dijous, 29 de desembre del 2016

“¡A NADAR!” (Tiburón, 1975. Steven Spielberg)


Tiburón (Jaws)

Estados Unidos, 1975

Director: Steven Spielberg

Guión: Peter Benchley y Carl Gottlieb. Basado en una obra de Peter Benchley

Fotografía: Bill Butler

Música: John Williams

Intérpretes:

Roy Scheider (Martin Brody)
Robert Shaw (Quint)
Richard Dreyfuss (Matt Hooper)
Lorraine Gary (Ellen Brody)
Murray Hamilton (Alcalde Larry Vaughn)
Carl Gottlieb (Meadows)
Jeffrey C. Kramer (Alguacil Hendricks)
Susan Backlinie (Chrissie Watkins)
Jonathan Filley (Cassidy)
Chris Rebello (Michael Brody)


SINOPSIS: Amity Island, un pequeño pueblo turístico de la costa de Nueva Inglaterra, se ve de repente amenazado por la presencia en sus tranquilas aguas de un peligroso tiburón responsable de la muerte de una chica y un niño. Aunque el jefe de policía Martin Brody intenta cerrar las playas para evitar más víctimas mortales, el alcalde Larry Vaughn no está dispuesto a que el pánico afecte al negocio turístico de la zona e impide el cierre. Nuevos ataques del escualo, sin embargo, obligarán a que Brody, Quint (un veterano cazatiburones) y Matt Hooper (un prestigioso oceanógrafo) aúnen esfuerzos para intentar darle caza. 



Por primera vez desde que me dedico a diseccionar escenas me he decidido por fin a incluir unos títulos de crédito (o secuencia de apertura) en un spoiler. Y no porque no me gusten —todo lo contrario— sino porque siempre he considerado los títulos de crédito (cuando son buenos, por supuesto) como una especie de entidad autónoma dentro de la película. No sé, como algo con vida propia. Como una tarjeta de presentación. Como una primera toma de contacto del director con su público. Y quizás por eso mismo no me apetecía mezclarlos con lo que son escenas o secuencias propiamente dichas.



En esta ocasión, sin embargo, me he visto casi obligado. Y no porque los títulos de crédito de “Tiburón” me parezcan especialmente originales sino porque contienen, sin lugar a dudas, uno de los componentes más importantes de esta película: el mítico main theme musical compuesto por John Williams. Un tema musical que imprime muchísima tensión y suspense al entramado argumental de la peli y que se fundamenta —curiosamente— en uno de los ostinato más escuetos y minimalistas de la historia del cine.



Antes de entrar a destriparos la escena en cuestión me gustaría, sin embargo, hacer hincapié en algunos aspectos importantes de esta peli. El primero —la BSO de Williams— ya lo hemos comentado. Pero, naturalmente, hay más. Y es que con “Tiburón” nos estamos refiriendo, para empezar, al primer taquillazo de Steven Spielberg, el Rey Midas de Hollywood. Un joven cineasta que había debutado cuatro años antes con “El diablo sobre ruedas” y que emprende, con “Tiburón”, su proyecto más ambicioso. Y aquí quería llegar: a la envergadura de la peli. A las dificultades con el guión de Benchley y Gottlieb, a los contratiempos con Bruce (la réplica mecánica del escualo), a los problemas de presupuesto y calendario, a todas las metáforas (acertadas o no) construidas entorno al legendario monstruo… La verdad es que el rodaje de “Tiburón” fue tan accidentado que el producto resultante podría haber sido —por qué no— un gran fracaso. Pero no lo fue. “Tiburón” gozó de un impacto mediático tan tremendo (sólo en Estados Unidos se estrenó en más de 450 salas al mismo tiempo) que su éxito fue absolutamente arrollador. Y no sólo a nivel de público (las colas en los cines eran interminables) sino también a nivel de crítica. De ahí su condición de película más taquillera de la historia del cine (hasta el estreno de “La guerra de las galaxias” en 1977) y, obviamente, sus múltiples premios. Con Globos de Oro, BAFTA y sus tres Oscars, por supuesto. Concretamente, de montaje, sonido y BSO.



Pero bueno, vayamos a la escena. O mejor dicho: al opening o secuencia de apertura que incluye los títulos de crédito iniciales de “Tiburón”. Lo primero que me gustaría advertir es que el susodicho opening dura muy poquito: poco más de un minuto concretamente. Un periodo de tiempo, sin embargo, más que suficiente para mostrar algunos de los nombres más relevantes de la ficha técnica y artística y que, por cierto, se corta abruptamente en el clímax o punto más álgido de la composición musical, coincidiendo con el último golpe de cuerda del famoso ostinato de John Williams. Hasta ese momento, lo que hemos podido ver es un fondo negro (y, a continuación, la imagen de un fondo marino) con los nombres o títulos (según estricto orden de aparición) siguientes: A Zanuck/Brown Production; Roy Scheider, Robert Shaw, Richard Dreyfuss; Jaws; Co-starring Lorraine Gary; Murray Hamilton, Carl Gottlieb, Jeffrey C. Kramer, Susan Backlinie; Music by John Williams y Film Editor Verna Fields.



