Infierno
de cobardes (High Plains Drifter)
Estados
Unidos, 1972
Director:
Clint Eastwood
Guión:
Ernest Tidyman
Fotografía:
Bruce Surtees
Música:
Dee Barton
Intérpretes:
Clint
Eastwood (El extranjero)
Verna
Bloom (Sarah Belding)
Marianna
Hill (Callie Travers)
Mitchell
Ryan (Dave Drake)
Stefan
Gierasch (Jason Hobart)
Jack
Ging (Morgan Allen)
Geoffrey
Lewis (Stacey Bridges)
Anthony
James (Cole Carlin)
Dan
Davis (Dan Carlin)
Billy
Curtis (Mordecai)
Ted
Hartley (Lewis Belding)
Robert
Donner (Predicador)
Walter Barnes (Sam Shaw)
Buddy Van Horn (Jim Duncan)
SINOPSIS:
Un
misterioso jinete llega, hacia 1870-1880, a la ciudad fronteriza de Lago. Tras matar
a tres malhechores que le increpan sin apenas despeinarse, Dave Drake y Morgan Allen
(propietarios de la compañía minera de Lago) contratan al forastero para que
proteja la ciudad ante la inminente llegada de tres pistoleros que acaban de
salir de la cárcel y que pretenden vengarse de quienes los denunciaron. El extranjero accede al trato, pero siempre
y cuando se haga todo a su modo.
Obviamente, el primer western dirigido por Clint
Eastwood no es un trabajo redondo. Ni redondo, ni irreprochable ni
excepcional. Aún así “Infierno de cobardes”
me parece —sin lugar a dudas— un estupendo esbozo preliminar de lo que serán
las posteriores y superiores “El fuera
de la ley”, “El jinete pálido” y
“Sin perdón”. Y solamente por eso,
por ser el primer film de un poker de
westerns de tantos quilates, ya
merece la pena que lo tengamos en cuenta y que lo valoremos en su justa medida.
Me gustaría destacar, por de pronto, la
enorme influencia de Sergio Leone en
particular y del Spaghetti Western en
general en este primer western
dirigido por Eastwood. No solamente por las concomitancias argumentales que
podemos constatar sino, sobre todo, por los múltiples paralelismos
estilísticos. Me estoy refiriendo —por ejemplo— a ese extranjero que tanto nos recuerda al hombre sin nombre de la trilogía
del dólar, a esa estética sucia y feísta
tan clara y meridiana o a esa violencia y amoralidad que planea sobre la peli
en todo momento.
Naturalmente, también podemos descubrir en
“Infierno de cobardes” rasgos y detalles que nos hacen pensar en Don Siegel, la otra gran referencia
cinematográfica de Eastwood. Sobre todo en ese peculiar humor negro, en ese espíritu perverso y morboso del que siempre
hizo gala y en esa forma de rodar —quizás porque fue, también, un
extraordinario montador— tan ágil y directa. Pero no sólo en Siegel y Leone se
apoya Eastwood. Básicamente porque Eastwood es de aquellos directores con una mochila cinéfila considerablemente
abultada. De aquellos directores que se han empapado de cine clásico a diestro
y siniestro. De Ford, Walsh, Hawks, Wellman, Daves, Zinneman, Ray, Mann y hasta de Peckinpah. Y eso se nota, obviamente, en su forma de narrar y en
todos esos rasgos y detalles que nos remiten a westerns como “Incidente en
Ox Bow”, “Solo ante el peligro”,
“Raíces profundas” y tantos otros. Pero
lo bueno de Eatwood es que su cine —pese a su innegable clasicismo— tiene, entre otras cosas, sello propio. Algo que
podemos constatar si analizamos sus cuatro westerns
en conjunto y que empezamos a visualizar, precisamente, en “Infierno de
cobardes”. Así pues, dejémonos de prolegómenos y vayamos al grano.
La escena elegida para el spoiler de hoy es, pues, la del clímax final de la película. Cuando Stacey Bridges (Geoffrey Lewis), Cole Carlin
(Anthony James) y Dan Carlin (Dan Davis) —los tres pistoleros que acaban de salir de la cárcel— entran
a Lago como un elefante a una
cacharrería dispuestos a cobrarse algunas cuentas pendientes. Recordemos que Stacey y sus primos, los hermanos Carlin, habían sido los guardaespaldas
de los propietarios de la compañía minera de la ciudad y que —tras la
aquiescencia de todo un pueblo que contempla impasible como asesinan al Sheriff Duncan a golpes de látigo— fueron
finalmente denunciados (y. por lo tanto, traicionados) por sus propios
inductores: Dave Drake y Morgan Allen, los propietarios de Lago
Mining Co.
