dissabte, 10 de desembre del 2016

“¡BABS, ZORRA! ¿DÓNDE ESTÁ ESE MALDITO ALFILER?” (Frenesí, 1972. Alfred Hitchcock)


Frenesí (Frenzy)

Reino Unido, 1972

Director: Alfred Hitchcock

Guión: Anthony Shaffer. Basado en una novela de Arthur La Bern

Fotografía: Gilbert Taylor

Música: Ron Goodwin

Intérpretes:

Jon Finch (Richard Dick Blaney)
Barry Foster (Robert Bob Rusk)
Barbara Leight-Hunt (Brenda Blaney)
Anna Massey (Barbara Babs Milligan)
Alec McGowen (Inspector Oxford)
Vivien Merchant (Mrs. Oxford)
Billie Whitelaw (Hetty Porter)
Clive Swift (Johnny Porter)
Bernard Cribbins (Felix Forsythe)
Michael Bates (Sargento Spearman)


SINOPSIS: Londres, 1972. El cadáver desnudo de una mujer flotando en las aguas del Támesis con una corbata atada al cuello desvela, de repente, la presencia de un maníaco sexual en la capital británica. Muy pronto, las sospechas de Scotland Yard recaen sobre Richard Blaney, el exmarido de una de las víctimas. Incapaz de demostrar su inocencia, Blaney será condenado a cadena perpetua.



Dicen de “Frenesí” que no está a la altura de los mejores films de Alfred Hitchcock. Y yo me pregunto… ¿De qué altura estamos hablando? ¿De qué nivel? ¿Nivel “Vértigo”? ¿Nivel “Psicosis”? ¿Nivel “La ventana indiscreta”? ¿O quizás ya nos conformaríamos con un nivel “Los pájaros” o “Con la muerte en los talones”?

Digan lo que digan y la comparen con la que la comparen, “Frenesí” es —a mi juicio— un peliculón. Y no sólo eso. “Frenesí” es, posiblemente, el film de Hitchcock más sombrío, perverso y siniestro. Con permiso de “Psicosis” por supuesto. Quizás por eso mismo me gusta tanto esta peli. Porque en la trayectoria cinematográfica de Hitchcock puede vislumbrarse —a poco que te fijes— una evolución (o una involución, tal vez) ética o moral clara y meridianamente definida. Una evolución (o involución si así lo preferís) que culmina con “Frenesí” y que nos muestra —sin lugar a dudas— un panorama desolador. Sin ningún personaje positivo. Sin ningún mensaje esperanzador. Sin moralinas, moralejas ni maniqueísmos de ningún tipo.



Quizás también por eso mismo he decidido diseccionar la célebre escena del camión de patatas. O la del maldito alfiler, vaya. Porque al margen de constituir un extraordinario paradigma de cómo rodar una impecable y magistral escena de suspense, la secuencia de marras nos empuja perversamente a padecer por el infortunio del asesino. A rezar para que no lo descubran. A rogar para que logre su objetivo. Algo que tan sólo un genio tan retorcido y maquiavélico como Hitchcock podía conseguir con tanta facilidad. Básicamente porque el cineasta británico conocía a su publico a la perfección y sabía qué brebaje debía administrarles en cada momento para mantenerles entretenidos, para mantenerlos expectantes, para mantenerlos en tensión. Para empujarles —incluso— a empatizar con un despiadado asesino.



Así pues, dejemos de marear la perdiz y sumerjámonos de lleno en el peculiar y enfermizo microcosmos del mago del suspense. Un microcosmos que, en esta ocasión, podemos situar en el Covent Garden londinense. Concretamente después de que Bob Rusk (Barry Foster), un pequeño empresario de frutas y verduras, acabe de asesinar a Barbara Babs Milligan (Anna Massey) en una combinación de fuera de plano y travelling hacia atrás —por cierto— absolutamente magistral.



Pues bien, después de esa violación y posterior asesinato que no hemos visto pero que deducimos gracias a los antecedentes que disponemos de Rusk, es cuando empieza la escena de hoy. Con el asesino saliendo de su domicilio ataviado con una gorra y un mandil de frutero y cruzando la calle con un gran carro cargado con un enorme saco —teóricamente— repleto de patatas.



