divendres, 25 de novembre del 2016

“CAN’T TAKE MY EYES OFF YOU” (El cazador, 1978. Michael Cimino)


El cazador (The deer hunter)

Estados Unidos, 1978

Director: Michael Cimino

Guión: Michael Cimino, Deric Washburn, Louis Garfinkle y Quinn K. Redeker

Fotografía: Vilmos Zsigmond

Música: Stanley Myers

Intérpretes:

Robert De Niro (Michael)
John Savage (Steven)
Christopher Walken (Nick)
John Cazale (Stan)
Meryl Streep (Linda)
Chuck Aspegren (Axel)
George Dzundza (John)
Rutanya Alda (Angela)
Shirley Stoler (Steven’s mother)
Mady Kaplan (Axel’s girl)

SINOPSIS: Pennsylvania, 1968. Michael, Steven y Nick, tres obreros rusoamericanos que trabajan en una planta siderúrgica en Clairton, son destinados a Vietnam. Poco antes de partir, Steven se casa con Angela y Nick se promete con Linda. Asimismo, Michael y Nick —junto a StanAxel y John— deciden organizar una última expedición de caza a las montañas (su gran afición común) antes de ser llamados a filas. En Vietnam, sin embargo, serán capturados por el Vietcong y vivirán experiencias sumamente traumáticas. Las heridas físicas y psicológicas que habrán de soportar los marcarán en un regreso a casa que no será nada fácil.



Dicen que la verdadera amistad se demuestra en los momentos difíciles. Cuando necesitas un hombro en el que llorar, un buen consejo o que directamente te echen una mano. Pero yo soy de los que prefiere asociar la amistad (sea más o menos verdadera) a los buenos momentos. Al buen rollo, a las risas, a la felicidad. Y eso es, precisamente, lo que refleja y transmite —a mi juicio— la escena de hoy. Posiblemente, el mejor elogio a la amistad jamás visto en una gran pantalla.



Las razones concretas, sin embargo, no las tengo demasiado claras. La escena en sí no es ningún prodigio audiovisual. Y no hay nada, además, que apele directamente a la emoción o a los sentimientos. Precisamente por ello yo diría que su gran virtud radica en la sencillez, en la naturalidad, en la espontaneidad. En todo ello y en la cotidianeidad, por supuesto. Porque eso mismo es lo que hace que esta escena parezca creíble, próxima, entrañable, improvisada y empática.

Y si no… ¿Quién de nosotros no ha vivido nunca una experiencia similar? ¿Quién de nosotros no se ha tomado nunca algunas cervezas de más en un bar con los amigos y no se ha dejado llevar por las risas y la música? Nadie ¿Verdad? Bueno, quizás exagere. Quizás haya quién jamás haya vivido nada parecido y quizás piense que esta escena no tiene ni puñetera gracia. Pero ya se sabe… Para gustos, colores. Y mi spoiler va dirigido, sobre todo, a los que amáis “El cazador”. La que para mi es la mejor película —muy seguida de “Las puertas del cielo”, eso sí— del malogrado Michael Cimino. Una película que obtuvo cinco Oscars en el año 1979 (película, director, Christopher Walken como actor de reparto, montaje y sonido) y que, pese a su título y a su parcial entramado bélico, no deja de ser —fundamentalmente— una gran peli sobre la amistad.



Precisamente por eso he decidido escoger esta escena. Porque aunque “El cazador” es una peli que tiene escenas memorables a mansalva, ésta es la que —a mi juicio— refleja mejor el feeling y la camaradería de este grupo de amigos.

Permitidme, sin embargo, que antes de empezar a destripar la escena en cuestión especifique en qué momento se produce. Recordemos, por lo tanto, que Michael (Robert De Niro), Steven (John Savage), Nick (Christopher Walken), Stan (John Cazale), Axel (Chuck Aspegren) y John (George Dzundza) forman un grupo de amigos con una afición común: la caza. Y que tres de ellos (Michael, Steven y Nick) han sido llamados a filas en breve para partir hacia Vietnam; circunstancia que los empuja a tomar ciertas decisiones (casarse en el caso de Steven; comprometerse, en el de Nick) y a celebrar esa despedida temporal de la vida civil cazando y yéndose de copas al bar de John.



Así pues, la escena empieza con ese grupo de amigos al que aludíamos (Michael, Steven, Nick, Stan y Axel) en el bar de John. Stan y Steven están sentados en la barra tomando unas cervezas mientras que Michael, Nick, Axel y John hacen lo propio jugando, además, una partida de billar. De fondo, obviamente, suena “Can’t take my eyes off you”, de Frankie Valli & the four seasons, una canción que fue todo un hit en la época que se desarrolla la acción (1968) y que posteriormente se convirtió en todo un clásico versionado hasta la saciedad. Entre otros, por Frank Sinatra, Diana Ross & The Supremes, Tom Jones, Gloria Gaynor, Matt Monro, Pet Shop Boys, Lauryn Hill o Muse.



