Frenesí
(Frenzy)
Reino
Unido, 1972
Director:
Alfred Hitchcock
Guión:
Anthony Shaffer. Basado en una novela de Arthur La Bern
Fotografía:
Gilbert Taylor
Música:
Ron Goodwin
Intérpretes:
Jon Finch (Richard Dick
Blaney)
Barry Foster (Robert Bob Rusk)
Barbara Leight-Hunt (Brenda Blaney)
Anna Massey (Barbara Babs
Milligan)
Alec McGowen (Inspector Oxford )
Vivien Merchant (Mrs. Oxford)
Billie Whitelaw (Hetty Porter)
Clive Swift (Johnny Porter)
Bernard Cribbins (Felix Forsythe)
Michael Bates (Sargento Spearman)
SINOPSIS:
Londres,
1972. El cadáver desnudo de una mujer
flotando en las aguas del Támesis
con una corbata atada al cuello desvela, de repente, la presencia de un maníaco
sexual en la capital británica. Muy pronto, las sospechas de Scotland Yard recaen sobre Richard Blaney, el exmarido de una de
las víctimas. Incapaz de demostrar su inocencia, Blaney será condenado a cadena
perpetua.
Dicen de “Frenesí” que no está a la altura de los mejores films de Alfred Hitchcock. Y yo me pregunto… ¿De
qué altura estamos hablando? ¿De qué nivel? ¿Nivel “Vértigo”? ¿Nivel “Psicosis”?
¿Nivel “La ventana indiscreta”? ¿O
quizás ya nos conformaríamos con un nivel “Los
pájaros” o “Con la muerte en los
talones”?
Digan lo que digan y la comparen con la que
la comparen, “Frenesí” es —a mi juicio— un peliculón. Y no sólo eso. “Frenesí”
es, posiblemente, el film de Hitchcock más sombrío, perverso y siniestro. Con
permiso de “Psicosis” por supuesto. Quizás por eso mismo me gusta tanto esta
peli. Porque en la trayectoria cinematográfica de Hitchcock puede vislumbrarse
—a poco que te fijes— una evolución (o una involución,
tal vez) ética o moral clara y meridianamente definida. Una evolución (o involución si así lo preferís) que
culmina con “Frenesí” y que nos muestra —sin lugar a dudas— un panorama
desolador. Sin ningún personaje positivo. Sin ningún mensaje esperanzador. Sin
moralinas, moralejas ni maniqueísmos de ningún tipo.
Quizás también por eso mismo he decidido diseccionar la célebre escena del camión
de patatas. O la del maldito alfiler, vaya. Porque al margen de constituir un
extraordinario paradigma de cómo rodar una impecable y magistral escena de
suspense, la secuencia de marras nos empuja perversamente a padecer por el
infortunio del asesino. A rezar para que no lo descubran. A rogar para que
logre su objetivo. Algo que tan sólo un genio tan retorcido y maquiavélico como
Hitchcock podía conseguir con tanta facilidad. Básicamente porque el cineasta
británico conocía a su publico a la perfección y sabía qué brebaje debía
administrarles en cada momento para mantenerles entretenidos, para mantenerlos
expectantes, para mantenerlos en tensión. Para empujarles —incluso— a empatizar con un despiadado asesino.
Así pues, dejemos de marear la perdiz y
sumerjámonos de lleno en el peculiar y enfermizo microcosmos del mago del suspense. Un microcosmos que,
en esta ocasión, podemos situar en el Covent
Garden londinense. Concretamente después de que Bob Rusk (Barry Foster),
un pequeño empresario de frutas y verduras, acabe de asesinar a Barbara Babs Milligan (Anna Massey) en una combinación de fuera de plano y travelling hacia atrás —por cierto— absolutamente magistral.
Pues bien, después de esa violación y
posterior asesinato que no hemos visto pero que deducimos gracias a los
antecedentes que disponemos de Rusk, es cuando empieza la escena de hoy. Con el
asesino saliendo de su domicilio ataviado con una gorra y un mandil de frutero y
cruzando la calle con un gran carro cargado con un enorme saco —teóricamente— repleto de patatas.
