dilluns, 4 d’abril del 2016

“¿QUIÉN ES EL DUEÑO DE ESTA POCILGA?” (Sin perdón, 1992. Clint Eastwood)



Sin perdón (Unforgiven)

Estados Unidos, 1992

Director: Clint Eastwood

Guión: David Webb Peoples

Fotografía: Jack N. Green

Música: Lennie Niehaus, Clint Eastwood

Intérpretes:

Clint Eastwood (William Munny)
Gene Hackman (Little Bill Daggett)
Morgan Freeman (Ned Logan)
Richard Harris (English Bob)
Jaimz Woolvett (Schofield Kid)
Saul Rubinek (WW Beauchamp)


SINOPSIS: La brutal mutilación de una prostituta en Big Whiskey (Wyoming) no es razón suficiente para que su sheriff, Little Bill Daggett, castigue a sus dos autores. Indignadas ante tal infamia, las compañeras de la prostituta agredida reunirán algo de dinero para contratar a alguien que les haga justicia. Schofield Kid, un joven fanfarrón que busca emular las gestas del retirado cazarrecompensas William Munny (ahora criador de cerdos) contacta con éste y lo convence para asociarse con él y encargarse del trabajo. Munny contacta a su vez con Ned Logan, su antiguo socio, para que les ayude a él y al chico, pero al final tanto Logan como Schofield deciden retirarse. Aún así, Little Bill detiene a Ned y lo mata. La venganza de Munny no tardará en llegar.
  

He de admitir, ante todo, que la escena elegida de esta peli no es, precisamente, demasiado original. Es más: estoy casi seguro que todo el mundo recuerda “Sin perdón” —en gran medida— por la frase que encabeza este capítulo. La explicación, sin embargo, es muy clara y diáfana. Quería empezar esta serie cinematográfica con una escena épica. Explosiva. Legendaria, diría yo. Con una escena que permaneciera inalterable en la memoria colectiva de todos los aficionados al cine en general y al western en particular y que no admitiera discusión posible. Y aunque, naturalmente, “Sin perdón” posee otras muchas escenas para el recuerdo, la que os describo y desmenuzo a continuación es, a mi juicio, la más impactante y conocida de todas ellas.

¿Por qué? Pues muy sencillo: en primer lugar porque forma parte del desenlace de la peli. De un desenlace cuya estructura dramática es ascendente y acaba (si exceptuamos el poético epílogo) obviamente en lo más alto. Con un clímax que se alarga lenta y despiadadamente y que nos mantiene con el corazón en la garganta hasta el final. Aún así, esa sería una explicación abstracta. Genérica. Imprecisa. Y yo lo que quiero es que sepáis por qué razones concretas me fascina tanto esta escena. Razones que intentaré explicitaros, de inmediato, con todo lujo de detalles. Antes de ello, sin embargo, permitidme que —como espectador normal y corriente— argumente de la forma más clara y concisa posible por qué considero que gusta tanto esta escena. Y yo diría que si tanto nos gusta esta escena es porque, probablemente, hemos empatizado muy mucho con el protagonista. Con Will Munny. Porque sabemos que es viudo, que tiene dos hijos y que pasa por necesidades económicas. Porque sabemos que —pese a su turbulento pasado— Will Munny es un hombre redimido. Un hombre que ya no bebe y que, por consiguiente, ya no se comporta de forma violenta. Y que si decide volver a ejercer de asesino a sueldo no es por capricho sino porque la causa es justa y porque necesita el dinero para cuidar de sus hijos. La gota que, sin embargo, desborda el vaso y justifica de algún modo u otro nuestro más primitivo y ancestral afán de venganza es, aún así, el asesinato de Ned Logan. Su socio y amigo del alma. Y es precisamente por ello por lo que todo lo que ocurre en esta escena cuenta con nuestra total y absoluta aprobación y connivencia. Vamos a ello.


Es de noche y arrecia tormenta en Big Whiskey. Pero nada parece poder detener a William Munny (Clint Eastwood) quién lenta y decididamente, bajo la lluvia, se dirige al salón-prostíbulo de la ciudad, donde se encuentran reunidos Little Bill Daggett (Gene Hackman), el sheriff, y unos cuantos parroquianos. Cabe decir que poco antes de eso, una de las prostitutas que al principio de la peli contratan a Munny para matar a dos vaqueros maltratadores, ya había informado a nuestro protagonista de la detención, tortura y asesinato de su fiel amigo Ned Logan (Morgan Freeman) por parte de Little Bill y sus secuaces.