Al ritmo de su pegadiza melodía, pues, vemos como Nick se contonea acompañado por su palo de billar mientras espera su turno y Michael mete su bola en la tronera con un gesto chulesco. Paralelamente, en la barra, Stan parece estar limpiando algo con su pañuelo.



Nick: “¡Eeh, estupendo! ¡Pero te haré pasar por el tubo!”



El siguiente plano me encanta. De vuelta a la barra donde se encuentran Stan y Steven, la cámara nos muestra como el primero de ellos se levanta lentamente del taburete mientras entona, con mirada melancólica y voz entre afectada y aflautada, ese mítico I want to hold you so much que está cantando en ese momento por la radio Frankie Valli. Permitidme, pues, que haga en este momento un pequeño inciso en la descripción de la escena para elogiar a John Cazale, un grandísimo actor de reparto que ya estaba gravemente enfermo de cáncer durante el rodaje de la peli y que, aunque pudo finalizarla por los pelos, ni tan sólo pudo llegar a verla estrenada. Debido a ello Cimino decidió rodar primero todas sus escenas juntas y debido a ello, también, De Niro asumió pagar el hipotético coste de volver a rodar las escenas de Cazale con otro actor en caso de muerte prematura. Como dato anecdótico, añadir tan sólo que todas las pelis que interpretó Cazale en su corta pero intensísima carrera cinematográfica (“El Padrino” I y II, “La conversación”, “Tarde de perros” y “El cazador”) fueron candidatas al Oscar a mejor película. Un récord, por cierto, aún no superado.



Pero volvamos a la escena. Michael mete la siguiente bola y Nick le paga su particular apuesta personal.

Michael: “¿Has visto?”

Nick: “¿Y a mi cuando me toca?”

Momento, precisamente, durante el cual John se dispone a jugar.

Axel: “Eso no es lo tuyo, John. Tu a limpiar mesas”

Mientras tanto, Stan y Steven siguen tomando cervezas en la barra.

Steven: “Fíjate. Otra… ¡y como si nada!”

Instantáneamente, Stan le aparta la copa a Steven.



Stan: “Hoy no debes empinar demasiado el codo, compañero”

A continuación volvemos a la mesa de billar. El turno es para Nick.

Axel: “Ahora a ver como te portas”

Michael: “¡Vamos!”

Nick: “¡Ya voy, amigos míos!”



Nick juega, Michael aplaude irónicamente y a continuación juega Axel. Mientras tanto, la canción se ha situado ya en el umbral previo al clímax del estribillo. En el pa-ra, pa-ra, pa, pa-ra-pa..., vaya. Y así, mientras vamos viendo varias tomas de la mesa de billar, de la barra y hasta un plano general semipicado del bar, llegamos por fin al clímax de la escena y del estribillo. O lo que es lo mismo: al éxtasis. A la catarsis colectiva que conlleva ese famosísimo I love you, baby cantado al unísono (y pertinentemente desafinado, claro está) por gentileza de Nick, Stan, Steven, Axel y John. Un momentazo de efervescencia etílica que me sigue poniendo la piel de gallina cada vez que lo veo y que sintetiza —a mi juicio— la felicidad total y absoluta. La felicidad más pura, inocente y verdadera que os podáis imaginar. Esa felicidad que reside en las pequeñas cosas y que en este momento se convierte, además, en una especie de válvula de escape ante unos acontecimientos futuros nada halagüeños. Como contrapunto, sin embargo, tenemos al serio y circunspecto Michael algo más alejado del grupo. Jugando al billar mientras los demás beben y cantan al alimón. Observándolos desde cierta distancia con una mirada cariñosa, protectora, paternalista. En un momento dado —no obstante— hasta sonríe tímidamente. En concreto, cuando John agarra a Steven de la cabeza y lo besa toscamente en la mejilla. Recordemos que Steven se casa esa misma noche y que esta inolvidable velada en el bar viene a ser algo así como su despedida de soltero particular.   



Axel: “¡Marica!”

John: “¡Calla, envidioso!”



Lamentablemente, todo lo bueno tiene un final. Y ese final (o anticlímax) se produce cuando vemos llegar por la calle a la madre de Steven (Shirley Stoler). Un plano que nos permite ver, de paso, la situación del bar de John en un suburbio industrial de Pennsylvania. Y un plano, además, que nos recuerda dos cosas: que es de día mientras todo esto sucede y que este grupo de amigos medio borrachos son obreros que acaban de salir de trabajar de un turno de noche. Gente humilde. Hijos de la inmigración para más señas. Y que su progresión social y económica en el país de las grandes oportunidades se ha visto injustamente truncada por una guerra. La de Vietnam. Una guerra que, por si fuera poco, convirtió a jóvenes como los de esta peli en una auténtica generación infausta. En una generación maldita. En una generación —en definitiva— perdida.



Madre de Steven: “¡Sinvergüenza!”