Aún así, me gustaría puntualizar que la música propiamente dicha empieza a sonar muy poco antes de que aparezca el título original de la película (“Jaws”: algo así como “fauces” o “mandíbulas”) y que la subyugante imagen del fondo marino también aparece por primera vez en este preciso instante. Antes de eso lo único que vemos en pantalla es el nombre de la productora y de los tres protagonistas principales sobre un fondo negro mientras escuchamos, al mismo tiempo, un extraño e inquietante sonido submarino.

En cualquier caso, lo dicho: el opening es correcto y efectivo desde un punto de vista estrictamente formal. Pero tampoco es nada del otro mundo, la verdad. Lo que sí resulta del todo desasosegante y excepcional es —sin lugar a dudas— la banda sonora. Sobre todo, el main theme del film. Y es que cuando alguien consigue meterte el miedo en el cuerpo en menos de treinta segundos no queda otra —como mínimo— que decirlo alto y claro. Faltaría más. Así pues, chapeau, John Williams. Gracias por una BSO tan tremenda y, por supuesto, por todo tu legado cinematográfico (“E.T.”, “Superman”, “Star Wars”, “Indiana Jones” y tantas otras).

Superados los títulos de crédito, pues, entramos de inmediato en la escena propiamente dicha. Una escena que, pese a no contar con el main theme de Williams, me parece igualmente magistral. En primer lugar porque siempre me han gustado las pelis que empiezan con fuerza. Con una escena potente, vibrante, intensa. Y en segundo lugar porque Spielberg la narra y, por lo tanto, la resuelve con gran pulso, elegancia y sentido del suspense.





Así pues, lo primero que observamos es un grupo de jóvenes en la playa —de noche— alrededor de una hoguera. Como podréis deducir se trata de una fiesta informal. Y eso conlleva que los chicos beban, fumen, hablen y se besen. Obviamente, siempre está el que toca una guitarra o una harmónica. En cualquier caso se trata de una fiesta plácida, agradable, tranquila. De una fiesta hippy, vaya. Y aunque el lugar donde acontece todo ello es, en la ficción, Amity Island (un pequeño pueblo turístico de la costa de Nueva Inglaterra) la localización real de esta escena es, concretamente, la isla de Martha’s Vineyard, en Massachusetts.  



Todo ello nos lo muestra Spielberg a través de un lento travelling de izquierda a derecha que finalmente se detiene ante el rostro de Cassidy (Jonathan Filley), un apuesto melenitas que no deja de mirar —mientras bebe y fuma— a Chrissie (Susan Backlinie), nuestra rubia, bella y desgraciada protagonista. Paralelamente, continúan los títulos de crédito. Concretamente con los siguientes nombres: Director of Photography Bill Butler; Screenplay by Peter Benchley and Carl Gottlieb, Based upon the Novel by Peter Benchley; Produced by Richard D. Zanuck and David Brown y Directed by Steven Spielberg.




Tras el pertinente intercambio de miradas, Cassidy se levanta y se dirige hacia Chrissie, que se encuentra algo apartada del grupo. Sin apenas tiempo a establecer ningún tipo de conversación, Chrissie se levanta y empieza a correr paralelamente a una especie de empalizada que separa las dunas de la playa. Mientras corre, va despojándose de sus ropas hasta quedar totalmente desnuda. Cassidy la sigue a cierta distancia. Sin lugar a dudas, charlar, correr y quitarse la ropa cuando uno va borracho no parece tarea fácil.



Cassidy: “¿Cuál era tu nombre?”

Chrissie: “¡Chrissie!”

Cassidy: “¿A dónde vamos?”

Chrissie: “¡A nadar!”

Cassidy: “¡Espera! ¡Más despacio! ¡No estoy borracho! ¡Ya voy! ¡Espera! ¡Puedo nadar! Solo que… ¡No puedo caminar y desvestirme!”



Chrissie: “¡Entra al agua!”

Cassidy: “¡Con calma, con calma!”



Hasta aquí todo resulta plácido y divertido. Incluso romántico diría yo. Mientras Chrissie nada tranquilamente en un mar que parece un verdadero estanque, Cassidy intenta quitarse la ropa en la orilla para poder meterse en el agua y chapotear junto a su nueva amiga. La noche es espléndida y las últimas luces del día aún pueden verse a lo lejos.



Sin embargo, lo que parecía una tranquila y apacible noche de verano se transforma de repente en una verdadera pesadilla cuando Chrissie recibe un brusco tirón que la hunde momentáneamente. Antes de que eso ocurra, la única pista de la que disponemos como espectadores es un espléndido contrapicado submarino (a modo de cámara subjetiva para más señas) que nos muestra como algo va acercándose poco a poco hacia Chrissie desde las silenciosas profundidades del Océano Atlántico. Y aunque —como suele decirse— “siempre resulta mejor sugerir que mostrar”, en este caso específico la ausencia de Bruce en la escena fue debida —en realidad— a razones puramente mecánicas. Una ausencia que en este tramo de la película, por cierto, no se acusa en absoluto. Es más, el propio Spielberg admitió más tarde que no mostrar al tiburón en la primera escena fue todo un acierto puesto que con ello la sensación de suspense o de terror hitchcockiano resultó, verdaderamente, mucho más acusada.



