Grupo salvaje (The wild bunch)
Estados Unidos, 1969
Director: Sam Peckinpah
Guión: Walon Green y Sam Peckinpah
Fotografía: Lucien Ballard
Música: Jerry Fielding
Intérpretes:
William Holden (Pike Bishop)
Ernest Borgnine (Dutch Engstrom)
Robert Ryan (Deke Thornton)
Edmond O’Brien (Freddie Sykes)
Warren Oates (Lyle Gorch)
Ben Johnson (Tector Gorch)
Jaime Sánchez (Ángel)
Emilio Fernández (Mapache)
Strother Martin (Coffer)
L. Q. Jones (TC)
SINOPSIS: 1913. Pike Bishop y su banda de forajidos, disfrazados de soldados de la caballería, roban la caja fuerte de la oficina del ferrocarril de San Rafael, un pueblo fronterizo de Texas. Aunque son emboscados por Deke Thornton (antiguo miembro de la banda) y un grupo de cazarrecompensas, Bishop y sus hombres logran huir a Mexico. Allí se refugian en Agua Verde, el pueblo natal de uno de ellos (Ángel) y poco después contactan con el General Mapache, un opositor a Pancho Villa, quien les encarga que asalten un tren norteamericano repleto de armas a cambio de 10.000 dólares. Una vez cumplida la misión deciden liberar a Ángel, retenido y torturado por Mapache como represalia por haber intentado matarle. Pese a tener que enfrentarse a 200 hombres, Pike y su banda no se lo pensarán dos veces cuando Mapache degüella a su compañero ante sus ojos.
Dudé bastante antes de elegir esta escena.
Y lo hice porque la escena que realmente me pedía el cuerpo era otra. La más
épica. La más icónica. Sí, la del tiroteo final. Concretamente desde que Pike Bishop (William Holden) deja a la joven prostituta con la que está y entra
en la habitación contigua para darles a los hermanos Gorch (que también estaban, obviamente, con sus respectivas fulanas)
una decisiva y escueta orden (“¡Vámonos!”)
hasta que los cuatro (Pike, Dutch, Tector y Lyle) contemplan
como Mapache degüella a su compañero Ángel y, de inmediato, la lían parda en
ese violento y salvaje tiroteo final. Uno de los más legendarios, sin lugar a
dudas, de de la historia del western.
Si decidí escoger otra escena fue, pues,
por dos razones: en primer lugar porque con “Sin
perdón” ya había elegido la más culminante y conocida (“¿Quién es el dueño de esta pocilga?”) y, en segundo, porque creo —con
toda franqueza— que la que definitivamente he escogido expresa mucho mejor ese
componente lírico y crepuscular por el que, al margen de la violencia y la
camaradería, es tan y tan popular “Grupo Salvaje”. De todas maneras,
da la casualidad que la escena que voy a desmenuzaros a continuación (la que cierra
la peli, vaya) se encuentra muy muy cercana a la del famoso tiroteo con lo cual
el vínculo que se establece entre ambas escenas es, naturalmente, muy estrecho
y directo.
Pero bueno, dejémonos de cháchara y vayamos
al grano. La escena que os quiero describir es la que empieza mostrándonos una
especie de cortejo fúnebre que va desfilando ante los ojos de Thornton (Robert Ryan), que se encuentra sentado en el suelo, apoyado en un
lateral del arco de entrada que da paso al cuartel general de Mapache. Un
fortín que poco a poco van abandonando los supervivientes de la masacre que ha
acontecido unas horas antes. Andando lenta y luctuosamente. En silencio. Llevándose
—como pueden— sus animales, muebles y enseres personales. Bajo un cielo
encapotado y una nube de polvo que los envuelve y los convierte en seres
fantasmales. En poco más que muertos vivientes.
Como ya os he comentado antes, se trata de
una escena posterior a la de la célebre ensalada de tiros, con lo cual la
atmósfera que se respira en ésta es de calma tras la batalla. Estamos, por lo
tanto, ante un escenario escalofriante, dantesco, desolador. Y esta calma, por
consiguiente, resulta amarga, triste, sobrecogedora. Adjetivos, todos ellos,
que casan a la perfección con los tonos difuminados y terrosos por los que opta
el director de fotografía Lucien Ballard
y, sobre todo, con la estremecedora música que podemos escuchar en este momento.