Como es lógico y normal sabemos que el saco
contiene —además de patatas— el cadáver de Babs,
la chica que Rusk cobija en su casa mientras la policía rastrea la pista de Richard Blaney (Jon Finch), exmarido de una de las víctimas del frutero psicópata y
amante de la susodicha Babs.
Lo que desconocemos —sin embargo— son los
enormes problemas que padecerá Rusk para deshacerse del cadáver. Pero no
adelantemos acontecimientos. Estábamos con Rusk acarreando el saco con el
cadáver de Babs. Es noche cerrada, no
hay nadie en la calle y Rusk descarga como puede el pesado saco en la caja de
un camión que transporta patatas y que, esa misma noche, parte hacia las
afueras de Londres. Una vez logrado el objetivo, Rusk tira a la basura la gorra
y el mandil con el que se había disfrazado
y vuelve a su casa.
Una vez en su apartamento, Rusk intenta
relajarse. Así pues, se tumba en el sofá, se sirve una copa de vino blanco y
mordisquea distraídamente un mendrugo de pan. Aún así, Rusk está inquieto. Se
levanta, echa un vistazo por la ventana y se hurga la dentadura con las uñas
para librarse de un molesta migaja que se le ha quedado entre los dientes.
Con objeto de hurgar con mayor precisión,
Rusk palpa el ojal de su americana en busca de su inseparable aguja. Cual es su
sorpresa, pues, cuando comprueba que no la tiene. Desesperado, la busca por
toda la casa: entre los cojines del sofá, en el suelo, entre la colcha y el
colchón, en los cajones de la cómoda, en el bolso de Babs…
De repente, un siniestro flashback rememorando el asesinato de la
amante de Blaney le advierte lo que puede haber ocurrido con su aguja: sin lugar
a dudas Babs se la arrebató poco
antes de ser estrangulada.
Permitidme, en este momento, hacer hincapié
en los magníficos primerísimos planos
que utiliza Hitchcock para rememorar el asesinato de la chica. Una docena de
rapidísimos primeros planos de gran impacto visual cuyo montaje, junto a la
intensa e incisiva banda sonora de Ron
Goodwin, eleva la tensión de este fragmento hasta límites insospechados.
Inmediatamente, Rusk sale de su
apartamento, baja las escaleras zumbando y cruza la calle en dirección al
camión de patatas. Afortunadamente, el vehículo aún está ahí. Una vez en su
parte trasera, baja el portón y se sube al furgón.
Mientras busca el saco de patatas en el que
se encuentra el cadáver de Babs, Rusk
alza la vista un momento y Hitchcock nos muestra lo que ve: unos gruesos
barrotes que —simbólica o subliminalmente—
nos hacen pensar en una prisión; lugar en el que sin lugar a dudas acabará Rusk
si no recupera esa dichosa aguja (con la inicial de su apellido, por si fuera
poco) que le incrimina directamente en la violación y posterior asesinato de Babs Milligan.
De repente, el camión arranca. Y así, dando
bandazos entre sacos de patatas, Rusk consigue desatar el saco en el que
teóricamente se encuentra Babs.
Después de vaciarlo parcialmente, Rusk distingue algo. Se trata de un pie.
Desgraciadamente, para él, ha desatado el saco por el extremo equivocado. Aún
así, el frutero no ceja en su empeño y va tirando trabajosamente de las piernas
de Babs con objeto de llegar a las
extremidades superiores.
En este momento se produce uno de los típicos
gags de humor negro by Alfred Hitchcock. Y digo uno porque esta secuencia
contiene —tranquilamente— dos o tres de ellos. El momento cómico en cuestión se
produce cuando, entre los tirones del asesino y los vaivenes del camión, uno de
los pies de Babs se le queda
estampado a Rusk en pleno rostro.
A continuación, viene el segundo. Y es que,
después de tanto ajetreo, el polvo que ha quedado flotando en el ambiente
provoca en Rusk un fuerte estornudo. Afortunadamente, el asesino de la corbata logra ahogarlo con la ayuda de su pañuelo.
Acto seguido, Rusk prosigue batallando con
el saco de Babs. Y así, cuando ya ha
llegado a la altura del vientre, mete la cabeza dentro del fardo y exclama la
frase que da nombre a este spoiler.
Una de las pocas que, si os habéis fijado, posee esta secuencia.
