Sin perdón
(Unforgiven)
Estados Unidos,
1992
Director: Clint Eastwood
Guión: David Webb Peoples
Fotografía: Jack N.
Green
Música: Lennie
Niehaus, Clint Eastwood
Intérpretes:
Clint Eastwood (William Munny)
Gene Hackman (Little Bill
Daggett)
Morgan Freeman (Ned Logan)
Richard Harris (English Bob)
Jaimz Woolvett (Schofield Kid)
Saul Rubinek (WW Beauchamp)
SINOPSIS: La brutal mutilación de una prostituta en Big Whiskey (Wyoming) no es razón suficiente para que su sheriff, Little Bill Daggett, castigue a sus dos autores. Indignadas ante tal infamia, las compañeras de la prostituta agredida reunirán algo de dinero para contratar a alguien que les haga justicia. Schofield Kid, un joven fanfarrón que busca emular las gestas del retirado cazarrecompensas William Munny (ahora criador de cerdos) contacta con éste y lo convence para asociarse con él y encargarse del trabajo. Munny contacta a su vez con Ned Logan, su antiguo socio, para que les ayude a él y al chico, pero al final tanto Logan como Schofield deciden retirarse. Aún así, Little Bill detiene a Ned y lo mata. La venganza de Munny no tardará en llegar.
He de admitir, ante todo, que la escena
elegida de esta peli no es, precisamente, demasiado original. Es más: estoy
casi seguro que todo el mundo recuerda “Sin perdón” —en gran medida— por la
frase que encabeza este capítulo. La explicación, sin embargo, es muy clara y
diáfana. Quería empezar esta serie cinematográfica con una escena épica. Explosiva.
Legendaria, diría yo. Con una escena que permaneciera inalterable en la memoria
colectiva de todos los aficionados al cine en general y al western en
particular y que no admitiera discusión posible. Y aunque, naturalmente, “Sin
perdón” posee otras muchas escenas para el recuerdo, la que os describo y desmenuzo
a continuación es, a mi juicio, la más impactante y conocida de todas ellas.
¿Por qué? Pues muy sencillo: en primer
lugar porque forma parte del desenlace de la peli. De un desenlace cuya
estructura dramática es ascendente y acaba (si exceptuamos el poético epílogo)
obviamente en lo más alto. Con un clímax que se alarga lenta y despiadadamente
y que nos mantiene con el corazón en la garganta hasta el final. Aún así, esa
sería una explicación abstracta. Genérica. Imprecisa. Y yo lo que quiero es que
sepáis por qué razones concretas me fascina tanto esta escena. Razones que
intentaré explicitaros, de inmediato, con todo lujo de detalles. Antes de ello,
sin embargo, permitidme que —como espectador normal y corriente— argumente de
la forma más clara y concisa posible por qué considero que gusta tanto esta
escena. Y yo diría que si tanto nos gusta esta escena es porque, probablemente,
hemos empatizado muy mucho con el protagonista. Con Will Munny. Porque sabemos
que es viudo, que tiene dos hijos y que pasa por necesidades económicas. Porque
sabemos que —pese a su turbulento pasado— Will Munny es un hombre redimido. Un
hombre que ya no bebe y que, por consiguiente, ya no se comporta de forma
violenta. Y que si decide volver a ejercer de asesino a sueldo no es por
capricho sino porque la causa es justa y porque necesita el dinero para cuidar
de sus hijos. La gota que, sin embargo, desborda el vaso y justifica de algún
modo u otro nuestro más primitivo y ancestral afán de venganza es, aún así, el
asesinato de Ned Logan. Su socio y amigo del alma. Y es precisamente por ello
por lo que todo lo que ocurre en esta escena cuenta con nuestra total y
absoluta aprobación y connivencia. Vamos a ello.
Es de noche y arrecia tormenta en Big Whiskey. Pero nada parece poder detener
a William Munny (Clint Eastwood) quién lenta y decididamente,
bajo la lluvia, se dirige al salón-prostíbulo de la ciudad, donde se encuentran
reunidos Little Bill Daggett (Gene
Hackman), el sheriff, y unos cuantos parroquianos. Cabe decir que poco
antes de eso, una de las prostitutas que al principio de la peli contratan a
Munny para matar a dos vaqueros maltratadores, ya había informado a nuestro
protagonista de la detención, tortura y asesinato de su fiel amigo Ned Logan (Morgan Freeman) por parte de Little
Bill y sus secuaces.
Al principio de esta escena, sin embargo,
no vemos a Munny. Y no le vemos porque los ojos de Munny son los de la propia cámara.
Lo que podríamos denominar como cámara subjetiva, vaya. Una cámara que va
avanzando por la lóbrega calle principal de Big Whiskey y que —al margen de
hacernos partícipes de la escena— tan solo revela del protagonista el sonido de
sus pasos y el débil tintineo de sus espuelas.