Nick: “Me parece que vienen por ti, amigo”

Steven: “¡Déjame!”



La entrada de la madre de Steven llevándose a su hijo a empujones revela, asimismo, otro detalle importante. Aunque Stan y John son cuarentones y los demás no tienen pinta, precisamente, de tener veintipocos lo que da a entender en todo caso esta escena es que estamos ante una pandilla de niños traviesos. Y quizás eso mismo es lo que otorga a esta secuencia esa pátina tan entrañable, cariñosa y encantadora. Casi naïf diría yo. Vamos, eso es al menos lo que yo percibo y siento cada vez que veo a la madre de Steven regañando a su hijo mientras Stan, Nick, Axel y John se despiden de él con ese mítico I want to hold you so much segundos antes de que Stan se caiga al suelo embriagado de risas, amistad y vida.




No me gustaría finalizar este spoiler, no obstante, sin destacar la gran fotografía de Vilmos Zsigmond y sin hacer hacer hincapié —una vez más— en la gran trascendencia que tiene el “Can’t take my eyes off you” de Frankie Valli en esta escena. Una canción (diegética, por supuesto) que no se limita a acompañar o enriquecer lo que vemos en pantalla sino que va más allá, dirigiendo y vertebrando la escena hasta el punto que los propios actores siguen una especie de coreografía (muy sui generis, eso sí) total y absolutamente sincronizada con la canción. Quizás por eso mismo cada vez que escucho el “Can’t take my eyes off you” no puedo evitar pensar en esta escena. Y quizás también por eso (a pesar de su exceso de azúcar) esta canción es y seguirá siendo —sin lugar a dudas— una de las canciones de mi vida. He aquí su letra:  



You're just too good to be true
Can't take my eyes off of you
You'd be like heaven to touch
I want to hold you so much
At long last love has arrived
And I thank God I'm alive
You're just too good to be true
Can't take my eyes off of you

Pardon the way that I stare
There's nothing else to compare
The sight of you leaves me weak
There are no words left to speak
But if you feel like I feel
Please let me know that it's real
You're just too good to be true
Can't take my eyes off of you

I love you, baby, and if it's quite all right
I need you, baby, to warm the lonely nights
I love you, baby; trust in me when I say
Oh, pretty baby, don't bring me down I pray
Oh, pretty baby, now that I found you, stay
And let me love you, baby, let me love you

You're just too good to be true
Can't take my eyes off of you
You'd be like heaven to touch
I want to hold you so much
At long last love has arrived
And I thank God I'm alive
You're just too good to be true
Can't take my eyes off of you







dilluns, 21 de novembre del 2016

“¿POR QUÉ NO SE ABROCHA LOS PANTALONES Y SE VA A DORMIR?” (El pistolero, 1950. Henry King)


El pistolero (The gunfighter)

Estados Unidos, 1950

Director: Henry King

Guión: William Bowers y William Sellers. Basado en una obra de William Bowers y André de Toth

Fotografía: Arthur C. Miller

Música: Alfred Newman

Intérpretes:

Gregory Peck (Jimmy Ringo)
Helen Westcott (Peggy Walsh)
Millard Mitchell (Marshall Mark Strett)
Jean Parker (Molly)
Karl Malden (Mac)
Skip Homeier (Hunt Bromley)
Anthony Ross (Charlie Norris)
Verna Felton (Mrs. Pennyfeather)
Ellen Corby (Mrs. Devlin)
Richard Jaeckel (Eddie)
James Millican (Pete)
Harry Shannon (Chuck)

SINOPSIS: Nuevo México, 1880-1890. Jimmy Ringo es un famoso pistolero que, cansado de luchar contra su propia leyenda, desea dejar las armas y establecerse como granjero con su mujer y su hijo, a los que no ve desde hace ocho años. Perseguido por tres hombres que quieren vengar la muerte de su hermano, Ringo habrá de enfrentarse también a la animadversión y a la intolerancia de una sociedad que querrá verlo muerto a toda costa. Mark Strett, sheriff de Cayenne y antiguo compañero de fechorías, será su único apoyo.



Posiblemente la típica escena de un forastero que entra de repente en un bar y se siente algo incómodo ante las miradas matadoras de los parroquianos que lo concurren sea —para qué nos vamos a engañar— una situación bastante socorrida y recurrente en el universo del western. Sobre todo si, a continuación, algún fanfarrón se levanta de su asiento, se acerca a la barra y le busca las cosquillas a nuestro prota con alguna bravuconada más o menos chapucera para divertir al respetable. Pero si son así de socorridas y recurrentes este tipo de escenas es porque, indudablemente, funcionan. Y cuando algo funciona en el universo del western se convierte en norma. En ley. En código. Así pues, permitidme que en esta ocasión aborde una situación de esta índole. Una situación que se produce inmediatamente después de los títulos de crédito de “El pistolero” y que —si bien no es ni por asomo la primera en la historia del género— sí se convierte, a mi juicio, en un auténtico modelo a seguir para cientos de westerns posteriores a éste.