Como es lógico y normal sabemos que el saco contiene —además de patatas— el cadáver de Babs, la chica que Rusk cobija en su casa mientras la policía rastrea la pista de Richard Blaney (Jon Finch), exmarido de una de las víctimas del frutero psicópata y amante de la susodicha Babs.



Lo que desconocemos —sin embargo— son los enormes problemas que padecerá Rusk para deshacerse del cadáver. Pero no adelantemos acontecimientos. Estábamos con Rusk acarreando el saco con el cadáver de Babs. Es noche cerrada, no hay nadie en la calle y Rusk descarga como puede el pesado saco en la caja de un camión que transporta patatas y que, esa misma noche, parte hacia las afueras de Londres. Una vez logrado el objetivo, Rusk tira a la basura la gorra y el mandil con el que se había disfrazado y vuelve a su casa.



Una vez en su apartamento, Rusk intenta relajarse. Así pues, se tumba en el sofá, se sirve una copa de vino blanco y mordisquea distraídamente un mendrugo de pan. Aún así, Rusk está inquieto. Se levanta, echa un vistazo por la ventana y se hurga la dentadura con las uñas para librarse de un molesta migaja que se le ha quedado entre los dientes.



Con objeto de hurgar con mayor precisión, Rusk palpa el ojal de su americana en busca de su inseparable aguja. Cual es su sorpresa, pues, cuando comprueba que no la tiene. Desesperado, la busca por toda la casa: entre los cojines del sofá, en el suelo, entre la colcha y el colchón, en los cajones de la cómoda, en el bolso de Babs



De repente, un siniestro flashback rememorando el asesinato de la amante de Blaney le advierte lo que puede haber ocurrido con su aguja: sin lugar a dudas Babs se la arrebató poco antes de ser estrangulada.



Permitidme, en este momento, hacer hincapié en los magníficos primerísimos planos que utiliza Hitchcock para rememorar el asesinato de la chica. Una docena de rapidísimos primeros planos de gran impacto visual cuyo montaje, junto a la intensa e incisiva banda sonora de Ron Goodwin, eleva la tensión de este fragmento hasta límites insospechados.





Inmediatamente, Rusk sale de su apartamento, baja las escaleras zumbando y cruza la calle en dirección al camión de patatas. Afortunadamente, el vehículo aún está ahí. Una vez en su parte trasera, baja el portón y se sube al furgón.



Mientras busca el saco de patatas en el que se encuentra el cadáver de Babs, Rusk alza la vista un momento y Hitchcock nos muestra lo que ve: unos gruesos barrotes que —simbólica o subliminalmente— nos hacen pensar en una prisión; lugar en el que sin lugar a dudas acabará Rusk si no recupera esa dichosa aguja (con la inicial de su apellido, por si fuera poco) que le incrimina directamente en la violación y posterior asesinato de Babs Milligan.



De repente, el camión arranca. Y así, dando bandazos entre sacos de patatas, Rusk consigue desatar el saco en el que teóricamente se encuentra Babs. Después de vaciarlo parcialmente, Rusk distingue algo. Se trata de un pie. Desgraciadamente, para él, ha desatado el saco por el extremo equivocado. Aún así, el frutero no ceja en su empeño y va tirando trabajosamente de las piernas de Babs con objeto de llegar a las extremidades superiores.



En este momento se produce uno de los típicos gags de humor negro by Alfred Hitchcock. Y digo uno porque esta secuencia contiene —tranquilamente— dos o tres de ellos. El momento cómico en cuestión se produce cuando, entre los tirones del asesino y los vaivenes del camión, uno de los pies de Babs se le queda estampado a Rusk en pleno rostro.



A continuación, viene el segundo. Y es que, después de tanto ajetreo, el polvo que ha quedado flotando en el ambiente provoca en Rusk un fuerte estornudo. Afortunadamente, el asesino de la corbata logra ahogarlo con la ayuda de su pañuelo.

Acto seguido, Rusk prosigue batallando con el saco de Babs. Y así, cuando ya ha llegado a la altura del vientre, mete la cabeza dentro del fardo y exclama la frase que da nombre a este spoiler. Una de las pocas que, si os habéis fijado, posee esta secuencia.