A partir de aquí asistiremos al intento de
venganza de Stacey y sus primos contra los propietarios de la compañía minera
y, por ende, contra todo el pueblo en general. Ese nido de ratas que
contemplaron inmutables como Stacey y los hermanos Carlin mataban a latigazos
al Sheriff de Lago y que ahora deberán transigir con la rabia y el rencor de
tres hombres que dieron con sus huesos en la cárcel por ello y que no parecen
muy dispuestos a olvidarlo. Y cuando digo intento
de venganza lo digo porque Stacey y sus primos no cuentan con la presencia
del extranjero (Clint Eastwood). Un misterioso y solitario pistolero que ha sido
contratado por Dave Drake y Morgan Allen para proteger el pueblo de las
fechorías de sus antiguos guardaespaldas y que no permitirá —ni mucho menos—
que los tres expresidiarios puedan llevar a cabo sus planes de venganza.
Más allá de su generoso contrato
(recordemos que ese compromiso presupone que el extranjero puede pedir y decidir cuanto se le antoje en Lago) el
misterioso pistolero encarnado por Clint Eastwood parece tener —no obstante—
sus propios motivos para impedir que Stacey y sus primos se salgan con la suya.
Motivos que algo tienen que ver con esos flashbacks
que nos muestran como murió Jim Duncan
y que más tarde (en la última secuencia del film) acabaremos deduciendo. Pero
no vayamos más allá. Dejémoslo ahí. Quien quiera saber por qué razón el extranjero quiere vengarse de Stacey y
los hermanos Carlin que vea la película hasta el final; cuando el extranjero y Mordecai sostienen ese breve diálogo frente a la tumba del Sheriff
Duncan. Si veis la versión doblada al castellano obtendréis un final claro y masticadito. Y si no, si os quedáis con
la versión original en inglés, quizás tendréis que labraros vuestra propia
interpretación. Una interpretación, sin lugar a dudas, abierta e incierta como
pocas.
La escena de hoy empieza, concretamente, en
el Saloon de la ciudad. Después de
entrar en Lago (ahora Hell)
sembrando el caos a base de balazos y destrozos a tutiplén, Stacey y sus primos se encierran en este céntrico local
para llevar a cabo sus planes de venganza. Y aunque tanto Drake como Allen ya
han sido previamente ajusticiados por
Stacey, parece ser que éste y los Carlin no se conforman con ello y quieren que
la singular fiesta de bienvenida que
les han preparado los parroquianos de Lago continúe pero a su modo. Como es
lógico, los habitantes de Hell-Lago que se encuentran recluidos en el bar
están absolutamente atemorizados. Máxime cuando Stacey se comporta como un
verdadero demente, bebiendo sin parar y lanzando botellas a los cristales.
Stacey: “¡Una fiesta! ¿Una fiesta? Una
fiesta de bienvenida ¿eh? ¡Por vuestra fiesta! Dame otra botella… ¡Dame otra
botella!”
Dan Carlin: “Se acabó la fiesta”
De repente, Cole Carlin irrumpe en el bar empujando a Callie Travers (Marianna
Hill). Recordemos que Callie era —simultáneamente— la amante de Stacey y de Morgan Allen (Jack Ging),
uno de los propietarios de la compañía minera.
Cole Carlin: “¡Mira lo que hallé entre la
maleza!”
Callie: “Stacey, siempre te quise a ti. Por
eso te odiaba Morg Allen. Sabía cuánto te quería”
Stacey: “Sí, me imagino cómo llorarías de
noche... Pensando en mí, en aquella prisión”
Callie: “Pues sí... Créeme. Así fue”
Stacey: “Sí, sí. Ahora lo veo claro. Te
veo en la cama de Morgan Allen, llorando y gozando… La botella… Cole, trae los
caballos”
Cole Carlin: “Claro, Stacey”
Callie: “Stacey, me llevarás contigo
¿verdad?”
Stacey: “Mejores que tú las hallaré en un
burdel… ¿Todavía estás aquí?”
Cole Carlin: “¡Sí, aún estoy aquí! Quiero
saber quién de estos malnacidos nos ha tendido esta trampa”
Stacey: “Lo averiguaremos ahora mismo”
Hasta aquí lo que vemos en pantalla es la
típica conversación a base de planos alternos ligeramente picados y contrapicados
(Callie tendida en el suelo y Stacey, de rodillas) aliñados con alguna que otra
imagen de los aterrorizados rostros de los habitantes de Lago. De repente, sin
embargo, una especie de soga procedente de la calle surca el aire, rodea el
cuello de Cole Carlin y tira de él hacia fuera. Una vez en la calle comprobamos
que la soga es en realidad un látigo y que quien lo usa es el extranjero. Con Cole en el suelo y el
pueblo pasto de las llamas como telón de fondo, el extranjero somete al hombre de Stacey a una dura tanda de
latigazos. Sin lugar a dudas, Cole Carlin está probando su propia medicina.