Al principio de esta escena, sin embargo, no vemos a Munny. Y no le vemos porque los ojos de Munny son los de la propia cámara. Lo que podríamos denominar como cámara subjetiva, vaya. Una cámara que va avanzando por la lóbrega calle principal de Big Whiskey y que —al margen de hacernos partícipes de la escena— tan solo revela del protagonista el sonido de sus pasos y el débil tintineo de sus espuelas.

Y así, a medida que Munny se acerca al salón, dejamos de oír el estruendo de la tormenta y empezamos a escuchar algo mejor la arenga de Little Bill a sus hombres, felicitándoles por la detención de Logan, invitándoles a una ronda de whisky y planificando la batida del día siguiente para perseguir al propio Munny. De hecho, el último plano que vemos del exterior es el de la propia mirada de Munny al ataúd de Logan. Un ataúd situado a las puertas del salón, abierto y en posición vertical, con un tablón clavado y rotulado que, en tono amenazante, reza: “This is what happens to assassins around here”. Algo así como “Esto es lo que les ocurre a los asesinos por aquí”.


Nadie (salvo Beauchamp, el escritor) parece darse cuenta de la súbita y fantasmal irrupción de Munny en el salón mientras Little Bill sigue arengando a sus hombres. Sólo el característico sonido metálico de su rifle al cargar alertará a los parroquianos, abortará la perorata del sheriff e impondrá un silencio sepulcral. Un silencio que el Eastwood cineasta aprovechará para colocarnos un par de rápidos planos-contraplanos que nos mostrarán, a William Munny por un lado y a Little Bill y sus hombres por el otro y que tan sólo quedará interrumpido por el estruendo y posterior fogonazo de un par de rayos y truenos que recortarán la empapada silueta de Munny con el rifle en mano a las puertas del salón antes que éste emita, sin lugar a dudas, una de las frases más emblemáticas del film:

 “¿Quién es el dueño de esta pocilga?”.


Y aquí quería llegar. Al clímax de la peli. Un momento culminante en el que esta mítica frase (pronunciada por si fuera poco por Constantino Romero, el doblador habitual de Clint Eastwood en España) cobra, a mi juicio, una dimensión absolutamente brutal. Porque sí, porque hasta este momento del film sólo habíamos visto un William Munny viejo, oxidado y torpón. Un William Munny reposado, redimido y hasta pacífico. Y lo que nos pide el cuerpo en este momento crucial, como buenos aficionados al western y fieles admiradores de Clint Eastwood, es un William Munny chulo, osado y vengativo. El de antaño. El William Munny que rifle en mano pregunta “¿Quién es el dueño de esta pocilga?” y que crea —con su impasible frialdad— un momento de tensión absolutamente prodigioso. A partir de aquí todo lo que vamos a ver y escuchar es oro puro. Desde los memorables diálogos escritos por David Webb Peoples hasta como el Eastwood cineasta resuelve, estética y narrativamente, la situación de marras. Pero vayamos por partes. Nos habíamos quedado con esa mítica interpelación. Una pregunta que tarda un poquito en ser contestada y que deja tiempo para que Munny suelte otro mítico latigazo verbal (“¡Tú, bola de grasa… Contesta!”) tan sólo un poquito antes que Skinny se atreva a responder: “Eeh… Yo soy el dueño de este local. Se lo compré a Greeley por mil dólares”. En este preciso instante es cuando constatamos inequívocamente que el viejo hijo de perra de Munny no ha muerto todavía y que no dudará ni una milésima de segundo en ejecutar su trabajo como siempre había hecho en el pasado: sin escrúpulos ni concesiones. De ahí, precisamente, su sangre fría al apuntar al mezquino Skinny no sin antes darle instrucciones al que está a su lado (Será mejor que se aparte) mientras Little Bill (¡Baje ese rifle!”, “¡Quieto!”) intenta impedir, sin éxito, que nuestro protagonista cumpla con su cometido: meterle un balazo en el vientre al dueño del prostíbulo.


El tiroteo que sobreviene a continuación, sin embargo, no es épico. Ni tan sólo espectacular. Fundamentalmente porque lo que busca Eastwood es un tiroteo seco, duro, realista. Y porque lo que sí que son épicas son las frases que vienen a renglón seguido. Como cuando Little Bill le recrimina a Munny su asesinato (“¡Es usted un miserable y cobarde hijo de perra! ¡Ha matado a un hombre desarmado!”) y, obviamente, cuando éste le justifica su disparo con otra de esas réplicas dignas de ser enmarcadas: “Pues debió haberse armado cuando decidió decorar su salón con mi amigo”.  