Rusk: “¡Babs, zorra! ¿Dónde está ese maldito alfiler?”

Por si fuera poco, un repentino frenazo por parte del conductor provoca que —al acelerar de nuevo y debido a la inercia— uno de los sacos de patatas acabe cayendo y desparramándose por la carretera. Recordemos que, en su momento, el conductor arrancó creyendo que el portón de atrás estaba bien cerrado cuando, obviamente, Rusk lo había dejado abierto para montar en el furgón.



Tras dar dos o tres volantazos el coche que va detrás del camión lo adelanta y advierte a gritos al conductor:

Conductor del turismo: “¡Eeeh, está perdiendo toda la carga!”

Conductor del camión: “¿Qué?”

Conductor del turismo: “¡Las patatas! ¡Se le están cayendo!” 



Como es lógico, el conductor del camión se detiene en el arcén, se baja de la cabina y cierra bien el portón trasero. Naturalmente, Rusk se encuentra bien oculto entre los sacos.



Nuevamente en marcha, Rusk prosigue con la búsqueda del alfiler. Al cabo de muy poco, lo encuentra. Tal y como sospechaba, lo sostiene aferrado Babs en su mano derecha. El problema radica en el rigor mortis. Y por mucho que lo intenta, Rusk no consigue arrancarle la aguja al agarrotado cadáver. Primero lo intenta con los dedos y, después, con una pequeña navaja que se le acaba rompiendo. Finalmente, Rusk no encuentra otra solución que quebrarle las falanges a la pobre Babs —una por una— hasta poder arrebatarle el alfiler.




Y es esa concatenación de pequeñas adversidades, precisamente, la que genera en el espectador dos poderosos e inevitables efectos: por un lado el de suspense (un efecto en el que Hitchcock era, obviamente, un auténtico maestro) y por otro, el de cierta y curiosa empatía respecto al asesino. No en vano, Rusk es un tipo alegre y divertido. Mucho más simpático y afable que Richard Blainey, por ejemplo. Y aunque —ciertamente— Rusk no deja de ser un vil y abyecto asesino, algo hay en esta escena (posiblemente ese humor negro que comentábamos antes) que nos empuja a padecer por él. Así pues, cuando Rusk logra su objetivo y se coloca el alfiler en la parte interna de la solapa de su americana, todos nosotros respiramos aliviados. Como él.



Y poco más. La escena acaba concretamente cuando, a renglón seguido, el conductor del camión decide parar en un bar de carretera para comer o beber algo y Rusk aprovecha para bajar del vehículo.



Como colofón, sin embargo, permitidme añadir dos o tres detalles que me parecen importantes. En primer lugar, hacer hincapié en el gran talento narrativo de Alfred Hitchcock. Un genio capaz de explicarnos tan sólo con imágenes todo lo que va sucediendo. Absolutamente todo. De hecho estamos ante una secuencia prácticamente muda. Ante una secuencia que contiene tan sólo dos o tres frases en doce minutos de metraje. Y, encima, ninguna de ellas es imprescindible. A eso lo llamo yo dominar el medio artístico. Y a fe de Dios que Hitchcock lo dominaba. Como pocos. Por otro lado destacar, también, la labor interpretativa de Barry Foster. Un actor que a Hitchcock le gustó mucho en “Nervios rotos” (1968) —un muy interesante y hitchcockiano thriller de Roy Boulting, por cierto— y que, sin lugar a dudas, bordó su personaje de maníaco sexual en “Frenesí” de forma extraordinaria. Sin que nadie se planteara, ni por un instante, que hubiera pasado si finalmente el personaje de Bob Rusk lo hubiera interpretado la primera opción de Hitchcock para ese papel, el mucho más conocido y reconocido Michael Caine. Y ya por último, resaltar que “Frenesí” sigue también esa tendencia tan en boga a principios de los 70 consistente en conceder un gran protagonismo al sexo y a la violencia. Lo podemos constatar en “Perros de paja” (Sam Peckinpah, 1971), en “La naranja mecánica” (Stanley Kubrick, 1971) o en “Deliverance” (John Boorman, 1972), por ejemplo. “Frenesí”, obviamente, no podía ser menos.














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