Permitidme también, ya de paso, que reivindique a través de este magnífico paradigma de western psicológico la obra global de Henry King. Básicamente porque, pese a su enorme calidad, King siempre fue un cineasta infravalorado. Un cineasta que, bajo la etiqueta de artesano, nunca se le consideró como realmente se merecía. Posiblemente debido a su gran prodigalidad: casi cien pelis de casi todos los géneros en más de cuatro décadas de trayectoria artística. O quizás también debido a su impoluta fidelidad a la 20th. Century Fox, la productora para la que trabajó casi toda su vida. Pero eso no debería mancillar, en absoluto, una carrera cinematográfica con peliculones como “Tierra de audaces” (1939), “Almas en la hoguera” (1949), “Las nieves del Kilimanjaro” (1952) o “El vengador sin piedad” (1958), por poner algunos ejemplos más allá de la peli que hoy nos ocupa.

Pero bueno, volvamos a “El pistolero”. Un sobrio y opresivo western que juega muy hábilmente con elementos dramáticos y de thriller y que concede, sin lugar a dudas, un gran protagonismo a los diálogos. Algo que ya podemos constatar, indudablemente, en la secuencia que os voy a destripar. Una escena precedida tan sólo por los títulos de crédito iniciales en los que previamente ya hemos visto a un hombre cabalgando a través de diferentes paisajes del oeste y que —gracias al típico cartel explicativo— nos sitúa en el siguiente contexto espaciotemporal: En la década de 1880, al sudoeste del país, la diferencia entre la vida y la muerte solía decidirla una milésima de segundo. Esa velocidad convirtió en leyendas a Wyatt Earp, Billy el Niño y Wild Bill Hickok. Pero el pistolero más rápido de la historia fue, según muchos, un texano alto y enjuto llamado Ringo.



Y ese alto y enjuto pistolero es el que, precisamente, llega ya de noche cerrada al saloon de una pequeña ciudad entre Santa Fe y Cayenne. Un Jimmy Ringo (Gregory Peck) que desmonta de su caballo, lo ata al poste y entra en el local. No sin antes, por cierto, saludar a un viejo conocido.

Viejo: “Hola, Jimmy”

Ringo: “Hola, viejo”

Ringo entra al saloon con decisión; sin prisa, pero sin pausa. Como no podía ser de otro modo, el pistolero cruza el local y se detiene en la barra. El movimiento de la cámara siguiendo a Ringo y acercándose a él es —sin lugar a dudas— tan medido y elegante como el propio andar de Peck. De fondo, por otro lado, se oye la melodía (diegética) que toca el pianista que se halla al otro extremo de la barra.



Ringo: “Dame algo de beber”

Chuck, el barman (Harry Shannon): “¡Claro!”

Ringo: “Dame algo de beber ¿quieres?”

Chuck: “¡Con mucho gusto, Jimmy!”

En este momento, un vaquero barbudo que estaba en un extremo de la barra al llegar Ringo se dirige a una mesa donde hay cinco hombres bebiendo y les informa de la identidad del forastero.



Vaquero 1: “¿Sabéis quién es ése?”

Eddie (Richard Jaeckel): “¿Quién?”

Vaquero 1: “Jimmy Ringo”

Eddie: “¡Vaya! ¿Y qué hay con ése?”



El siguiente plano nos muestra a Chuck y a Ringo conversando en la barra. Ringo sostiene un vaso de whisky con la mano derecha.



Chuck: “Celebro verle de nuevo, Jim”

Ringo: “Gracias”

Chuck: “¿Recuerda la taberna de Buckhorn en El Paso?”

Ringo: “Sí ¿trabajaste allí?”

Chuck: “Hace cinco años”



A continuación, la cámara abandona la barra y se centra en la mesa donde se hallan los cinco hombres. Uno de ellos, Pete (James Millican), acrecenta la leyenda de Jimmy Ringo comentándoles a sus compañeros a cuántos hombres ha matado Ringo y lo valiente y rápido que es. Uno de ellos (Eddie), sin embargo, duda de todas esas historias y decide vacilarle a Ringo a pesar de las serias advertencias de Pete. El diálogo es sumamente explícito.   

Eddie: “Yo no le creo tan valiente”

Pete: “Pues lo cierto es que se han producido una serie de muertes repentinas a su alrededor”

Vaquero 2: “¿Cuántas?”

Pete: “Diez, doce, quince… Depende de quién lo cuente”

Vaquero 3: “No puede ser tan rápido como Wyatt Earp”

Pete: “En Dodge City y por ahí dicen que lo es”

Eddie: “Tiene dos manos como los demás”

Pete: “Sí, el mismo número que todos, pero… Espera un momento, Eddie. No estarás pensando hacer ninguna tontería…”

Eddie: “¿Tan bravucón es que no se le puede ni hablar?”