De Jerry Fielding, por supuesto, el
compositor habitual de Sam Peckinpah.
Y así, mientras un cuervo sobrevuela la escena, la cámara se queda fija mostrándonos
el lento y parsimonioso andar de un tullido que avanza penosamente. Renqueante
y rezagado. Con muletas. Unos segundos después —sin embargo— el objetivo
retrocede hasta Thornton, que sigue sentado en el suelo sujetando, absorto, las
riendas de su caballo.
El sonido de unos disparos a lo lejos, de
repente, nos empuja a pensar nuevamente en Coffer
(Strother Martin) y T.C. (L.Q. Jones). Cabe recordar que los ruines secuaces de Thornton
llegan al escenario de la masacre cuando esta ya ha llegado a su fin y que tiempo
no les falta para cargar con los cadáveres de Pike, Dutch, Lyle, Tector y Ángel
y salir de inmediato del cuartel general de Mapache para poder reclamar así las
pertinentes recompensas.
La inmediata llegada de Sykes (Edmond O’Brien), Don José
(Chano Urueta) y un grupo de
mejicanos procedentes de Agua Verde (el
pueblo de Ángel) despejará, no obstante, cualquier duda sobre el destino final
de Coffer y T.C. Pero no sólo eso. La conversación que mantiene Sykes (un viejo
colaborador de la banda) con Thornton y la sencilla pero efectiva fórmula con
la que Peckinpah decide finalizar su western me parecen absolutamente tremendas.
Y es que —la verdad sea dicha— pocos cineastas como Bloody Sam fueron capaces de transmitir tanto con tan poco. Como
muestra de ello, aquí os dejo el famoso diálogo entre Sykes y Thornton. El de
dos hombres que, en el ocaso de sus vidas y plenamente conscientes de sus anacrónicas
costumbres, se resisten a vivir de otra manera. Naturalmente, aquí no podréis
disfrutar de los gestos, miradas, inflexiones y risotadas de uno y del otro. Pero,
bueno, si habéis visto la peli estoy seguro que sabréis recrear estas frases a
la perfección:
Sykes: “No esperaba encontrarte por aquí”
Thornton: “¿Por qué no? Les envié hacia
allá. Es todo lo que dije que haría”
Sykes: “No llegaron demasiado lejos”
Thornton: “Me lo figuraba”
Sykes: “¿Qué planes tienes?”
Thornton: “Me quedaré por aquí abajo. Trataré
de no volver a la cárcel”
Sykes: “Bueno… Yo y aquí los muchachos tenemos
algún trabajillo que hacer… ¿Vienes con nosotros? No es lo mismo que antes
pero, en fin, algo es algo”
Tan sólo añadir, como colofón, de qué
manera les cambia la expresión a ambos al final de este diálogo. Un diálogo que
acaba con Sykes y Thornton riéndose a mandíbula batiente y que se entrelaza —a
modo de nostálgico flashback— con
antiguas imágenes de Pike, Dutch, Lyle, Tector y Ángel haciendo lo propio. Un
auténtico elogio a la amistad, a la lealtad entre compañeros de alegrías y
penurias, que Peckinpah nos traduce con ese estilo suyo tan peculiar. Tan rudo
y poético como siempre. Aún así, nada de esto tendría tanto efecto en el
espectador —a mi juicio— si no fuera por dos detalles que contribuyen a convertir
esta escena en antológica. En primer lugar, el majestuoso movimiento de la
cámara elevándose por encima del arco de entrada cuando Thornton monta a
caballo y se une a Sykes y los mejicanos y, en segundo lugar, la hermosa canción
que pone la guinda a esta memorable escena (“La golondrina”). Una
canción que nos recuerda la despedida de la banda en Agua Verde y que enlaza
con los títulos de crédito finales dejándonos un sabor de boca absolutamente
conmovedor.
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