Los
vividores (McCabe & Mrs. Miller)
Estados
Unidos, 1971
Director:
Robert Altman
Guión:
Robert Altman y Brian McKay. Basado en la obra de Edmund Naughton
Fotografía:
Vilmos Zsigmond
Música:
Leonard Cohen
Intérpretes:
Julie Christie (Constance Miller)
Rene Auberjonois (Sheehan)
William Devane (The Lawyer)
John Schuck (Smalley)
Corey Fischer (Mr. Elliott)
Bert Remsen (Bart Coyle)
Shelley Duvall (Ida Coyle)
Keith Carradine (Cowboy)
Hugh Millais (Butler )
Manfred Schultz (Kid)
Jace
Van Der Veen (Breed)
SINOPSIS: Principios del s.
XX. John McCabe, un jugador profesional
con espíritu emprendedor, llega a Presbyterian
Church (un frío pueblecito minero al noroeste de los Estados Unidos) con la
intención de abrir su propio negocio: un pequeño burdel que satisfaga las
necesidades más prosaicas de su población masculina. El éxito del prostíbulo,
sin embargo, no llegará hasta la irrupción en el negocio de Constance Miller, una antigua
prostituta reconvertida ahora en Madame
de la cual John se enamorará profundamente. Muy pronto, John y Constance serán
extorsionados por emisarios de la compañía minera Harrison Shaughnessy para
que les vendan su próspero negocio.
“Los
vividores”
no es, sin lugar a dudas, un western
para todos los paladares. En primer lugar porque estamos ante una peli mucho
más lenta, tediosa e incluso tristona que cualquier otra del oeste. Y, en
segundo lugar, porque Robert Altman
tampoco sigue muy a rajatabla —que digamos— los códigos habituales del género. En
algunas ocasiones, incluso, me da la sensación que estoy ante una comedia. Pero
luego, en otras, corroboro que estoy asistiendo —sin embargo— a un drama
descomunal. Aún así, “Los vividores” (menudo título, por cierto) es un western que me gusta. Moderadamente, por
supuesto. Pero sí, me gusta. Y hasta puedo llegar a entender incluso —aunque me
extrañe— por qué una rareza como ésta (y no es coña) figura en el Top 10 Western del American Film Institute.
Mis razones son varias. La primera de ellas
es fundamentalmente estética. Y es que “Los vividores” es una de esas pelis que,
por de pronto, me entra por la vista. Que me parece bella, vaya. Y gran parte
de la culpa, en este sentido, la tiene —además de Altman— el director de
fotografía. Me estoy refiriendo —obviamente— al gran Vilmos Zsigmond, operador de peliculones como “Defensa”, “Encuentros en la
tercera fase”, “El cazador” o “La puerta del cielo”, por ejemplo. Y
es que gracias al efecto flash de su
cámara, Zsigmond consiguió evitar que Presbyterian
Church ofreciera ese aspecto de bucólico y pintoresco pueblo de postal que tanto odiaba Altman reemplazándolo
por un emplazamiento mucho oscuro y brumoso que le otorga a la peli un aire
lánguido y melancólico muy especial.
Otro de los grandes alicientes de “Los
vividores” es, a mi juicio, la banda sonora de Leonard Cohen. Quizás habrá quien piense que no todas las canciones
de Cohen casan a la perfección con
las secuencias en las que aparecen pero yo creo, sinceramente, que cualquier imagen
aderezada con la voz del canadiense nunca está de más. La escena inicial, con John McCabe (Warren Beatty) y su espectacular abrigo de pieles avanzando
lentamente con su caballo entre magníficos paisajes nevados al son de “The
stranger song” es, por ejemplo, una auténtica delicia. Y aunque ése es,
precisamente, el tema principal de la peli, hay alguno más a destacar. Entre
ellos el “Sisters of Mercy” cuando aparecen las prostitutas o el “Winter
Lady” en clara alusión a Constance
Miller (Julie Christie).
Pero si algo hay en “Los vividores” digno
de mención son, sobre todo, esas dos o tres secuencias memorables que debe
poseer cualquier peli que se precie. Personalmente me gustó mucho la de los
títulos de créditos iniciales (ya mencionada), la del tenso primer encuentro
entre Butler (Hugh Millais) y McCabe, la de McCabe abriendo su corazón en voz
alta a Constance y, obviamente, la del final. Triste y demoledora como pocas.
Mi spoiler
de hoy, sin embargo, no hace referencia a ninguna de ellas. De hecho, se trata
de una escena en la que no aparece ninguno de los protagonistas de la peli. Aún
así, me impactó. Profundamente. Y no porque sea ninguna virguería técnica o
formal sino porque me parece, francamente, una de las secuencias más frías y
secas de la historia del western.
Pero vayamos al grano. La escena en
cuestión arranca con Kid (Manfred Schultz), un joven pistolero a
sueldo de aspecto ario, disparándole a un frasco de whisky que se halla sobre
la superficie helada del río. Al parecer no pretende romperlo, sino abrir un
agujero en el hielo para que el frasco caiga y flote en el agua.
