De hecho, el último plano que vemos del exterior es el de la propia mirada de Munny al ataúd de Logan. Un ataúd situado a las puertas del salón, abierto y en posición vertical, con un tablón clavado y rotulado que, en tono amenazante, reza: “This is what happens to assassins around here”. Algo así como “Esto es lo que les ocurre a los asesinos por aquí”.


Nadie (salvo Beauchamp, el escritor) parece darse cuenta de la súbita y fantasmal irrupción de Munny en el salón mientras Little Bill sigue arengando a sus hombres. Sólo el característico sonido metálico de su rifle al cargar alertará a los parroquianos, abortará la perorata del sheriff e impondrá un silencio sepulcral. Un silencio que el Eastwood cineasta aprovechará para colocarnos un par de rápidos planos-contraplanos que nos mostrarán, a William Munny por un lado y a Little Bill y sus hombres por el otro y que tan sólo quedará interrumpido por el estruendo y posterior fogonazo de un par de rayos y truenos que recortarán la empapada silueta de Munny con el rifle en mano a las puertas del salón antes que éste emita, sin lugar a dudas, una de las frases más emblemáticas del film:

 “¿Quién es el dueño de esta pocilga?”.


Y aquí quería llegar. Al clímax de la peli. Un momento culminante en el que esta mítica frase (pronunciada por si fuera poco por Constantino Romero, el doblador habitual de Clint Eastwood en España) cobra, a mi juicio, una dimensión absolutamente brutal. Porque sí, porque hasta este momento del film sólo habíamos visto un William Munny viejo, oxidado y torpón. Un William Munny reposado, redimido y hasta pacífico. Y lo que nos pide el cuerpo en este momento crucial, como buenos aficionados al western y fieles admiradores de Clint Eastwood, es un William Munny chulo, osado y vengativo. El de antaño. El William Munny que rifle en mano pregunta “¿Quién es el dueño de esta pocilga?” y que crea —con su impasible frialdad— un momento de tensión absolutamente prodigioso. A partir de aquí todo lo que vamos a ver y escuchar es oro puro. Desde los memorables diálogos escritos por David Webb Peoples hasta como el Eastwood cineasta resuelve, estética y narrativamente, la situación de marras. Pero vayamos por partes. Nos habíamos quedado con esa mítica interpelación. Una pregunta que tarda un poquito en ser contestada y que deja tiempo para que Munny suelte otro mítico latigazo verbal (“¡Tú, bola de grasa… Contesta!”) tan sólo un poquito antes que Skinny se atreva a responder: “Eeh… Yo soy el dueño de este local. Se lo compré a Greeley por mil dólares”. En este preciso instante es cuando constatamos inequívocamente que el viejo hijo de perra de Munny no ha muerto todavía y que no dudará ni una milésima de segundo en ejecutar su trabajo como siempre había hecho en el pasado: sin escrúpulos ni concesiones. De ahí, precisamente, su sangre fría al apuntar al mezquino Skinny no sin antes darle instrucciones al que está a su lado (Será mejor que se aparte) mientras Little Bill (¡Baje ese rifle!”, “¡Quieto!”) intenta impedir, sin éxito, que nuestro protagonista cumpla con su cometido: meterle un balazo en el vientre al dueño del prostíbulo.


El tiroteo que sobreviene a continuación, sin embargo, no es épico. Ni tan sólo espectacular. Fundamentalmente porque lo que busca Eastwood es un tiroteo seco, duro, realista. Y porque lo que sí que son épicas son las frases que vienen a renglón seguido. Como cuando Little Bill le recrimina a Munny su asesinato (“¡Es usted un miserable y cobarde hijo de perra! ¡Ha matado a un hombre desarmado!”) y, obviamente, cuando éste le justifica su disparo con otra de esas réplicas dignas de ser enmarcadas: “Pues debió haberse armado cuando decidió decorar su salón con mi amigo”.  