Pero volvamos a la escena. Habíamos dejado a Chrissie en el agua víctima de un primer tirón. A partir de aquí lo que veremos serán planos alternos de Chrissie zarandeada a diestro y siniestro por el escualo y planos de Cassidy tumbado en la orilla completamente borracho sin enterarse de nada en absoluto. Un último tirón, con el mar en calma acto seguido, deja bien claro que Chrissie ha sido definitivamente engullida por el, hasta ese momento, hipotético tiburón.    




Chrissie: “¡Ayúdame!”

Cassidy: “¡Ya voy, ya voy!”

Chrissie: “¡Duele! ¡Ay Dios mío, ay Dios mío! ¡Ay Dios mío! ¡Ay, Dios! ¡No, por favor! ¡Dios, por favor, ayúdame!”

En resumen: una secuencia de apertura con títulos de crédito incluidos absolutamente magistral. Bien narrada, bien estructurada y bien rodada. Como en Spielberg es habitual, vaya. Con su impactante y ya comentado toque musical, con la extraordinaria fotografía de Bill Butler (nunca resulta fácil rodar de noche) y con esa gestión del suspense tan —pretendidamente o no— hitchcockiana. Una gran escena, en definitiva, que acojonó a toda una generación (la mía al menos) cada vez que nos metíamos en el agua.









dimecres, 14 de desembre del 2016

“DE ACUERDO, CRAIG. EL ÚLTIMO TREN SALE A LAS NUEVE. ME IRÉ EN ÉL. PERO VENDRÁN DOS HOMBRES CONMIGO. Y UNO DE ELLOS LLEVARÁ UN CORTE EN LA CARA” (El último tren de Gun Hill, 1959. John Sturges)


El último tren de Gun Hill (Last train from Gun Hill)

Estados Unidos, 1959

Director: John Sturges

Guión: James Poe. Basado en una obra de Les Crutchfield

Fotografía: Charles Lang

Música: Dimitri Tiomkin

Intérpretes:

Kirk Douglas (Matt Morgan)
Anthony Quinn (Craig Belden)
Carolyn Jones (Linda)
Earl Holliman (Rick Belden)
Brad Dexter (Beero)
Brian Hutton (Lee Smithers)
Ziva Rodann (Catherine Morgan)
Bing Russell (Skag)

SINOPSIS: Tras el asesinato de su esposa, el sheriff Matt Morgan se dirige en tren a Gun Hill para detener a los culpables. Su única pista es una silla de montar con las iniciales de Craig Belden, un viejo amigo que vive allí. Cuando llega a Gun Hill, Morgan descubre que uno de los asesinos es, precisamente, el hijo de su amigo. Con toda la ciudad en su contra —Belden es el cacique local— Morgan no se irá hasta que consiga arrestar a los culpables y llevárselos consigo en el último tren: el de las nueve.



Elegir una sola escena para conmemorar el cumpleaños número 100 de Kirk Douglas no es —sin lugar a dudas— tarea fácil. No en vano estamos hablando de un mito viviente, de uno de los mejores actores de la época dorada de Hollywood con cerca de 100 películas en su haber y un buen puñado de obras maestras. Como “Cautivos del mal”, “Senderos de gloria” o “Espartaco” por citar tan solo tres sencillos ejemplos. Aún así, puesto que me apetecía un montón volver al western y hacía tiempo que le tenía ganas a “El último tren de Gun Hill”, la elección del spoiler de hoy ha sido relativamente fácil.

Naturalmente, la peli de John Sturges tiene varias escenas memorables. A bote pronto se me ocurre la de la violación y posterior asesinato de la esposa de Morgan, algunos espléndidos diálogos entre Morgan y varios ciudadanos de Gun Hill o, evidentemente, la del emocionante duelo final entre Morgan y Belden en la estación.



La escena del spoiler de hoy no es, sin embargo, ninguna de ellas. Pero sí es, por supuesto, mi preferida. Entre otras cosas porque refleja a la perfección una de las grandes virtudes, a mi juicio, de esta película: la tensión. Una tensión que va creciendo poco a poco y por momentos hasta volverse absolutamente insoportable. Aún así, lo que finalmente me ha empujado a elegir la escena que figura en el título de este spoiler ha sido, sobre todo, el extraordinario tour de force interpretativo de sus dos protagonistas: Kirk Douglas y Anthony Quinn. O lo que es lo mismo: Matt Morgan y Craig Belden. Me estoy refiriendo, como no, a la tensa escena del reencuentro entre Matt y Craig en el rancho del segundo.