Recordemos que, precisamente, Stacey y sus hombres mataron al Sheriff Duncan a
latigazos. Cabe añadir que en este fragmento hay muchísimo montaje (se van
alternando planos de el extranjero,
de Stacey y de la gente del pueblo) y que las mejores estampas son, por
supuesto, las de el extranjero con
las llamas a sus espaldas azotando sistemática y despiadadamente a Carlin. No
solo por su incuestionable belleza estética sino, sobre todo, por ese aspecto entre
fantasmagórico y siniestro que le confiere ese fuego purificador de fondo a la escena. A todo ello ayuda —también— la escalofriante música
de Dee Barton, de tintes
absolutamente terroríficos.
Cole Carlin: “¿Quién eres tu?”
Una vez liquidado Cole con un último tirón al
cuello que lo estrangula definitivamente, el extranjero lanza su látigo al interior del Saloon y aguarda. Hasta ese momento todo el mundo se había quedado
como petrificado en el bar, sin moverse ni articular palabra. Escuchando, tan
sólo, los chasquidos del látigo y los espeluznantes gritos de Cole. El único
que sonríe —tímidamente— es Mordecai (Billy Curtis).
La
presencia del arma en el suelo, sin embargo, los hace reaccionar y todos salen
precipitadamente al exterior.
Dan Carlin: “¡Vámonos de aquí, Stacey! ¡No me
gusta esto!”
Stacey: “¡Cállate! ¡Que salgan todos!
¡Todo el mundo fuera! ¡Fuera! ¡Rápido, fuera!”
Dan Carlin: “¡Stacey, han desaparecido los
caballos!”
Stacey: “¡Vamos! ¡Busca por ahí!”
Tras lanzar unos falsos cartuchos de
dinamita para dispersar a la gente, el extranjero
ya tiene libre el terreno. Y así, mientras Stacey y Dan lo buscan, él permanece
escondido en la oscuridad. Aguardando el momento preciso para acabar con los
dos restantes expresidiarios.
El siguiente en caer es Dan, ahorcado por
una soga que le lanza el extranjero
al cuello y que lo deja colgando a dos metros del suelo. Tras despistar a
Stacey lanzándole un quinqué y obligándole a disparar sin ton ni son, el extranjero aparece súbitamente detrás de
él. A una cierta distancia. Sin lugar a dudas, ha llegado la hora del duelo
final entre ambos. De nuevo, la mítica silueta del extranjero queda recortada fantasmagóricamente por la luz de las
llamas a sus espaldas.
Y así, frente a frente y sin articular
palabra, Stacey y el extranjero se
miran. Pero, vamos, unos segundos. Nada que ver con los dilatadísimos duelos de
Leone. Y como acostumbra a suceder, el antagonista desenfunda primero. Pero el
primero y único que consigue disparar es el extranjero
que, de un certero balazo, desarma a su rival.
Stacey: “¿Quién eres tú?”
Sin mediar palabra, el extranjero levanta el revolver, lo carga y le mete tres balazos en pecho
y abdomen a su oponente. Sin perdón. Sin piedad. Sin explicaciones. Obviamente,
la última pregunta de Stacey antes de morir continúa sin hallar respuesta.
Stacey: “¿Quién eres tú?”
Y cuando parecía que todo había acabado,
vemos a alguien apuntando con su rifle al extranjero.
Se trata de Lewis Belding (Ted Hartley), el propietario del Hotel
de Lago. Propietario del Hotel y marido, por cierto, de Sarah Belding (Verna Bloom)
a quien —recordemos— nuestro protagonista ya se había beneficiado con anterioridad. Pues bien,
cuando Belding está a punto de disparar sobre el extranjero, éste recibe un balazo por detrás que se lo impide. Su
autor: Mordecai.
En fin, que sin ser una escena técnica o artísticamente perfecta, me
gusta mucho. En primer lugar por ese componente sobrenatural y/o terrorífico
que destila por los cuatro costados. Algo que le otorga a este western cierta singularidad, que casa a
la perfección con ese tono ambiguo que Eastwood maneja a propósito desde un
buen principio y que —como es natural— llega a su punto más álgido en esta
escena, con un clímax final
absolutamente apocalíptico. Así pues, chapeau
para Eastwood. Chapeau como director
y chapeau como intérprete,
obviamente, de ese siniestro ángel
exterminador que hará las delicias de sus legiones de fans. Pero chapeau también para la extraordinaria
fotografía tenebrista de Bruce Surtees,
para las contundentes frases de Ernest
Tidyman y —como no— para la desasosegante banda sonora de Dee Barton. Chapeau, en definitiva, para todos los que consiguieron
materializar una especie de cuento gótico que, pese a sus limitaciones y
carencias, constituye —a mi juicio— una fascinante rareza.
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