Y así, a medida que Munny se acerca al
salón, dejamos de oír el estruendo de la tormenta y empezamos a escuchar algo mejor
la arenga de Little Bill a sus
hombres, felicitándoles por la detención de Logan, invitándoles a una ronda de
whisky y planificando la batida del día siguiente para perseguir al propio
Munny. De hecho, el último plano que vemos del exterior es el de la propia mirada
de Munny al ataúd de Logan. Un ataúd situado a las puertas del salón, abierto y
en posición vertical, con un tablón clavado y rotulado que, en tono amenazante,
reza: “This is what happens to assassins around here”. Algo así como
“Esto es lo que les ocurre a los asesinos por aquí”.
Nadie (salvo Beauchamp, el escritor) parece
darse cuenta de la súbita y fantasmal irrupción de Munny en el salón mientras Little Bill sigue arengando a sus
hombres. Sólo el característico sonido metálico de su rifle al cargar alertará
a los parroquianos, abortará la perorata del sheriff e impondrá un silencio sepulcral.
Un silencio que el Eastwood cineasta
aprovechará para colocarnos un par de rápidos planos-contraplanos que nos
mostrarán, a William Munny por un lado y a Little
Bill y sus hombres por el otro y que tan sólo quedará interrumpido por el
estruendo y posterior fogonazo de un par de rayos y truenos que recortarán la
empapada silueta de Munny con el rifle en mano a las puertas del salón antes
que éste emita, sin lugar a dudas, una de las frases más emblemáticas del film:
“¿Quién
es el dueño de esta pocilga?”.
Y aquí quería llegar. Al clímax de la peli.
Un momento culminante en el que esta mítica frase (pronunciada por si fuera
poco por Constantino Romero, el
doblador habitual de Clint Eastwood en España) cobra, a mi juicio, una
dimensión absolutamente brutal. Porque sí, porque hasta este momento del film
sólo habíamos visto un William Munny viejo, oxidado y torpón. Un William Munny
reposado, redimido y hasta pacífico. Y lo que nos pide el cuerpo en este
momento crucial, como buenos aficionados al western y fieles admiradores de
Clint Eastwood, es un William Munny chulo, osado y vengativo. El de antaño. El
William Munny que rifle en mano pregunta “¿Quién
es el dueño de esta pocilga?” y que crea —con su impasible frialdad— un
momento de tensión absolutamente prodigioso. A partir de aquí todo lo que vamos
a ver y escuchar es oro puro. Desde los memorables diálogos escritos por David Webb Peoples hasta como el Eastwood
cineasta resuelve, estética y narrativamente, la situación de marras. Pero
vayamos por partes. Nos habíamos quedado con esa mítica interpelación. Una
pregunta que tarda un poquito en ser contestada y que deja tiempo para que
Munny suelte otro mítico latigazo verbal (“¡Tú, bola de grasa… Contesta!”) tan sólo un poquito antes que Skinny
se atreva a responder: “Eeh… Yo soy el dueño de este local. Se lo
compré a Greeley por mil dólares”. En este preciso instante es cuando constatamos
inequívocamente que el viejo hijo de perra de Munny no ha muerto todavía y que
no dudará ni una milésima de segundo en ejecutar su trabajo como siempre había
hecho en el pasado: sin escrúpulos ni concesiones. De ahí, precisamente, su
sangre fría al apuntar al mezquino Skinny
no sin antes darle instrucciones al que está a su lado (“Será mejor que se aparte”)
mientras Little Bill (“¡Baje ese
rifle!”, “¡Quieto!”) intenta impedir, sin éxito, que nuestro
protagonista cumpla con su cometido: meterle un balazo en el vientre al dueño
del prostíbulo.
El tiroteo que sobreviene a continuación,
sin embargo, no es épico. Ni tan sólo espectacular. Fundamentalmente porque lo
que busca Eastwood es un tiroteo seco, duro, realista. Y porque lo que sí que son
épicas son las frases que vienen a renglón seguido. Como cuando Little Bill le recrimina a Munny su
asesinato (“¡Es usted un miserable y cobarde hijo de perra! ¡Ha matado a un hombre
desarmado!”) y, obviamente, cuando éste le justifica su disparo con
otra de esas réplicas dignas de ser enmarcadas: “Pues debió haberse armado cuando
decidió decorar su salón con mi amigo”.