Antes de meterme de lleno en la mencionada escena, sin embargo, permitidme ya de paso que reivindique un poquito la figura de John Sturges. Fundamentalmente porque —a pesar de su innegable condición de especialista en el género del western— Sturges siempre fue considerado poco más que un hábil artesano. Y precisamente por ello considero que ya va siendo hora que a un cineasta tan preocupado por la puesta en escena, a un cineasta tan preocupado por el uso de la luz, el color y el scope, a un cineasta tan preocupado por el ritmo y la tensión narrativa se le reconozca como lo que fue: un autor. Sobre todo cuando pelis como “Conspiración de silencio” (1955), “Duelo de titanes” (1957), “Los siete magníficos” (1960) o “La gran evasión” (1963), por ejemplo, así lo certifican.



Pero bueno, dejémonos de prolegómenos y vayamos a la escena en cuestión. Una secuencia, por cierto, que ya de por sí es suficientemente explícita gracias a la elocuente conversación mantenida entre Matt Morgan (Kirk Douglas) y Craig Belden (Anthony Quinn), sus dos protagonistas. Así pues, lo que un servidor va a hacer con esta escena, simplemente, es comentarla muy por encima. Intentando describir —tan sólo— algunos detalles o gestos que por fuerza escapan al diálogo entre estos dos viejos amigos.

La escena del spoiler de hoy empieza, pues, con la llegada de Craig Belden y Beero (Brad Dexter), su capataz, al rancho del primero. En él aguarda Matt Morgan, quien ha venido a devolverle a Belden una silla de montar con sus iniciales. El quid de la cuestión radica en que la mencionada silla es la única pista que Matt dispone acerca de los asesinos de su mujer. Naturalmente, Morgan cree que alguien ha robado el caballo con la silla de Belden y, a posteriori, ha cometido el crimen. Por su parte, Belden cree que quien le espera para devolverle la silla es el propio ladrón o alguien que desea obtener con esa devolución algún tipo de recompensa. Lo primero que vemos, en cualquier caso, es un pequeño carruaje y la silla de montar de Belden frente a la puerta del rancho del cacique.



Craig Belden: Lleva la silla al cuarto de arreos”

Beero: “¿Me necesita, Sr. Belden?”

Craig Belden: “No. Y di que la limpien”



Craig Belden: “¿Matt?”

Matt Morgan: “Hola, Craig”

Craig Belden: “¡Matt Morgan! ¡Y yo que venía a pegarle una paliza a un cuatrero! ¡No cambiaría esto por nada!”



Matt Morgan: “Te he traído tu silla”

Craig Belden: “Ya lo veo ¿Dónde la encontraste?”

Matt Morgan: “Muy lejos de tu casa. En Pawley”

Craig Belden: “¿Cogiste a los ladrones?”

Matt Morgan: “Lo haré”

Craig Belden: “Seguro. Venga, pasa. Tenemos muchos tragos que recuperar”

Toda esta parte transcurre en la antesala del despacho de Craig Belden. El saludo entre ambos es franco, cálido y sincero. Se nota que fueron grandes amigos, que hace tiempo que no se ven y que realmente se alegran de reencontrarse. Acto seguido ambos entran al ostentoso y recargado despacho de Craig. Un despacho verdaderamente barroco: con una gran lámpara, sillones de cuero, lujosos muebles, candelabros, alfombras, cuadros, cornamentas y cabezas de animales disecados en las paredes, una gran chimenea… A la suntuosidad del despacho me gustaría añadir también la impresionante saturación de colores que evidencia la fotografía del gran Charles Lang Jr. Me recordó enormemente al predominio de los tonos rojizos del despacho del Capitán Wade Hunnicutt (Robert Mitchum) en “Con él llegó el escándalo” (1960), de Vincente Minnelli. En ambos casos, tanto la puesta en escena como el cromatismo responden —a mi juicio— a connotaciones de clara simbología sexual dominante. Así pues, tanto Belden como Hunnicutt son cazadores, depredadores. Machos Alfa, vaya.       

Matt Morgan: “Muchos años, Craig”

Craig Belden: “Sí ¿Qué te parece, eh? No está mal para un viejo trotamundos”



Matt Morgan: “No has cambiado. Excepto en esto”

Craig Belden: “Al diablo con esto. Toma. Brindemos por los viejos tiempos y la amistad ¿Sabes, Matt? Creo que no he tenido ningún amigo desde que nos separamos. Los tengo… pero a sueldo, desde luego. Anda, siéntate. Vaya, vaya… ¿Quién diría que te vería convertido en un sheriff?

Matt Morgan: “Me di cuenta de que el otro lado no valía la pena”



Craig Belden: “¡Por la ley! Matt, ojalá te hubieras unido a mí. Tengo toda esta zona controlada. Pero todavía puedes ser mi socio”



Matt Morgan: “No, gracias. Me gusta lo que hago”

Craig Belden: “Tengo todo lo que quiero pero a una sola persona fiel, mi hijo Rick. Mi mujer murió”

Matt Morgan: “No lo sabía”



Craig Belden: “Hace nueve años. Así es la vida. Trabajas toda la vida por algo y un día, de repente, la razón por la que la que trabajabas ya no está… Te pongo otro”