Kid (a Breed, su compañero): “No
le estaba apuntando. El juego consiste en hacerlo flotar”
Acto seguido irrumpe en escena un joven cowboy (Keith Carradine) que desmonta de su caballo y se dispone a cruzar el
río a través del puente colgante que une las dos orillas de Presbyterian Church. El vaquero en
cuestión parece un tipo bastante risueño y simplón. Acaba de pasar un buen rato
en el burdel de McCabe & Mrs. Miller y su intención es comprar unos
calcetines en la tienda del pueblo. Un establecimiento que se encuentra,
obviamente, al otro lado del puente colgante que se dispone a cruzar. El
diálogo que viene a continuación lo mantienen los dos jóvenes en el mismo
puente. Entre ambos, unos diez-quince metros de distancia. Como es normal, Altman resuelve la escena a base de
planos y contraplanos de uno y otro.
Planos y contraplanos en los que
Altman aprovecha la profundidad y el punto
de fuga que proporcionan las cuerdas del puente colgante y que va
alternando con planos generales de Butler
(Hugh Millais), Breed (Jace Van Der Veen),
Sheehan (Rene Auberjonois) y otros al otro lado de la pasarela. Mudos
testigos, todos ellos, de lo que va a acontecer en breves instantes.
Cowboy: “Ya basta, muchacho”
Kid: “¿Qué?”
Cowboy: “Deja ya de disparar. No quiero
recibir un balazo”
Kid: “Entonces sal del puente, imbécil”
Cowboy: “Sólo quiero comprar unos calcetines. Me
queda un largo viaje por delante”
Kid: “¿Qué tienen de malo tus calcetines?”
Cowboy: “Los arruiné corriendo desnudo por
todo el prostíbulo… Es un lugar muy apacible ¿Ya has estado allí?”
Kid: “Quítate las botas y muéstramelos”
Cowboy: “Estás bromeando”
Kid: “Dije “Quítate las botas y muéstramelos”,
idiota”
Cowboy: “No haré tal cosa”
Kid: “¿Para qué llevas ese revólver?”
Cowboy: “Para nada. Sólo lo llevo. No
puedo apuntar bien con él”
Kid: “Eso es absurdo ¿Qué clase de revólver es?”
Cowboy:
“Un Colt”
Kid: “Son buenos. Yo tengo el mismo. Seguramente
está estropeado”
Cowboy: “No, es sólo que no tengo buena
puntería”
Kid: “Déjame verlo. Vamos. Quizá pueda arreglarlo”
Cowboy: “De acuerdo”
Y es en este momento, cuando el confiado cowboy desenfunda el revólver para
mostrárselo a su antagonista, cuando Kid le mete dos balazos a traición. Fría y
despiadadamente. Con la falsa y manipulada coartada de que su rival desenfundó
primero. Y así, mientras el cuerpo sin vida del cowboy cae a las frías aguas del río y se queda flotando entre los
pedazos de hielo, Kid se deshace de los casquillos de su colt y vuelve por donde había venido. Como si nada hubiera pasado.
Estamos, por lo tanto, ante una auténtica
ejecución. Ante un verdadero asesinato cometido a sangre fría sin ningún tipo
de consideración. Y aunque, por momentos, me recordó levemente al asesinato de Torrey (Elisha Cook Jr.) por parte de Jack
Wilson (Jack Palance) en “Raíces profundas”, existe un factor
muy determinante que diferencia ambos crímenes. El motivo. Así pues, mientras
Jack Wilson mata a Torrey por dinero (recordemos que Jack Wilson es un
pistolero a sueldo contratado para matar a quien se atreva a enfrentarse a Ryker, el cacique local), Kid mata al
joven cowboy —en cambio— por pura
diversión. Ni más, ni menos. Como si de un simple juego se tratara. De hecho,
la escena empieza con Kid disparándole a un frasco de whisky que resbala por el
hielo. Y esa misma motivación, el juego, es la que induce a Kid a matar al cowboy. Una motivación que me pone los
pelos como escarpias y que constata que si bien el spaghetti western y el western
norteamericano revisionista y desmitificador ya habían dado buena cuenta del western clásico, romántico e idealista de
los años 40 y 50, Altman llega, con “Los vividores”, un pasito más allá. Al antiwestern, vamos.
Una impactante secuencia, pues, de una insólita
aunque interesantísima peli de un director tan brillante como irregular. Así
pues, disculpadme si no os la recomiendo. La peli, vamos. Fundamentalmente
porque aunque “Los vividores” puede ser una excelente crítica a ese agresivo y
descarnado capitalismo de principios del s. XX, los amantes del western acostumbramos a ser poco
proclives a los experimentos, a las rarezas. Y “Los vividores” —sin lugar a
dudas— podrá ser cualquier cosa menos un western
al uso. Advertidos estáis.
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