Pete: “No es cosa de broma, muchacho. Ese es un hombre de una pieza”

Eddie: “Solo quiero ver si a un hombre tan valiente como dices le responden los puños ¿Hay algo de malo en ello?”

Pete: “Lo que te digo es que yo en tu lugar no lo haría”

Sin hacerle caso a Pete, pues, Eddie se levanta de la mesa, se dirige a la barra y empieza a provocar verbalmente a Ringo. Las advertencias de Chuck, el barman, tampoco sirven de mucho. Dos vaqueros que se hallan al otro extremo de la barra, más allá de donde se encuentra Ringo, deciden marcharse. Sin lugar a dudas, se huelen lo peor. Unos segundos más tarde, otros dos o tres vaqueros sentados cerca de la barra también deciden buscar un sitio más seguro y se van.



Eddie: “¡Eh, Chuck! ¿Puedes atender un momento aquí? Digo, si el Señor Culo Sucio o como se llame no lo prohíbe…”

Chuck: “¿Sabes quién es?”

Eddie: “Quieres decir el Señor Culo Sucio”

Chuck: “Es Jimmy Ringo”

Eddie: “Bueno, pues a mi me parecía el Señor Culo Sucio”

Chuck: “¡Siempre está de broma!”

Eddie: “¿Quiere beber algo Señor Culo Sucio?”

Ringo: “No, gracias”

Eddie: “¿Cómo es eso Señor Culo Sucio?”

Chuck: “¡Eddie, por favor!”

Eddie: “¡Por favor, qué! Yo invito a este hombre a beber conmigo… ¿Qué mal hay en ello? ¿Qué dice usted Señor Culo Sucio?”

Ringo: “Conforme, amigo”

Eddie: “¡Sabía yo que el Señor Culo Sucio no me lo despreciaría!”

Chuck: “¡No te das cuenta, Eddie! ¡Este es Jimmy Ringo!”



Eddie: “Está bien, este es Jimmy Ringo… Bueno ¿Y qué tenemos que hacer después? ¿Arrodillarnos?”

Chuck: “¡Ser un poco más correcto, digo yo!”

Eddie: “Señor Ringo. Chuck cree que debemos guardarle consideración por haber venido aquí ¿Es cierto eso?”

Ringo: “No”

Hasta este momento de la conversación el plano es el mismo: Chuck a la izquierda de la imagen (y al otro lado de la barra), Eddie a la derecha y Ringo en el centro más al fondo. Se trata, pues, de un plano que juega con la profundidad de la barra del bar como punto de fuga y cuya composición me parece absolutamente irreprochable. De todas maneras, el propio devenir de la conversación ya nos va preparando para un clímax, para un punto de inflexión inminente. Un punto de inflexión que incluso nos lo señala el cese de la música ambiental diegética (la del piano del saloon, vaya). Y es que, aunque seas un tipo tan calmoso y cerebral como Ringo, soportar estoicamente que un mequetrefe de tres al cuarto te llame hasta siete veces “culo sucio” no debe ser, precisamente, moco de pavo. De ahí los cambios de plano en este contexto (cada vez más próximos al medio y al primer plano) y de ahí, también, la tremenda frase que encabeza este spoiler (“¿Por qué no se abrocha los pantalones y se va a dormir?”). Una frase que desencadena un duelo tan fugaz como inevitable.

Aún así, Ringo intentará evitar el duelo a toda costa. Y lo hará (o intentará hacerlo, vaya) por dos poderosas razones. En primer lugar porque (aunque como espectadores aún no lo sepamos) Ringo es un pistolero que quiere dejar las armas. Que está cansado de matar. Que lo único que quiere es iniciar una nueva vida de granjero junto a su mujer y su hijo y redimirse definitivamente de un oscuro y turbulento pasado. Y en segundo lugar porque Ringo sabe perfectamente que Eddie no tiene ninguna opción enfrentándose a él. Que si lo hace va a morir. Irremediablemente. Precisamente por eso intenta relajar a Eddie invitándolo a un trago y precisamente por eso casi suplica al respetable que se lleven al joven majadero antes que se vea obligado a descerrajarle un tiro.



Eddie: “¿Qué dice Señor Ringo? ¡Tendrá que hablar alto si quiere que le oiga!”



Ringo: “¿Por qué no se abrocha los pantalones y se va a dormir?”

Eddie: “¿Quiere usted probar a llevarme, Señor Ringo?”

Ringo: “Escuche, amigo. Yo no he venido aquí a molestar a nadie ¿Por qué no me deja que salga del mismo modo?”

Eddie: “¡Quiero saber primero lo que pretendía decir con sus palabras!”

Ringo: “Escuche, usted. Acaba de invitarme. Ahora le invito yo y estamos en paz ¿Qué le parece? Invítale de mi parte”

Eddie: “¡No se trata de eso! ¡Quiero saber primero lo que pretendía decir con sus palabras!”