Hasta este momento todo transcurre con normalidad. Como ya hemos comentado, Matt y Craig son dos buenos amigos que se han reencontrado tras muchos años sin verse y —obviamente— lo que hacen al volverse a ver es hablar y echar un trago con total y absoluta cordialidad. Naturalmente, Craig se muestra más espontáneo y efusivo que Matt. Para él ese reencuentro constituye una simple casualidad. Como si el destino hubiera querido reunirles de nuevo sin otro propósito que el de tomarse unos tragos y ponerse al día. Pero Matt no está ahí por esa razón. Y eso se nota en su cara, en sus gestos, en sus palabras. Se le nota algo cohibido, algo forzado. No en vano Matt está ahí para indagar quién puede haber violado y asesinado a su esposa. De ahí ese curioso gesto con la mano cubriéndose el rostro cuando empieza su particular interrogatorio. Poco a poco observaremos como la expresión de su rostro va cambiando. La de él y la de Craig, por supuesto. Y es que a medida que cada uno de ellos va sacando sus propias conclusiones, la tensión va en aumento. 

Matt Morgan: “Craig, cuéntame lo de la silla de montar”

Craig Belden: “Rick la cogió prestada. Iba a Dodge City con su amigo, Lee. De regreso, pararon en Pawley a tomar algo. Cuando salieron, habían desaparecido los caballos y mi silla también”

Matt Morgan: “¿Qué día pasó?”

Craig Belden: “Veamos… El domingo pasado”

Matt Morgan: “El día que mataron a mi mujer”



Craig Belden: “¿Tu mujer?”

Matt Morgan: “Los que robaron tu silla, asesinaron a mi mujer. Por eso los busco”



Craig Belden: “Vaya… Lo siento, Matt. Y yo preocupado por unos malditos caballos… Con razón los estás buscando. Sabes dónde estoy si necesitas algo. Cuenta conmigo”



Matt Morgan: “Estuve en la oficina todo el día, el día que ocurrió. Es raro que tu hijo no denunciara el robo de los caballos”

Craig Belden: “Ni se le habrá ocurrido. Aquí nadie acude al sheriff. Todos vienen a mí”

Matt Morgan: “Ya…”

Craig Belden: “¿Tienes alguna pista? Podrían entrar aquí y no sabrías quiénes son”

Matt Morgan: “No conocería a los dos. Pero... a uno sí”

Craig Belden: “Muy bien ¿Cómo?”

Matt Morgan: “Mi mujer le cruzó el rostro con el látigo. Petey estaba ahí”



Craig Belden: “¿Petey?”

Matt Morgan: “Yo también tengo un hijo. Tiene nueve años y estaba ahí, Craig. Petey dijo que le abrió la mejilla hasta el hueso”

Craig Belden: “Bueno, eso ya es algo”

Matt Morgan: “Un corte así dejará la marca durante algún tiempo”

Y yo diría que en este preciso instante es cuando empieza lo que podríamos considerar propiamente como el clímax de la escena. Básicamente porque el detalle de la marca del latigazo en el rostro del asesino que saca a relucir Matt desvela en Craig cualquier duda: definitivamente, su vástago es el asesino de la esposa de su amigo. Una revelación que hace mella en su rostro y que lo empuja a actuar nerviosamente, sirviéndose whisky y encendiéndose un cigarro a continuación. Naturalmente, Matt se da cuenta de su inquietud. Y con ello, de que sus más terribles sospechas son ciertas. Aún así, necesita una confirmación definitiva. Una confesión. Y debido a ello, sigue interrogándole.

Craig Belden: “Sí, supongo que sí”

Matt Morgan: “Creo que debería hablar con tu hijo y su amigo”

Craig Belden: “No están. Pero no podrán contarte más de lo que me han contado a mí. Estaban en un bar en Pawley y les robaron los caballos. Eso es todo”

Matt Morgan: “¿Eso es lo que te ha dicho tu hijo?”

Craig Belden: “Es lo que me dijeron ambos”

Matt Morgan: “¿Cuál de los dos tiene el corte, Craig?”

Craig Belden: “¿Qué?”

Y este vendría a ser el punto más álgido del clímax. Cuando Craig, que no ha parado de moverse en toda la escena, se sienta en una butaca y Matt, que ha estado sentado durante toda la conversación, se levanta y pronuncia muy clara y lentamente una frase que, sin lugar a dudas, incrimina a uno de los dos vaqueros de Belden.

Matt Morgan: “La marca que le dejó mi mujer antes de que la violaran y la mataran”



Craig Belden: “¿De qué estás hablando?”

Matt Morgan: “Tu hijo. Es un mentiroso”

Craig Belden: “Matt...”

Matt Morgan: “¡Miente! Tenemos dos bares en Pawley. Ninguno abre los domingos”

Craig Belden: “Lo habré entendido mal. Quizá no fuera el domingo...”

Matt Morgan: “¿Quién tiene el corte, Craig? Fue tu hijo ¿verdad?”

Craig Belden: “No, Matt”

Matt Morgan: “¡Fue él!”

Craig Belden: “No, Matt. No fue él”

Matt Morgan: “Lo averiguaré, Craig. Aunque tarde años, lo encontraré. Y todavía tendrá ese corte”

Craig Belden: “¿Y si los localizo yo por ti?”

