Veracruz (Vera Cruz)
Estados Unidos, 1954
Director: Robert
Aldrich
Guión: Roland Kibbee y James R. Webb. Basado en una obra de Borden Chase
Fotografía: Ernest
Laszlo
Música: Hugo
Friedhofer
Intérpretes:
Gary Cooper (Benjamin Trane)
Burt Lancaster (Joe Erin)
Denise Darcel
(Condesa Marie Duvarre)
César Romero
(Marqués Henri de Labordere)
Sara Montiel (Nina)
George McReady
(Emperador Maximiliano)
Jack Elam (Tex)
Ernest Borgnine
(Donnegan)
Henry Brandon
(Capitán Danette)
Charles Bronson
(Pittsburgh)
SINOPSIS: Mexico, 1864. Benjamin Trane (exoficial confederado)
y Joe Erin (jefe de una banda de
forajidos) son dos mercenarios que ofrecen sus servicios al Emperador Maximiliano en su lucha
contra los juaristas. Encargados de
escoltar a la Condesa Marie Duvarre, pronto se darán cuenta que
—en realidad— están transportando tres millones de dólares en oro.
Por desgracia, “Veracruz”
no acostumbra a figurar en las listas de mejores westerns de la historia del cine. Aún así, para mí siempre ha sido
una película muy especial. Y siempre lo ha sido porque fue una de las primeras
pelis que recuerdo haber visto de chiquitín, cuando mis géneros favoritos eran, obviamente, el cine de aventuras y el del oeste. Por si fuera poco, aparecen
en “Veracruz” dos de mis ídolos cinematográficos infantiles: Gary Cooper y Burt Lancaster. Dos habituales, también, en las películas de
aventuras y del oeste de aquellos tiempos. Al primero recuerdo haberlo visto en
pelis como “Tres lanceros bengalíes”, “Solo ante el peligro” y “Misterio en el barco perdido” mientras
que al segundo lo recuerdo clara y meridianamente en “El halcón y la flecha”, “El
temible burlón” o “La venganza de
Ulzana”.
Sentimentalismos al margen, “Veracruz” es —a mi juicio— un
western fundamental en la historia
del género. Y lo es porque pese a rodarse a mediados de los 50, cuando el western clásico (y como mucho el psicológico) estaba en plena eclosión,
la peli de Robert Aldrich denota
ciertos detalles diferentes a sus coetáneas. Detalles que dan cuenta de un aire
mucho más moderno y que, de alguna manera u otra, anticipan la llegada de
corrientes o tendencias posteriores como serán el western crepuscular y el spaghetti
western.
Me estoy refiriendo, naturalmente, a toda una serie de
elementos que —aún respetando los habituales códigos del género— rompen
totalmente con el maniqueísmo del western
clásico, dotando a los personajes de un perfil psicológico mucho más
ambiguo y a la trama argumental de toda una serie de motivaciones mucho más
terrenales y perversas. Luego está Robert
Aldrich, por supuesto. Un cineasta que quizás no está entre los más grandes
pero que a mi me parece de un talento descomunal. Tanto a la hora de saber
lidiar con sus estrellas como también
a la hora de saber imprimir su particular sello de autor (con esa visión liberal, crítica, cruda y humanista que
siempre le caracterizó) a películas tan entretenidas y al mismo tiempo tan repletas de contenido como “¿Qué fue de Baby Jane?”, “El
vuelo del fénix”, “Doce del
patíbulo”, “La venganza de Ulzana”
o “El emperador del norte”.