Chuck: “¡Escucha, Eddie!”

Eddie: “¡No hablo contigo! ¡Hablo con el Señor Ringo! ¡Quiero saber qué pretendió decir con sus palabras!”



Ringo: “¿Por qué he de tropezarme con un fanfarrón como usted por dondequiera que voy hace días? ¿Qué es lo que pretende? ¿Jactarse ante sus amigos?”

Eddie: “¿Está dispuesto a explicar lo que dijo o no?”

Ringo: “¿A qué viene esto? ¿Ninguno de ustedes está encargado de este asno?”



Eddie: “¡Se lo digo en serio, Señor Ringo!”

Pete: “Eddie no lo dice con mala intención, Señor Ringo”

Ringo: “¡Entonces que Eddie no meta la nariz en mis asuntos si no quiere perderla de un guantazo!”



Tras esta frase es cuando Eddie desenfunda. Pero antes de que llegue a disparar siquiera le alcanza, obviamente, el disparo de Ringo. Un hombre mucho más rápido y experimentado. De hecho —como mandaba el Código Hays en aquellos entonces— ni tan sólo vemos disparar a Ringo. Tan sólo vemos a Eddie caer al suelo y, en el siguiente plano, a Ringo con el revólver aún humeante en la mano izquierda y el vaso de whisky en la derecha. Una estampa que deja meridianamente clara la sangre fría y la rapidez de un pistolero profesional como Ringo.  



Ringo: “¿Lo viste tú?”

Chuck: “Sí, señor. Él sacó primero”

Ringo: “¿Y usted?”

Vaquero 3: “Sí, yo lo vi”

Pete: “Sí, señor. Yo también. Sin embargo yo en su lugar saldría enseguida de esta ciudad”

Ringo: “¿Por qué?”

Pete: “Porque tiene tres hermanos que no preguntarán quién sacó primero”



Ringo: “Está bien. Que nadie se mueva de donde está”

Una gran escena, en definitiva, cuyos elementos cinematográficos —todos— funcionan con la precisión de un reloj suizo. Me estoy refiriendo a los encuadres, a los movimientos de la cámara, a los diálogos, a las interpretaciones, al pulso narrativo… Pero si hay algo que me gustaría destacar de “El pistolero” a nivel técnico es la espléndida fotografía en blanco y negro de Arthur C. Miller, un profesional que obtuvo tres Oscars —ni más ni menos— a lo largo de su carrera y que siempre lo podremos recordar, entre otros, por peliculones como “¡Qué verde era mi valle!” (1941), de John Ford, “Incidente en Ox-Bow” (1943), de William A. Wellman o “Náufragos” (1944), de Alfred Hitchcock.  

dijous, 17 de novembre del 2016

“NOODLES… ME RESBALÉ…” (Érase una vez en América, 1984. Sergio Leone)

Érase una vez en América (Once upon a time in America)

Estados Unidos - Italia, 1984

Director: Sergio Leone

Guión: Leonardo Benvenuti, Piero De Bernardi, Enrico Medioli, Franco Arcalli, Franco Ferrini, Stuart Kaminsky, Ernesto Gastaldi y Sergio Leone. Basado en una obra de Harry Grey.

Fotografía: Tonino Delli Colli

Música: Ennio Morricone

Intérpretes:

Robert De Niro – Scott Tiler (David Noodles Aaronson)
James Woods – Rusty Jacobs (Max Berkovicz)
Elizabeth McGovern – Jennifer Connelly (Deborah Gelly)
James Hayden – Brian Bloom (Patsy Goldberg)
William Forsythe – Adrian Curran (Philip Cockeye Stein)
Joe Pesci (Frankie Manoldi)
Burt Young (Joe)
Danny Aiello (Vincent Aiello)
Tuesday Weld (Carol)
Treat Williams (James Conway O’Donnell)
Larry Rapp – Mike Monetti (Fat Moe Gelly)
Amy Ryder – Julie Cohen (Peggy)
Noah Moazezi (Dominic)
James Russo (Bugsy)


SINOPSIS: Lower East Side de Manhattan (Nueva York), 1921. Noodles, Max, Patsy, Cockeye y Dominic conforman una pandilla de pequeños maleantes judíos que prosperan rápidamente. Cuando Bugsy, el gangster que controla el barrio, asesina a Dominic, Noodles lo apuñala y acaba en prisión. Doce años después, cuando Noodles sale de presidio, sus amigos se han enriquecido comerciando con alcohol durante la ley seca. El fin de la prohibición, sin embargo, impulsará a Max —el líder de la banda— a planear un golpe al Banco de la Reserva Federal. Con el firme propósito de impedir dicha locura, Noodles delatará a sus compañeros, que terminarán muertos a manos de la policía. Debido a ello, Noodles desaparecerá del mapa durante treinta y cinco años. En 1968, sin embargo, una misteriosa carta lo hará volver a Nueva York para enfrentarse a los fantasmas de su pasado y a Deborah, su amor imposible.