Matt Morgan: “Me los llevaría a Pawley. Irían a juicio por violación y asesinato”

Hasta este momento hemos asistido al típico juego de plano y contraplano entre dos interlocutores: uno sentado y el otro, de pie. Primero Matt sentado y Craig de pie y, a continuación, al revés. Pero a partir de aquí hasta el final de la escena contemplaremos a los dos hombres de pie, frente a frente. Douglas vs. Quinn o Quinn vs. Douglas. Dos monstruos de la interpretación cara a cara. Matt haciéndole saber a su amigo que detendrá a su hijo cueste lo que cueste. Que lo llevará hasta el juez para que caiga sobre él todo el peso de la ley. Y Craig dejándole muy claro a su amigo que no va a permitir que arreste a su hijo. La ley por un lado y la familia por el otro. Un enfrentamiento con aroma a tragedia clásica que ya nos anticipa que uno de los dos, sin lugar a dudas, va a salir perdiendo.

Craig Belden: “Matt, eres mi mejor amigo. Haría lo que fuera por ti. Pero deja en paz al chico. Estamos hablando de mi hijo”

Matt Morgan: “No, Craig. Estamos hablando de mi mujer”



Craig Belden: “¡No toques al chico! El sheriff y todo el pueblo me pertenecen. Te irás en el próximo tren, Matt”

Matt Morgan: “De acuerdo, Craig. El último tren sale a las nueve. Me iré en él. Pero vendrán dos hombres conmigo. Y uno de ellos llevará un corte en la cara”



Lo dicho, pues: una escena de gran tensión dramática magistralmente orquestada por John Sturges, con unos espléndidos diálogos a cargo de James Poe y —por supuesto— un monumental duelo interpretativo gentileza de un par de colosos: Kirk Douglas y Anthony Quinn; dos actores que ya habían coincidido en “Ulises” (1954), de Mario Camerini y Mario Bava, y “El loco del pelo rojo” (1956), de Vincente Minnelli, y que —como no podía ser de otro modo— nos ofrecen en “El último tren de Gun Hill” una auténtica lección de cómo componer un personaje de fuerte carácter. Llámese Matt Morgan o llámese Craig Belden.

Aún así, el que acaba de cumplir 100 años y sigue vivo es Kirk Douglas. Y aunque Anthony Quinn siempre me ha gustado muchísimo y en esta peli está francamente soberbio, el homenaje de hoy va —como no— para el hombre del hoyuelo. Para él, para Matt Morgan, Doc Holliday, Jonathan Shields, Vincent Van Gogh, Einar, Espartaco, Chuck Tatum, Midge Kelly, Jack Burns, Paris Pitman, Ned Land, el Coronel Dax y para tantos otros. Muchas Gracias, Issur Danielovitch Demsky. Muchas gracias, Mr. Douglas.    


dissabte, 10 de desembre del 2016

“¡BABS, ZORRA! ¿DÓNDE ESTÁ ESE MALDITO ALFILER?” (Frenesí, 1972. Alfred Hitchcock)


Frenesí (Frenzy)

Reino Unido, 1972

Director: Alfred Hitchcock

Guión: Anthony Shaffer. Basado en una novela de Arthur La Bern

Fotografía: Gilbert Taylor

Música: Ron Goodwin

Intérpretes:

Jon Finch (Richard Dick Blaney)
Barry Foster (Robert Bob Rusk)
Barbara Leight-Hunt (Brenda Blaney)
Anna Massey (Barbara Babs Milligan)
Alec McGowen (Inspector Oxford)
Vivien Merchant (Mrs. Oxford)
Billie Whitelaw (Hetty Porter)
Clive Swift (Johnny Porter)
Bernard Cribbins (Felix Forsythe)
Michael Bates (Sargento Spearman)


SINOPSIS: Londres, 1972. El cadáver desnudo de una mujer flotando en las aguas del Támesis con una corbata atada al cuello desvela, de repente, la presencia de un maníaco sexual en la capital británica. Muy pronto, las sospechas de Scotland Yard recaen sobre Richard Blaney, el exmarido de una de las víctimas. Incapaz de demostrar su inocencia, Blaney será condenado a cadena perpetua.



Dicen de “Frenesí” que no está a la altura de los mejores films de Alfred Hitchcock. Y yo me pregunto… ¿De qué altura estamos hablando? ¿De qué nivel? ¿Nivel “Vértigo”? ¿Nivel “Psicosis”? ¿Nivel “La ventana indiscreta”? ¿O quizás ya nos conformaríamos con un nivel “Los pájaros” o “Con la muerte en los talones”?

Digan lo que digan y la comparen con la que la comparen, “Frenesí” es —a mi juicio— un peliculón. Y no sólo eso. “Frenesí” es, posiblemente, el film de Hitchcock más sombrío, perverso y siniestro. Con permiso de “Psicosis” por supuesto. Quizás por eso mismo me gusta tanto esta peli. Porque en la trayectoria cinematográfica de Hitchcock puede vislumbrarse —a poco que te fijes— una evolución (o una involución, tal vez) ética o moral clara y meridianamente definida. Una evolución (o involución si así lo preferís) que culmina con “Frenesí” y que nos muestra —sin lugar a dudas— un panorama desolador. Sin ningún personaje positivo. Sin ningún mensaje esperanzador. Sin moralinas, moralejas ni maniqueísmos de ningún tipo.