Técnicamente la escena que venimos
analizando tampoco es ninguna virguería, la verdad. De hecho, el estilo
narrativo de Eastwood es bastante clásico, con lo que la sobriedad constituye
la nota predominante. Aún así, el clasicismo de Eastwood es el gran responsable
de que toda la escena esté impecablemente construida. Desde los pulcros y
equilibrados encuadres de cada toma hasta los cuidados y pertinentes
planos-contraplanos pasando por un montaje absolutamente armónico y un ritmo poco
menos que irreprochable. Todo ello sin obviar, naturalmente, la apropiadísima
fotografía tenebrista de Jack N. Green
y la magnífica banda sonora de Lennie
Niehaus. Aún así, me gustaría destacar el lento y casi imperceptible zoom
que Eastwood emplea sobre Munny cuando éste le contesta a Little Bill inmediatamente después de que el sádico y despiadado
sheriff desvele la identidad del protagonista a los presentes en el salón: “¡Es
William Munny, de Missouri. El asesino de niños y mujeres!”.
Concretamente, cuando Munny pronuncia otra de las frases célebres de esta peli.
Para muchos, la que más: “Así es. He matado mujeres y niños. He
disparado sobre cualquier cosa que tuviera vida y se moviera. Y hoy he venido a
matarle a usted por lo que le ha hecho a Ned”. Una frase, por cierto, con la que Munny asume sus “pecados” con la misma naturalidad y
calma con las que afrontará su último y decisivo encargo.
Aún así, un nuevo “Será mejor que os apartéis”
precederá, a priori, el mencionado tiroteo. Y digo a priori porque antes de que
llegue ese momento crucial un engreído Little
Bill aún tendrá tiempo para soltar una nueva bravata (“Bien, caballeros. Solamente le
queda una bala. Cuando la dispare, sacad vuestro revolver y matadle ¡cómo el
perro sarnoso que es!”) en un
último y desesperado intento de frenar a un Will Munny absolutamente dispuesto
a rematar su misión. Unos cuantos planos de los presentes en el salón desde
diferentes perspectivas (no demasiado acelerados, por cierto) contribuirán —por
si fuera poco— a incrementar un suspense prácticamente insoportable. Un
suspense que se romperá definitivamente cuando Munny dispare y su rifle le deje
en la estacada en el peor de los momentos (“Ha fallado ¡Disparad a ese cabrón!”, ordenará Little Bill). Y sí, será en estos precisos y angustiosos instantes
(cuando Munny lance el rifle y saque la Schofield
que le cedió Kid) cuando se inicie la esperadísima ensalada de tiros. Un
intercambio de balazos del que Munny saldrá ileso y cuya primera víctima será,
naturalmente, Little Bill. Como ya he
señalado anteriormente, sin embargo, no se trata de un tiroteo exagerado. Nada
que ver, por ejemplo, con las sangrientas “balaceras”
de Peckinpah o Tarantino. Pero sí un tiroteo crudo y absolutamente irreprochable. Con
sus fogonazos, sus cristales rotos y cuerpos desplomándose a destajo por el
salón. Un tiroteo en el que, más que la rapidez o la puntería, lo que importa es
el instinto, el temple, la experiencia. Virtudes, todas ellas, de las que va
bien provisto William Munny y que le sirven para desembarazarse de todos los
que le hacen frente con cierta facilidad. De todos, claro, excepto los que —tras
la primera andanada— acaban huyendo cuando nuestro protagonista les ofrece un
milagroso y repentino indulto (“Todo el que quiera seguir con vida, será
mejor que se largue”). Dicho
esto es cuando Munny se dirige tranquilamente a la barra del bar (con ese
sonido de pasos y tintineo de espuelas sobre un suelo de madera que tanto nos
gusta a los amantes del western) para servirse un buen vaso de whisky. Como
está mandado. Y es en este momento cuando reaparece Beauchamp (Saul Rubinek),
el escritor, oculto bajo una de las víctimas del tiroteo. Tan asustado, que
cree que la sangre que mancha su ropa es suya (“¡Oh, Dios mío! ¡Estoy herido,
estoy herido!”). Sin dejar de apuntarle con su Schofield, Munny le confirma que esa sangre no es suya (“No
está herido”) mientras que Beauchamp, visiblemente asustado, le suplica
piedad a nuestro protagonista: “No, por favor. Yo no tengo revolver. No
estoy armado”. Y aunque Beauchamp no parece, en absoluto, un tipo
peligroso, Munny es gato viejo y no se fía de nadie. “Déme ese rifle ¡Démelo! ¡Y las
balas!”, le espeta al escritor. Una orden que, naturalmente, Beauchamp
cumple de inmediato.
A partir de aquí es cuando aparece el
Beauchamp miserable, ruin, chaquetero. El Beauchamp que, sin pudor alguno, se
acerca al sol que más calienta (en ese momento, Munny) con tal de obtener algo
a cambio. Un Beauchamp que, con tal de adornar y hacer más vendibles sus
publicaciones, es capaz —al mismo tiempo— de tomarse cualquier licencia. En este
caso, sin embargo, la vena periodística se anticipa a la literaria. Y todo ello
se refleja, naturalmente, en el siguiente diálogo:
Beauchamp: “¡Oh, Dios! ¡Ha matado a Little
Bill!”