Como toda obra maestra que se precie “Érase una vez en América” tiene grandes secuencias. Y no una ni dos. Yo me atrevería a afirmar, incluso, que podrían ser cuatro o cinco las escenas de esta peli que podrían pasar, tranquilamente, al sanctasanctorum oficial de las mejores secuencias de la historia del cine. De todas ellas, sin embargo, he decidido quedarme con la más dramática. Con la más emotiva, también. Con la que mejor transmite, en definitiva, lo que era el cine para Sergio Leone. Me estoy refiriendo, naturalmente, a la del asesinato del pequeño Dominic.



Antes de empezar a diseccionar la escena, no obstante, situémonos. Nos encontramos en 1984. Sergio Leone lleva trece años sin estrenar ninguna peli (la última fue “¡Agáchate, maldito!” en 1971) y el tiempo y el esfuerzo que ha dedicado en hacer realidad “Érase una vez en América” ha sido absolutamente inconmensurable. Así pues, imaginaos la presión que tuvo que soportar el romano. Presión por estar a la altura de los Spaghetti Western que lo hicieron célebre. Presión por manejar un presupuesto de escándalo. Y presión por defender un metraje y un montaje que hicieran justicia a su obra. Sin lugar a dudas, la más personal de toda su carrera. Y para muchos, también, la mejor.



Lamentablemente, sin embargo, “Érase una vez en América” fue un fracaso de crítica y de público en el momento de su estreno. En parte por los sucesivos y despiadados recortes que sufrió. Recortes que acabaron dejando a una peli concebida para ser exhibida en dos partes de dos horas y media a una sola parte de dos horas y cuarto. Y en parte, también, por alterar las elipsis originales y montarla de forma cronológica en la versión americana. Afortunadamente, el tiempo ha jugado a favor de “Érase una vez en América” y, una vez recuperado el montaje del director, la que llegó a ser tachada como una de las peores pelis de los 80 está considerada, hoy en día, al mismo nivel (tanto por temática como por calidad) que una de las mejores (sino la mejor) pelis de todos los tiempos: “El padrino” de Francis Ford Coppola.




Dicho esto, regresemos a una escena que empieza —por si fuera poco— con un plano mítico. Icónico, Magistral. Un bellísimo plano de aquellos que tanto le gustaban componer a Leone y que nos muestra a cinco chicos cruzando a pie una calle del Lower East Side de Manhattan (Nueva York), con las típicas alcantarillas humeantes y el majestuoso puente de Williamsburg como telón de fondo. Los cinco chicos son una pandilla de adolescentes judíos que se dedican a pequeños trapicheos mafiosos y que, después de ganarse una suculenta comisión por un trabajito de contrabando en el puerto, pasean orgullosos y bien vestidos por el barrio. Son, concretamente, Max (Rusty Jacobs), Noodles (Scott Tiler), Patsy (Brian Bloom), Cockeye (Adrian Curran) y Dominic (Noah Moazezi). Lo primero que llama la atención al margen de la extraordinaria puesta en escena es el vestuario puesto que, aunque ninguno de los chicos es mayor de edad, todos (excepto Dominic, el más pequeño) van vestidos como adultos; con elegantes sombreros, pañuelos, corbatas y largos abrigos a juego. La alegría y soltura que desprenden viene reforzada, además, por la música del gran Ennio Morricone, quien para este tipo de fragmentos compuso el tema más alegre y desenfadado de la banda sonora de esta película: Chilhood Memories.



Los cinco andan deprisa, con determinación y desparpajo. De hecho son como adultos a la fuerza; como chicos que han crecido o han tenido que crecer demasiado rápido. Aún así, queda uno que sigue comportándose como un niño. Es Dominic, que va unos metros por delante del resto y que no deja de corretear y dar saltitos. Una vez cruzada la calle, la cámara de Leone los sigue por detrás y nos muestra como los chicos se frenan levemente al toparse con dos policías a caballo. En ese momento la música reduce el tempo por unos segundos para recuperarlo a continuación, cuando ya han pasado los guardias. Mientras, Leone deja el plano fijo para mostrarnos la calle donde se encuentra la pandilla con una nueva perspectiva (también extraordinaria, por supuesto) del puente de Williamsburg.



Cuando Dominic gira a la derecha para atravesar el túnel de piedra que lleva al otro lateral del puente, se lleva una sorpresa. Atravesando el túnel en dirección contraria viene a Bugsy (James Russo), un joven mafioso del tres al cuarto que controla las calles donde la pandilla de chavales judíos han empezado a efectuar sus primeros chanchullos. Al verlo, Dominic se da media vuelta, arranca a correr y avisa a sus amigos.



Dominic: “¡Viene Bugsy! ¡Corred!”