Quizás también por eso mismo he decidido diseccionar la célebre escena del camión de patatas. O la del maldito alfiler, vaya. Porque al margen de constituir un extraordinario paradigma de cómo rodar una impecable y magistral escena de suspense, la secuencia de marras nos empuja perversamente a padecer por el infortunio del asesino. A rezar para que no lo descubran. A rogar para que logre su objetivo. Algo que tan sólo un genio tan retorcido y maquiavélico como Hitchcock podía conseguir con tanta facilidad. Básicamente porque el cineasta británico conocía a su publico a la perfección y sabía qué brebaje debía administrarles en cada momento para mantenerles entretenidos, para mantenerlos expectantes, para mantenerlos en tensión. Para empujarles —incluso— a empatizar con un despiadado asesino.



Así pues, dejemos de marear la perdiz y sumerjámonos de lleno en el peculiar y enfermizo microcosmos del mago del suspense. Un microcosmos que, en esta ocasión, podemos situar en el Covent Garden londinense. Concretamente después de que Bob Rusk (Barry Foster), un pequeño empresario de frutas y verduras, acabe de asesinar a Barbara Babs Milligan (Anna Massey) en una combinación de fuera de plano y travelling hacia atrás —por cierto— absolutamente magistral.



Pues bien, después de esa violación y posterior asesinato que no hemos visto pero que deducimos gracias a los antecedentes que disponemos de Rusk, es cuando empieza la escena de hoy. Con el asesino saliendo de su domicilio ataviado con una gorra y un mandil de frutero y cruzando la calle con un gran carro cargado con un enorme saco —teóricamente— repleto de patatas.



Como es lógico y normal sabemos que el saco contiene —además de patatas— el cadáver de Babs, la chica que Rusk cobija en su casa mientras la policía rastrea la pista de Richard Blaney (Jon Finch), exmarido de una de las víctimas del frutero psicópata y amante de la susodicha Babs.



Lo que desconocemos —sin embargo— son los enormes problemas que padecerá Rusk para deshacerse del cadáver. Pero no adelantemos acontecimientos. Estábamos con Rusk acarreando el saco con el cadáver de Babs. Es noche cerrada, no hay nadie en la calle y Rusk descarga como puede el pesado saco en la caja de un camión que transporta patatas y que, esa misma noche, parte hacia las afueras de Londres. Una vez logrado el objetivo, Rusk tira a la basura la gorra y el mandil con el que se había disfrazado y vuelve a su casa.



Una vez en su apartamento, Rusk intenta relajarse. Así pues, se tumba en el sofá, se sirve una copa de vino blanco y mordisquea distraídamente un mendrugo de pan. Aún así, Rusk está inquieto. Se levanta, echa un vistazo por la ventana y se hurga la dentadura con las uñas para librarse de un molesta migaja que se le ha quedado entre los dientes.



Con objeto de hurgar con mayor precisión, Rusk palpa el ojal de su americana en busca de su inseparable aguja. Cual es su sorpresa, pues, cuando comprueba que no la tiene. Desesperado, la busca por toda la casa: entre los cojines del sofá, en el suelo, entre la colcha y el colchón, en los cajones de la cómoda, en el bolso de Babs



De repente, un siniestro flashback rememorando el asesinato de la amante de Blaney le advierte lo que puede haber ocurrido con su aguja: sin lugar a dudas Babs se la arrebató poco antes de ser estrangulada.



Permitidme, en este momento, hacer hincapié en los magníficos primerísimos planos que utiliza Hitchcock para rememorar el asesinato de la chica. Una docena de rapidísimos primeros planos de gran impacto visual cuyo montaje, junto a la intensa e incisiva banda sonora de Ron Goodwin, eleva la tensión de este fragmento hasta límites insospechados.





Inmediatamente, Rusk sale de su apartamento, baja las escaleras zumbando y cruza la calle en dirección al camión de patatas. Afortunadamente, el vehículo aún está ahí. Una vez en su parte trasera, baja el portón y se sube al furgón.



Mientras busca el saco de patatas en el que se encuentra el cadáver de Babs, Rusk alza la vista un momento y Hitchcock nos muestra lo que ve: unos gruesos barrotes que —simbólica o subliminalmente— nos hacen pensar en una prisión; lugar en el que sin lugar a dudas acabará Rusk si no recupera esa dichosa aguja (con la inicial de su apellido, por si fuera poco) que le incrimina directamente en la violación y posterior asesinato de Babs Milligan.



De repente, el camión arranca. Y así, dando bandazos entre sacos de patatas, Rusk consigue desatar el saco en el que teóricamente se encuentra Babs. Después de vaciarlo parcialmente, Rusk distingue algo. Se trata de un pie. Desgraciadamente, para él, ha desatado el saco por el extremo equivocado. Aún así, el frutero no ceja en su empeño y va tirando trabajosamente de las piernas de Babs con objeto de llegar a las extremidades superiores.