Munny: “¿Seguro que no tiene un arma?”
Beauchamp: “Seguro. Se lo juro. Yo no tengo
ningún arma. Nunca he tenido ningún arma. Yo soy escritor”
Munny: “Escritor. ¿Escribe cartas?”
Beauchamp: “No. Libros”
Munny: “¡Libros!”
Beauchamp: “¡Es increíble! ¡Ha matado a cinco
hombres! ¡Usted solo!”
Munny: “Sí”
Beauchamp: “Ese rifle es un Spencer
¿verdad?”
Munny: “Así es”
Beauchamp: “¿A quién ha matado primero?
Cuando un buen pistolero se enfrenta a un número superior de hombres siempre
dispara antes sobre quien mejor dispara” (*)
(*)
(Una argumentación que, curiosamente, nos remite al conocido diálogo que
mantienen después de un tiroteo Josey
Wales y Lone Watie en “El fuera
de la ley”, el segundo western dirigido y protagonizado por el mismo Clint Eastwood)
Munny: “¿Es así?”
Beauchamp: “Me lo dijo Little Bill. Seguro que
es el primero al que mató”
Munny: “Tuve suerte en el orden. Pero siempre he
tenido suerte cuando se trata de matar”
Beauchamp: “¿Y quién fue el siguiente? Clyde
¿verdad? Debe de haber sido Clyde… O quizá el ayudante Andy…”
Munny: “Lo único que sé es quién será el último”
Llegados a esta última frase es cuando
Munny apunta amenazadoramente a Beauchamp con su rifle y éste —sin pensárselo
dos veces— pone sus pies en polvorosa. Dispuesto a seguir apurando su vaso de
whisky, Munny se dirige nuevamente a la barra del bar y es entonces cuando el
peculiar sonido de un revolver al cargarse le alerta de algún peligro. Es Little Bill que, tendido en el suelo,
intenta dispararle. Desarmado por nuestro protagonista de un seco y duro
pisotón, diversos picados y contrapicados —convenientemente alternados— nos
muestran a Munny y a Little Bill en
su última y decisoria conversación:
Little
Bill:
“No
merezco esto. Morir así. No he acabado mi casa”
Munny: “Lo que uno merece no tiene nada que ver con
eso”
Little
Bill:
“Te
veré en el infierno, William Munny”
Munny: “Sí”
Y es en este preciso momento cuando Munny apunta lenta y tranquilamente a su antagonista y dispara. A bocajarro. Sin prisas. Sin nervios. Sin perdón.
Un último disparo a un superviviente del
tiroteo precede, sin embargo, a un nuevo soliloquio de Munny. Esta vez,
apostado de rodillas a la entrada al salón. Con el Spencer cargado, la puerta abierta y la mirada de nuestro
protagonista hacia la calle. Advirtiéndole al personal de lo que les puede
suceder si se atreven a enfrentarse con él:
Munny: “Bien. Ahora voy a salir. No dudaré en matar
a quien vea fuera. Y si alguien se atreve a dispararme, además de matarle a él,
mataré a su esposa y a sus amigos. Y quemaré su maldita casa. Estáis avisados”
Una emotiva y parsimoniosa mirada al
cadáver de su amigo Ned es la única pausa que se concede a si mismo Munny antes
de montar su caballo y marcharse por la calle principal de Big Whiskey. Y
aunque el ayudante del sheriff, amparado en la oscuridad de la noche, lo apunta
con su rifle con intención de matarle (“Eh, Charly Hecker, vamos… ¡Dispárale!”),
el respeto o miedo que le impone Munny acaba abortando cualquier tentativa. Una
postrera advertencia del pistolero, sin embargo, da por finalizada esta tensa y
dramática escena antes de que éste desaparezca en la lúgubre y lluviosa noche de
Wyoming ante la conmocionada mirada de las prostitutas del pueblo. Las únicas
que se atreven a dar la cara mientras Munny pronuncia su ya legendaria
despedida:
Munny: “Os recomiendo que enterréis a Ned. Y otra
cosa: no se os ocurra maltratar a ninguna otra puta. Porque volveré y os mataré
a todos, hijos de perra”
Y poco más. Reiterar otra vez, quizás, que
—desde un punto de vista formal— todos los elementos de esta peli (iluminación,
fotografía, música, diálogos, interpretaciones, ambientación, ritmo, tensión…)
funcionan en esta escena con la precisión de un reloj suizo y que, desde una
perspectiva más bien metafórica, esta larga secuencia también corrobora que
cuando un cineasta sabe narrar como es debido, conceptos tan distintos como
épica, lírica, realismo o desmitificación no tienen por qué ser incompatibles.
Sobre todo si el film lo firma Eastwood, por supuesto.
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