Rusk: “¡Babs, zorra! ¿Dónde está ese maldito
alfiler?”
Por si fuera poco, un repentino frenazo por
parte del conductor provoca que —al acelerar de nuevo y debido a la inercia—
uno de los sacos de patatas acabe cayendo y desparramándose por la carretera.
Recordemos que, en su momento, el conductor arrancó creyendo que el portón de
atrás estaba bien cerrado cuando, obviamente, Rusk lo había dejado abierto para
montar en el furgón.
Tras dar dos o tres volantazos el coche que
va detrás del camión lo adelanta y advierte a gritos al conductor:
Conductor del turismo: “¡Eeeh, está perdiendo toda la
carga!”
Conductor del camión: “¿Qué?”
Conductor del turismo: “¡Las patatas! ¡Se le están
cayendo!”
Como es lógico, el conductor del camión se
detiene en el arcén, se baja de la cabina y cierra bien el portón trasero.
Naturalmente, Rusk se encuentra bien oculto entre los sacos.
Nuevamente en marcha, Rusk prosigue con la
búsqueda del alfiler. Al cabo de muy poco, lo encuentra. Tal y como sospechaba,
lo sostiene aferrado Babs en su mano
derecha. El problema radica en el rigor
mortis. Y por mucho que lo intenta, Rusk no consigue arrancarle la aguja al
agarrotado cadáver. Primero lo intenta con los dedos y, después, con una
pequeña navaja que se le acaba rompiendo. Finalmente, Rusk no encuentra otra
solución que quebrarle las falanges a la pobre Babs —una por una— hasta poder arrebatarle el alfiler.
Y es esa concatenación de pequeñas
adversidades, precisamente, la que genera en el espectador dos poderosos e
inevitables efectos: por un lado el de suspense
(un efecto en el que Hitchcock era, obviamente, un auténtico maestro) y por
otro, el de cierta y curiosa empatía
respecto al asesino. No en vano, Rusk es un tipo alegre y divertido. Mucho más simpático
y afable que Richard Blainey, por ejemplo. Y aunque —ciertamente— Rusk no deja
de ser un vil y abyecto asesino, algo hay en esta escena (posiblemente ese humor negro que comentábamos antes) que
nos empuja a padecer por él. Así pues, cuando Rusk logra su objetivo y se
coloca el alfiler en la parte interna de la solapa de su americana, todos
nosotros respiramos aliviados. Como él.
Y poco más. La escena acaba concretamente cuando,
a renglón seguido, el conductor del camión decide parar en un bar de carretera
para comer o beber algo y Rusk aprovecha para bajar del vehículo.
Como colofón, sin embargo, permitidme
añadir dos o tres detalles que me parecen importantes. En primer lugar, hacer hincapié
en el gran talento narrativo de Alfred
Hitchcock. Un genio capaz de explicarnos tan sólo con imágenes todo lo que
va sucediendo. Absolutamente todo. De hecho estamos ante una secuencia
prácticamente muda. Ante una
secuencia que contiene tan sólo dos o tres frases en doce minutos de metraje.
Y, encima, ninguna de ellas es imprescindible. A eso lo llamo yo dominar el
medio artístico. Y a fe de Dios que Hitchcock lo dominaba. Como pocos. Por otro
lado destacar, también, la labor interpretativa de Barry Foster. Un actor que a Hitchcock le gustó mucho en “Nervios rotos” (1968) —un muy
interesante y hitchcockiano thriller de Roy Boulting, por cierto— y que, sin lugar a dudas, bordó su
personaje de maníaco sexual en “Frenesí” de forma extraordinaria. Sin que nadie
se planteara, ni por un instante, que hubiera pasado si finalmente el personaje
de Bob Rusk lo hubiera interpretado la primera opción de Hitchcock para ese
papel, el mucho más conocido y reconocido Michael
Caine. Y ya por último, resaltar que “Frenesí” sigue también esa tendencia
tan en boga a principios de los 70 consistente en conceder un gran protagonismo
al sexo y a la violencia. Lo podemos constatar en “Perros de paja” (Sam
Peckinpah, 1971), en “La naranja
mecánica” (Stanley Kubrick,
1971) o en “Deliverance” (John Boorman, 1972), por ejemplo.
“Frenesí”, obviamente, no podía ser menos.
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