En este momento se produce uno de los típicos gags de humor negro by Alfred Hitchcock. Y digo uno porque esta secuencia contiene —tranquilamente— dos o tres de ellos. El momento cómico en cuestión se produce cuando, entre los tirones del asesino y los vaivenes del camión, uno de los pies de Babs se le queda estampado a Rusk en pleno rostro.



A continuación, viene el segundo. Y es que, después de tanto ajetreo, el polvo que ha quedado flotando en el ambiente provoca en Rusk un fuerte estornudo. Afortunadamente, el asesino de la corbata logra ahogarlo con la ayuda de su pañuelo.

Acto seguido, Rusk prosigue batallando con el saco de Babs. Y así, cuando ya ha llegado a la altura del vientre, mete la cabeza dentro del fardo y exclama la frase que da nombre a este spoiler. Una de las pocas que, si os habéis fijado, posee esta secuencia.

Rusk: “¡Babs, zorra! ¿Dónde está ese maldito alfiler?”

Por si fuera poco, un repentino frenazo por parte del conductor provoca que —al acelerar de nuevo y debido a la inercia— uno de los sacos de patatas acabe cayendo y desparramándose por la carretera. Recordemos que, en su momento, el conductor arrancó creyendo que el portón de atrás estaba bien cerrado cuando, obviamente, Rusk lo había dejado abierto para montar en el furgón.



Tras dar dos o tres volantazos el coche que va detrás del camión lo adelanta y advierte a gritos al conductor:

Conductor del turismo: “¡Eeeh, está perdiendo toda la carga!”

Conductor del camión: “¿Qué?”

Conductor del turismo: “¡Las patatas! ¡Se le están cayendo!” 



Como es lógico, el conductor del camión se detiene en el arcén, se baja de la cabina y cierra bien el portón trasero. Naturalmente, Rusk se encuentra bien oculto entre los sacos.



Nuevamente en marcha, Rusk prosigue con la búsqueda del alfiler. Al cabo de muy poco, lo encuentra. Tal y como sospechaba, lo sostiene aferrado Babs en su mano derecha. El problema radica en el rigor mortis. Y por mucho que lo intenta, Rusk no consigue arrancarle la aguja al agarrotado cadáver. Primero lo intenta con los dedos y, después, con una pequeña navaja que se le acaba rompiendo. Finalmente, Rusk no encuentra otra solución que quebrarle las falanges a la pobre Babs —una por una— hasta poder arrebatarle el alfiler.




Y es esa concatenación de pequeñas adversidades, precisamente, la que genera en el espectador dos poderosos e inevitables efectos: por un lado el de suspense (un efecto en el que Hitchcock era, obviamente, un auténtico maestro) y por otro, el de cierta y curiosa empatía respecto al asesino. No en vano, Rusk es un tipo alegre y divertido. Mucho más simpático y afable que Richard Blainey, por ejemplo. Y aunque —ciertamente— Rusk no deja de ser un vil y abyecto asesino, algo hay en esta escena (posiblemente ese humor negro que comentábamos antes) que nos empuja a padecer por él. Así pues, cuando Rusk logra su objetivo y se coloca el alfiler en la parte interna de la solapa de su americana, todos nosotros respiramos aliviados. Como él.



Y poco más. La escena acaba concretamente cuando, a renglón seguido, el conductor del camión decide parar en un bar de carretera para comer o beber algo y Rusk aprovecha para bajar del vehículo.



Como colofón, sin embargo, permitidme añadir dos o tres detalles que me parecen importantes. En primer lugar, hacer hincapié en el gran talento narrativo de Alfred Hitchcock. Un genio capaz de explicarnos tan sólo con imágenes todo lo que va sucediendo. Absolutamente todo. De hecho estamos ante una secuencia prácticamente muda. Ante una secuencia que contiene tan sólo dos o tres frases en doce minutos de metraje. Y, encima, ninguna de ellas es imprescindible. A eso lo llamo yo dominar el medio artístico. Y a fe de Dios que Hitchcock lo dominaba. Como pocos. Por otro lado destacar, también, la labor interpretativa de Barry Foster. Un actor que a Hitchcock le gustó mucho en “Nervios rotos” (1968) —un muy interesante y hitchcockiano thriller de Roy Boulting, por cierto— y que, sin lugar a dudas, bordó su personaje de maníaco sexual en “Frenesí” de forma extraordinaria. Sin que nadie se planteara, ni por un instante, que hubiera pasado si finalmente el personaje de Bob Rusk lo hubiera interpretado la primera opción de Hitchcock para ese papel, el mucho más conocido y reconocido Michael Caine. Y ya por último, resaltar que “Frenesí” sigue también esa tendencia tan en boga a principios de los 70 consistente en conceder un gran protagonismo al sexo y a la violencia. Lo podemos constatar en “Perros de paja” (Sam Peckinpah, 1971), en “La naranja mecánica” (Stanley Kubrick, 1971) o en “Deliverance” (John Boorman, 1972), por ejemplo. “Frenesí”, obviamente, no podía ser menos.