Técnicamente la escena que venimos analizando tampoco es ninguna virguería, la verdad. De hecho, el estilo narrativo de Eastwood es bastante clásico, con lo que la sobriedad constituye la nota predominante. Aún así, el clasicismo de Eastwood es el gran responsable de que toda la escena esté impecablemente construida. Desde los pulcros y equilibrados encuadres de cada toma hasta los cuidados y pertinentes planos-contraplanos pasando por un montaje absolutamente armónico y un ritmo poco menos que irreprochable. Todo ello sin obviar, naturalmente, la apropiadísima fotografía tenebrista de Jack N. Green y la magnífica banda sonora de Lennie Niehaus. Aún así, me gustaría destacar el lento y casi imperceptible zoom que Eastwood emplea sobre Munny cuando éste le contesta a Little Bill inmediatamente después de que el sádico y despiadado sheriff desvele la identidad del protagonista a los presentes en el salón: “¡Es William Munny, de Missouri. El asesino de niños y mujeres!”. Concretamente, cuando Munny pronuncia otra de las frases célebres de esta peli. Para muchos, la que más: “Así es. He matado mujeres y niños. He disparado sobre cualquier cosa que tuviera vida y se moviera. Y hoy he venido a matarle a usted por lo que le ha hecho a Ned”. Una frase, por cierto, con la que Munny asume sus “pecados” con la misma naturalidad y calma con las que afrontará su último y decisivo encargo.


Aún así, un nuevo “Será mejor que os apartéis” precederá, a priori, el mencionado tiroteo. Y digo a priori porque antes de que llegue ese momento crucial un engreído Little Bill aún tendrá tiempo para soltar una nueva bravata (Bien, caballeros. Solamente le queda una bala. Cuando la dispare, sacad vuestro revolver y matadle ¡cómo el perro sarnoso que es!”) en un último y desesperado intento de frenar a un Will Munny absolutamente dispuesto a rematar su misión. Unos cuantos planos de los presentes en el salón desde diferentes perspectivas (no demasiado acelerados, por cierto) contribuirán —por si fuera poco— a incrementar un suspense prácticamente insoportable. Un suspense que se romperá definitivamente cuando Munny dispare y su rifle le deje en la estacada en el peor de los momentos (Ha fallado ¡Disparad a ese cabrón!”, ordenará Little Bill). Y sí, será en estos precisos y angustiosos instantes (cuando Munny lance el rifle y saque la Schofield que le cedió Kid) cuando se inicie la esperadísima ensalada de tiros. Un intercambio de balazos del que Munny saldrá ileso y cuya primera víctima será, naturalmente, Little Bill. Como ya he señalado anteriormente, sin embargo, no se trata de un tiroteo exagerado. Nada que ver, por ejemplo, con las sangrientas “balaceras” de Peckinpah o Tarantino. Pero sí un tiroteo crudo y absolutamente irreprochable. Con sus fogonazos, sus cristales rotos y cuerpos desplomándose a destajo por el salón. Un tiroteo en el que, más que la rapidez o la puntería, lo que importa es el instinto, el temple, la experiencia. Virtudes, todas ellas, de las que va bien provisto William Munny y que le sirven para desembarazarse de todos los que le hacen frente con cierta facilidad. De todos, claro, excepto los que —tras la primera andanada— acaban huyendo cuando nuestro protagonista les ofrece un milagroso y repentino indulto (Todo el que quiera seguir con vida, será mejor que se largue”). Dicho esto es cuando Munny se dirige tranquilamente a la barra del bar (con ese sonido de pasos y tintineo de espuelas sobre un suelo de madera que tanto nos gusta a los amantes del western) para servirse un buen vaso de whisky. Como está mandado. Y es en este momento cuando reaparece Beauchamp (Saul Rubinek), el escritor, oculto bajo una de las víctimas del tiroteo. Tan asustado, que cree que la sangre que mancha su ropa es suya (¡Oh, Dios mío! ¡Estoy herido, estoy herido!). Sin dejar de apuntarle con su Schofield, Munny le confirma que esa sangre no es suya (No está herido) mientras que Beauchamp, visiblemente asustado, le suplica piedad a nuestro protagonista: No, por favor. Yo no tengo revolver. No estoy armado. Y aunque Beauchamp no parece, en absoluto, un tipo peligroso, Munny es gato viejo y no se fía de nadie. Déme ese rifle ¡Démelo! ¡Y las balas!, le espeta al escritor. Una orden que, naturalmente, Beauchamp cumple de inmediato.