Pero, bueno, vayamos a la escena en cuestión. La última de
la película. Una escena que enfrenta a los dos mercenarios cara a cara y que Aldrich resuelve con un duelo que —pese
a no dilatarse tanto en el tiempo como los de Sergio Leone— nos recuerda muy mucho a los que diez años después
popularizaría el romano. Tanto desde una perspectiva estética o visual como
desde la sencilla razón que no se están enfrentando el bueno contra el malo sino, simplemente, dos hombres con dos
códigos éticos distintos. El duelo se lleva a cabo en una plazoleta con
multitud de muertos fruto del enfrentamiento entre franceses y juaristas. Con las cartas boca arriba
tras toda una sucesión de engaños y desconfianzas, Benjamin Trane (Gary Cooper)
y Joe Erin (Burt Lancaster) sostienen un breve diálogo antes de desenfundar sus
pistolas. Recordemos que Erin y la Condesa Marie Duvarre (Denise Darcel) se habían asociado
para quedarse con el oro (asociación que Erin rompe inmediatamente antes de
enfrentarse a Trane) y que Trane (convencido por Nina) finalmente opta por
entregar el botín a los juaristas.
Asimismo, Trane le recrimina a Erin el asesinato de Ace Hanna, el forajido que había criado al personaje encarnado por
Burt Lancaster.
Trane: “¡Joe! Parece que la historia de Ace Hanna
iba en serio”
Erin: “Lástima que no la entiendas. Voy a llevarme
esa carreta”
Trane: “Ese oro será para los juaristas”
Erin: “No, si me das una oportunidad para que
desenfunde”
Trane: “Como tú se la diste a Ballad”
Erin: “El viejo punto débil, ¿eh, Ben?”
Trane: “Incluso Ace lo tenía, Joe”
Erin: “Ésa fue su equivocación”
Respecto a la escena del duelo en sí permitidme hacer
hincapié, sobre todo, en la riqueza de planos. En la planificación previa. En
el montaje, vaya. Y es que muy pocas veces veremos en tan breve lapso de tiempo
(desde que finaliza el diálogo hasta que ambos disparan al mismo tiempo
transcurren poco menos de 12 segundos) tantos y tan variados planos. Desde
primeros planos de Trane y Erin respectivamente hasta planos y contraplanos generales de la situación
de uno y otro pasando por los típicos planos de detalle a manos y cartucheras que tan famoso hicieron una década
después a Sergio Leone. Una portentosa
sucesión de planos que unida a la tensa partitura de Hugo Friedhofer le confiere a la secuencia uno de los clímax más potentes y eficaces de la
historia del género.
Pero no todo acaba ahí. Cuando Erin y Trane disparan al
alimón y Erin enfunda su revolver con la pirueta habitual todo da a entender
que él ha sido el más rápido. O el más certero. Como casi siempre, vaya. Pero
no. Ésta vez no. Y lo constatamos cuando —tres o cuatro segundos más tarde— se
desploma muy lentamente. Una caída estéticamente muy conseguida (la vemos a
distancia, sin ninguna música ni ruido que pueda molestarnos) y que me remite,
nuevamente, a otro desplome muy célebre. Éste más lento aún. El de Frank (Henry Fonda) en “Hasta que
llegó su hora”.
Así pues tenemos diálogos, tenemos técnica, tenemos
tensión, tenemos estética y tenemos sorpresa. Ingredientes, todos ellos, que le
otorgan a esta breve secuencia un poderío cinematográfico brutal. Un poderío
que —insisto— es fruto del perfeccionismo y la visión de Robert Aldrich, un cineasta al que nunca me cansaré de reivindicar.
Añadir, tan sólo, que tras el desplome de Erin también
cabe destacar la extraordinaria toma ligeramente contrapicada de Trane andando hacia donde yace abatido su socio desde
donde le arrebata el revólver y, enrabietado, lo lanza al suelo. En este
momento volvemos a escuchar el famosísimo main
theme de la película que va subiendo de volumen mientras Trane se aleja
entre decenas de cadáveres (no sin antes saludar galantemente a la condesa, que
observa la escena desde el balcón) para reunirse —finalmente— con Nina (Sara Montiel).
No quisiera terminar este spoiler, no obstante, sin rendir el merecido tributo a dos grandes
como Gary Cooper y Burt Lancaster. No tan sólo porque me
parecen, ambos, espléndidos actores sino porque en esta película, además, se
complementan a la perfección. El primero con esa presencia tan seria, sobria y
convincente que le caracteriza y, el segundo, con ese tono extrovertido, mordaz
y guasón que le hizo célebre en muchas de sus películas.
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