En este mismo instante, una sucesión de elementos audiovisuales perfectamente engarzados crean en el espectador uno de los efectos cinematográficos más poderosos que un servidor haya tenido oportunidad de ver en una gran pantalla. Por un lado tenemos un abrupto corte musical que apaga al fresco y divertido Chilhood Memories para dar paso, súbitamente, al más épico y elegíaco Cockeye’s Song; un tema cuyo instrumento protagonista es la flauta de pan (tocada en este caso por el virtuoso rumano Gheorghe Zamfir) y cuyo leit motiv oiremos varias veces más en el transcurso de la peli. Por otro lado, además, Leone decide rodar este intenso y dramático momento en cámara lenta, con lo que el efecto audiovisual sobre el espectador se hace —sin lugar a dudas— mucho más impactante y poderoso. Así pues, el plano que nos muestra a los cinco chicos girarse y arrancar a correr mientras suena el tema de Morricone es de una belleza abrumadora.



Leone usa la cámara lenta hasta que Dominic cae abatido en medio de la calle después del segundo disparo de Bugsy. Antes de que eso ocurra lo que hemos visto es como los otros chicos han conseguido resguardarse del peligro escondiéndose entre las mercancías y las camionetas estacionadas en los laterales de la calle. Pero Dominic no ha tenido tiempo de guarecerse. O no ha tenido tiempo o no ha sido consciente del peligro real que suponía toparse con Bugsy. Básicamente porque cuando Noodles lo retira del medio de la calle lo único que alcanza a musitar un agonizante Dominic antes de fallecer es la frase que encabeza este spoiler.



Dominic: “Noodles… Me resbalé…”

Que cada cuál lo interprete como quiera. Algunos pensarán que el pequeño Dominic le dice eso a Noodles para justificarse. O para disculparse, incluso. Pero yo creo, francamente, que el pequeño Dominic ni tan sólo es consciente de que le han disparado y que su herida es mortal de necesidad. A fin de cuentas es un niño ¿no?

Sea como fuere, este es —sin lugar a dudas— uno de los momentos más duros y conmovedores de la peli. No en vano Dominic no deja de ser un niño asesinado vilmente por un villano y, aunque Bugsy no es Frank (la asociación con el asesino de Timmy McBain en “Hasta que llegó su hora” supongo que resulta inevitable), el acto en sí me parece, por descontado, igual de execrable.



Los instantes previos a la muerte de Dominic en brazos de Noodles se caracterizan por dos factores. Por un lado el Cockeye’s Song (canción que toma su nombre de la pequeña flauta de pan que siempre suele llevar Cockeye entre manos y que incluso llega a tocar en algunos momentos) deja paso al tema más triste y melancólico de la película: Deborah’s theme. Y por otro, el plano del puño cerrado y ensangrentado de Noodles. Un plano de detalle (la famosa fragmentación de Leone) que nos anticipa trágicas consecuencias. Pero antes de eso vamos a asistir al juego del gato y el ratón entre Bugsy y los cuatro chicos que quedan con vida y que permanecen escondidos y expectantes entre cajas de mercancías y camionetas. Así, mientras el mafioso los busca pistola en mano, Leone nos va alternando primeros planos y planos subjetivos de todos ellos.







A partir de este momento la música cesa y un silencio tan sólo interrumpido por el sonido ambiental de la calle eleva la tensión hasta límites insospechados, Mientras Bugsy prosigue con la búsqueda, Noodles acciona su navaja automática y espera. En un momento determinado, Bugsy localiza a Patsy y se dirige hacia él. Inmediatamente, Noodles se lanza sobre el gángster y —aunque Bugsy intenta defenderse estrangulando a su adversario— el joven judío logra asestarle repetidas y letales puñaladas en pecho y abdomen.



Bugsy: “¡Hijo de puta!”

De nada servirá, pues, la rauda llegada de dos agentes de policía a caballo. En todo caso para que uno de ellos reciba, también, un par de puñaladas de un desquiciadísimo Noodles que solo se detendrá cuando los porrazos del otro policía le hagan perder el sentido.



Y poco más se me ocurriría añadir a una escena que, en tan sólo cuatro minutos, sintetiza a la perfección aspectos tales como la juventud perdida, la lealtad entre amigos y —en general— el mejor cine de Sergio Leone. Un cine que se caracteriza por la perfecta sincronización entre música e imagen, por la cuidadosa composición de los planos, por la meticulosa puesta en escena, por el gran dominio del lenguaje fílmico y por su particular concepción del tempo. Aún así, me gustaría destacar también el gran partido que Leone supo sacar a una novela mediocre (The Hoods, de Harry Grey), el excepcional resultado que le dieron sus jóvenes intérpretes (de hecho ninguno de ellos, a excepción de Jennifer Connelly, logró ningún papel importante más adelante) y, sobre todo, la fenomenal labor técnica de dos cracks: el diseñador de producción Carlo Simi y el director de fotografía Tonino Delli Colli. Y es que si una cosa supo hacer bien Leone fue rodearse de grandes profesionales. Como en “Érase una vez en América”, por supuesto.