Técnicamente la escena que venimos analizando tampoco es ninguna virguería, la verdad. De hecho, el estilo narrativo de Eastwood es bastante clásico, con lo que la sobriedad constituye la nota predominante. Aún así, el clasicismo de Eastwood es el gran responsable de que toda la escena esté impecablemente construida. Desde los pulcros y equilibrados encuadres de cada toma hasta los cuidados y pertinentes planos-contraplanos pasando por un montaje absolutamente armónico y un ritmo poco menos que irreprochable. Todo ello sin obviar, naturalmente, la apropiadísima fotografía tenebrista de Jack N. Green y la magnífica banda sonora de Lennie Niehaus. Aún así, me gustaría destacar el lento y casi imperceptible zoom que Eastwood emplea sobre Munny cuando éste le contesta a Little Bill inmediatamente después de que el sádico y despiadado sheriff desvele la identidad del protagonista a los presentes en el salón: “¡Es William Munny, de Missouri. El asesino de niños y mujeres!”. Concretamente, cuando Munny pronuncia otra de las frases célebres de esta peli. Para muchos, la que más: “Así es. He matado mujeres y niños. He disparado sobre cualquier cosa que tuviera vida y se moviera. Y hoy he venido a matarle a usted por lo que le ha hecho a Ned”. Una frase, por cierto, con la que Munny asume sus “pecados” con la misma naturalidad y calma con las que afrontará su último y decisivo encargo.


Aún así, un nuevo “Será mejor que os apartéis” precederá, a priori, el mencionado tiroteo. Y digo a priori porque antes de que llegue ese momento crucial un engreído Little Bill aún tendrá tiempo para soltar una nueva bravata (Bien, caballeros. Solamente le queda una bala. Cuando la dispare, sacad vuestro revolver y matadle ¡cómo el perro sarnoso que es!”) en un último y desesperado intento de frenar a un Will Munny absolutamente dispuesto a rematar su misión. Unos cuantos planos de los presentes en el salón desde diferentes perspectivas (no demasiado acelerados, por cierto) contribuirán —por si fuera poco— a incrementar un suspense prácticamente insoportable. Un suspense que se romperá definitivamente cuando Munny dispare y su rifle le deje en la estacada en el peor de los momentos (Ha fallado ¡Disparad a ese cabrón!”, ordenará Little Bill). Y sí, será en estos precisos y angustiosos instantes (cuando Munny lance el rifle y saque la Schofield que le cedió Kid) cuando se inicie la esperadísima ensalada de tiros. Un intercambio de balazos del que Munny saldrá ileso y cuya primera víctima será, naturalmente, Little Bill. Como ya he señalado anteriormente, sin embargo, no se trata de un tiroteo exagerado. Nada que ver, por ejemplo, con las sangrientas “balaceras” de Peckinpah o Tarantino. Pero sí un tiroteo crudo y absolutamente irreprochable. Con sus fogonazos, sus cristales rotos y cuerpos desplomándose a destajo por el salón. Un tiroteo en el que, más que la rapidez o la puntería, lo que importa es el instinto, el temple, la experiencia. Virtudes, todas ellas, de las que va bien provisto William Munny y que le sirven para desembarazarse de todos los que le hacen frente con cierta facilidad. De todos, claro, excepto los que —tras la primera andanada— acaban huyendo cuando nuestro protagonista les ofrece un milagroso y repentino indulto (Todo el que quiera seguir con vida, será mejor que se largue”). Dicho esto es cuando Munny se dirige tranquilamente a la barra del bar (con ese sonido de pasos y tintineo de espuelas sobre un suelo de madera que tanto nos gusta a los amantes del western) para servirse un buen vaso de whisky. Como está mandado. Y es en este momento cuando reaparece Beauchamp (Saul Rubinek), el escritor, oculto bajo una de las víctimas del tiroteo. Tan asustado, que cree que la sangre que mancha su ropa es suya (¡Oh, Dios mío! ¡Estoy herido, estoy herido!). Sin dejar de apuntarle con su Schofield, Munny le confirma que esa sangre no es suya (No está herido) mientras que Beauchamp, visiblemente asustado, le suplica piedad a nuestro protagonista: No, por favor. Yo no tengo revolver. No estoy armado. Y aunque Beauchamp no parece, en absoluto, un tipo peligroso, Munny es gato viejo y no se fía de nadie. Déme ese rifle ¡Démelo! ¡Y las balas!, le espeta al escritor. Una orden que, naturalmente, Beauchamp cumple de inmediato.