A partir de aquí es cuando aparece el Beauchamp miserable, ruin, chaquetero. El Beauchamp que, sin pudor alguno, se acerca al sol que más calienta (en ese momento, Munny) con tal de obtener algo a cambio. Un Beauchamp que, con tal de adornar y hacer más vendibles sus publicaciones, es capaz —al mismo tiempo— de tomarse cualquier licencia. En este caso, sin embargo, la vena periodística se anticipa a la literaria. Y todo ello se refleja, naturalmente, en el siguiente diálogo:

Beauchamp: “¡Oh, Dios! ¡Ha matado a Little Bill!”
Munny: “¿Seguro que no tiene un arma?”
Beauchamp: “Seguro. Se lo juro. Yo no tengo ningún arma. Nunca he tenido ningún arma. Yo soy escritor”
Munny: “Escritor. ¿Escribe cartas?”
Beauchamp: “No. Libros”
Munny: “¡Libros!”
Beauchamp: “¡Es increíble! ¡Ha matado a cinco hombres! ¡Usted solo!”
Munny: “Sí”
Beauchamp: “Ese rifle es un Spencer ¿verdad?”
Munny: “Así es”
Beauchamp: “¿A quién ha matado primero? Cuando un buen pistolero se enfrenta a un número superior de hombres siempre dispara antes sobre quien mejor dispara” (*)

(*) (Una argumentación que, curiosamente, nos remite al conocido diálogo que mantienen después de un tiroteo Josey Wales y Lone Watie en “El fuera de la ley”, el segundo western dirigido y protagonizado por el mismo Clint Eastwood)
  
Munny: “¿Es así?”
Beauchamp: “Me lo dijo Little Bill. Seguro que es el primero al que mató”
Munny: “Tuve suerte en el orden. Pero siempre he tenido suerte cuando se trata de matar”
Beauchamp: “¿Y quién fue el siguiente? Clyde ¿verdad? Debe de haber sido Clyde… O quizá el ayudante Andy…”
Munny: “Lo único que sé es quién será el último”

Llegados a esta última frase es cuando Munny apunta amenazadoramente a Beauchamp con su rifle y éste —sin pensárselo dos veces— pone sus pies en polvorosa. Dispuesto a seguir apurando su vaso de whisky, Munny se dirige nuevamente a la barra del bar y es entonces cuando el peculiar sonido de un revolver al cargarse le alerta de algún peligro. Es Little Bill que, tendido en el suelo, intenta dispararle. Desarmado por nuestro protagonista de un seco y duro pisotón, diversos picados y contrapicados —convenientemente alternados— nos muestran a Munny y a Little Bill en su última y decisoria conversación:


Little Bill: “No merezco esto. Morir así. No he acabado mi casa”
Munny: “Lo que uno merece no tiene nada que ver con eso”
Little Bill: “Te veré en el infierno, William Munny”
Munny: “Sí”


Y es en este preciso momento cuando Munny apunta lenta y tranquilamente a su antagonista y dispara. A bocajarro. Sin prisas. Sin nervios. Sin perdón.

Un último disparo a un superviviente del tiroteo precede, sin embargo, a un nuevo soliloquio de Munny. Esta vez, apostado de rodillas a la entrada al salón. Con el Spencer cargado, la puerta abierta y la mirada de nuestro protagonista hacia la calle. Advirtiéndole al personal de lo que les puede suceder si se atreven a enfrentarse con él:


Munny: “Bien. Ahora voy a salir. No dudaré en matar a quien vea fuera. Y si alguien se atreve a dispararme, además de matarle a él, mataré a su esposa y a sus amigos. Y quemaré su maldita casa. Estáis avisados”


Una emotiva y parsimoniosa mirada al cadáver de su amigo Ned es la única pausa que se concede a si mismo Munny antes de montar su caballo y marcharse por la calle principal de Big Whiskey. Y aunque el ayudante del sheriff, amparado en la oscuridad de la noche, lo apunta con su rifle con intención de matarle (“Eh, Charly Hecker, vamos… ¡Dispárale!”), el respeto o miedo que le impone Munny acaba abortando cualquier tentativa. Una postrera advertencia del pistolero, sin embargo, da por finalizada esta tensa y dramática escena antes de que éste desaparezca en la lúgubre y lluviosa noche de Wyoming ante la conmocionada mirada de las prostitutas del pueblo. Las únicas que se atreven a dar la cara mientras Munny pronuncia su ya legendaria despedida:

Munny: “Os recomiendo que enterréis a Ned. Y otra cosa: no se os ocurra maltratar a ninguna otra puta. Porque volveré y os mataré a todos, hijos de perra”

Y poco más. Reiterar otra vez, quizás, que —desde un punto de vista formal— todos los elementos de esta peli (iluminación, fotografía, música, diálogos, interpretaciones, ambientación, ritmo, tensión…) funcionan en esta escena con la precisión de un reloj suizo y que, desde una perspectiva más bien metafórica, esta larga secuencia también corrobora que cuando un cineasta sabe narrar como es debido, conceptos tan distintos como épica, lírica, realismo o desmitificación no tienen por qué ser incompatibles. Sobre todo si el film lo firma Eastwood, por supuesto.


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