A partir de aquí es cuando aparece el Beauchamp miserable, ruin, chaquetero. El Beauchamp que, sin pudor alguno, se acerca al sol que más calienta (en ese momento, Munny) con tal de obtener algo a cambio. Un Beauchamp que, con tal de adornar y hacer más vendibles sus publicaciones, es capaz —al mismo tiempo— de tomarse cualquier licencia. En este caso, sin embargo, la vena periodística se anticipa a la literaria. Y todo ello se refleja, naturalmente, en el siguiente diálogo:

Beauchamp: “¡Oh, Dios! ¡Ha matado a Little Bill!”
Munny: “¿Seguro que no tiene un arma?”
Beauchamp: “Seguro. Se lo juro. Yo no tengo ningún arma. Nunca he tenido ningún arma. Yo soy escritor”
Munny: “Escritor. ¿Escribe cartas?”
Beauchamp: “No. Libros”
Munny: “¡Libros!”
Beauchamp: “¡Es increíble! ¡Ha matado a cinco hombres! ¡Usted solo!”
Munny: “Sí”
Beauchamp: “Ese rifle es un Spencer ¿verdad?”
Munny: “Así es”
Beauchamp: “¿A quién ha matado primero? Cuando un buen pistolero se enfrenta a un número superior de hombres siempre dispara antes sobre quien mejor dispara” (*)

(*) (Una argumentación que, curiosamente, nos remite al conocido diálogo que mantienen después de un tiroteo Josey Wales y Lone Watie en “El fuera de la ley”, el segundo western dirigido y protagonizado por el mismo Clint Eastwood)
  
Munny: “¿Es así?”
Beauchamp: “Me lo dijo Little Bill. Seguro que es el primero al que mató”
Munny: “Tuve suerte en el orden. Pero siempre he tenido suerte cuando se trata de matar”
Beauchamp: “¿Y quién fue el siguiente? Clyde ¿verdad? Debe de haber sido Clyde… O quizá el ayudante Andy…”
Munny: “Lo único que sé es quién será el último”

Llegados a esta última frase es cuando Munny apunta amenazadoramente a Beauchamp con su rifle y éste —sin pensárselo dos veces— pone sus pies en polvorosa. Dispuesto a seguir apurando su vaso de whisky, Munny se dirige nuevamente a la barra del bar y es entonces cuando el peculiar sonido de un revolver al cargarse le alerta de algún peligro. Es Little Bill que, tendido en el suelo, intenta dispararle. Desarmado por nuestro protagonista de un seco y duro pisotón, diversos picados y contrapicados —convenientemente alternados— nos muestran a Munny y a Little Bill en su última y decisoria conversación:


Little Bill: “No merezco esto. Morir así. No he acabado mi casa”
Munny: “Lo que uno merece no tiene nada que ver con eso”
Little Bill: “Te veré en el infierno, William Munny”
Munny: “Sí”


Y es en este preciso momento cuando Munny apunta lenta y tranquilamente a su antagonista y dispara. A bocajarro. Sin prisas. Sin nervios. Sin perdón.

Un último disparo a un superviviente del tiroteo precede, sin embargo, a un nuevo soliloquio de Munny. Esta vez, apostado de rodillas a la entrada al salón. Con el Spencer cargado, la puerta abierta y la mirada de nuestro protagonista hacia la calle. Advirtiéndole al personal de lo que les puede suceder si se atreven a enfrentarse con él:


Munny: “Bien. Ahora voy a salir. No dudaré en matar a quien vea fuera. Y si alguien se atreve a dispararme, además de matarle a él, mataré a su esposa y a sus amigos. Y quemaré su maldita casa. Estáis avisados”


Una emotiva y parsimoniosa mirada al cadáver de su amigo Ned es la única pausa que se concede a si mismo Munny antes de montar su caballo y marcharse por la calle principal de Big Whiskey. Y aunque el ayudante del sheriff, amparado en la oscuridad de la noche, lo apunta con su rifle con intención de matarle (“Eh, Charly Hecker, vamos… ¡Dispárale!”), el respeto o miedo que le impone Munny acaba abortando cualquier tentativa. Una postrera advertencia del pistolero, sin embargo, da por finalizada esta tensa y dramática escena antes de que éste desaparezca en la lúgubre y lluviosa noche de Wyoming ante la conmocionada mirada de las prostitutas del pueblo. Las únicas que se atreven a dar la cara mientras Munny pronuncia su ya legendaria despedida:

Munny: “Os recomiendo que enterréis a Ned. Y otra cosa: no se os ocurra maltratar a ninguna otra puta. Porque volveré y os mataré a todos, hijos de perra”

Y poco más. Reiterar otra vez, quizás, que —desde un punto de vista formal— todos los elementos de esta peli (iluminación, fotografía, música, diálogos, interpretaciones, ambientación, ritmo, tensión…) funcionan en esta escena con la precisión de un reloj suizo y que, desde una perspectiva más bien metafórica, esta larga secuencia también corrobora que cuando un cineasta sabe narrar como es debido, conceptos tan distintos como épica, lírica, realismo o desmitificación no tienen por qué ser incompatibles. Sobre todo si el film lo firma Eastwood, por supuesto.