Los profesionales (The professionals)
Estados Unidos, 1966
Director: Richard Brooks
Guión: Richard Brooks. Basado en una obra de
Frank O’Rourke
Fotografía: Conrad L. Hall
Música: Maurice Jarre
Intérpretes:
Burt Lancaster (Bill Dolworth)
Lee Marvin (Henry Rico Fardan)
Robert Ryan (Hans Ehrengard)
Woody Strode (Jacob Sharp)
Jack Palance (Jesús Raza)
Claudia Cardinale (María Grant)
Ralph Bellamy (Joe Grant)
SINOPSIS: En plena Revolución
Mexicana (1910-1920), Joe Grant —un poderoso magnate del
ferrocarril— contrata a cuatro experimentados mercenarios (Dolworth, Fardan,
Ehrengard y Sharp) para que localicen y rescaten a Maria,
su esposa, una bella mujer secuestrada por un temible revolucionario mexicano
llamado Jesús Raza. Tras exponerse a multitud de peligros en territorio
hostil, Fardan y sus hombres consiguen liberar a Maria pero —mientras regresan
a casa— empezarán a plantearse si la mujer había sido realmente secuestrada o
guardaba, quizás, algún vínculo con la Revolución.
Lo he dicho muchas veces pero volveré a
repetirlo. Si por algo me encantan Aldrich, Peckinpah o Leone
es —fundamentalmente— por su particularísima visión del western. Un
género al que poquito de clásico e idílico le quedaba ya en los 60 y que nos
muestra en esta convulsa y apasionante década una percepción del oeste mucho
más cínica, amoral y desoladora. Una percepción del oeste gravemente afectada
por diversas circunstancias sociales y políticas de la época (la Guerra de Vietnam,
por ejemplo) y que ya no permite, en absoluto, seguir narrando historias con la
misma ingenuidad e idealismo de antaño. Me estoy refiriendo, naturalmente, al western
revisionista. Al western crepuscular. Al Spaghetti Western.
A todos esos westerns, en definitiva, en los que la delgada línea que
suele separar a buenos y malos es cada vez más imperceptible y en
los que la incapacidad de sus protagonistas por adaptarse a los nuevos tiempos
es cada vez más manifiesta.
La escena que hoy os voy a reseñar, sin embargo,
no pertenece a ninguna peli de los tres directores anteriormente citados. Pero
sí os puedo asegurar que es tan crepuscular, o más, que cualquiera de
las que haya podido parir Aldrich, Peckinpah o Leone. Se trata —concretamente—
de la mítica conversación que mantienen Bill Dolworth (Burt Lancaster)
y Jesús Raza (Jack Palance) en el tramo final de “Los
profesionales”, de Richard Brooks. Una conversación que exuda
romanticismo, nostalgia y desaliento a partes iguales y que viene a sintetizar,
además, el mensaje esencial que quiere transmitirnos Richard Brooks a través de
su peli. Tanto en su faceta de director como en la de guionista. El de cuatro
mercenarios que, pese a su amor al dinero, siguen manteniendo entre sí cierto
código ético. Ciertos principios. Ciertos ideales. Quizás algo marchitos, por
supuesto, pero vivos al fin y al cabo. Y es precisamente ese sentido elemental
de la dignidad, de la profesionalidad, de la lealtad… la clave fundamental para
que estos cuatro tipos duros vuelvan a ilusionarse de nuevo y se vean capaces
de darle una vuelta de tuerca a una historia que —como tantas otras— había
empezado por amor… al dinero.
Antes de entrar de lleno en el análisis de la
secuencia, no obstante, me gustaría incidir en dos aspectos. En primer lugar
que estamos ante una escena en la que lo primordial —más que el aspecto visual
o estético— es el fondo. El mensaje. Lo que Richard Brooks trata de contarnos,
vaya. Así pues, no esperéis encontraros planos o encuadres fuera de lo
estrictamente convencional. Recordad que estamos presenciando un grandísimo
diálogo entre dos personas que se están jugando el todo por el todo y que
Brooks lo único que pretende —a nivel visual— es que nosotros, como
espectadores, seamos simples testigos de la conversación de marras. Ni más, ni
menos. No en vano, me gustaría añadir que Brooks —además de ser un gran
director— también fue un excelente guionista y que, precisamente por ello, ganó
un merecidísimo Oscar por “El fuego y la palabra” y fue nominado hasta
cuatro veces más por “Semilla de maldad”, “La gata sobre el tejado de
zinc”, “A sangre fría” y, como no, por “Los profesionales”.
Asimismo, también me gustaría hacer hincapié, en segundo lugar, que estamos
ante una conversación entre dos personajes —a priori— completamente distintos.
Entre un mercenario que se mueve por dinero (Dolworth) y un revolucionario que
se mueve por ideas (Raza). Dos personajes que antaño fueron viejos compañeros
(ambos combatieron junto a Pancho Villa) y que, en este preciso momento,
se encuentran en bandos opuestos. Considero importante puntualizarlo porque no
estamos hablando de dos desconocidos. Estamos hablando de dos personas entre
las que hubo, antiguamente, una causa común.
Dicho esto, situémonos. Es de día, hace muchísimo
calor y nos encontramos en plena sierra mexicana. Concretamente, en una
quebrada. Apostados detrás de unas gigantescas rocas que protegen a nuestros
protagonistas del sol… y de las balas. Y aunque tanto Dolworth como Raza se
encuentran heridos, ambos parecen plenamente convencidos de poder resolver con
éxito su particular duelo personal. Un duelo que se inicia con una de las
líneas de diálogo más nostálgicas y emotivas de la historia del western
y que dice así:
Jesús Raza: “Supongo que sabes que uno
de los dos ha de morir”
Bill Dolworth: “Es posible que los
dos”
Jesús Raza: “Morir por dinero es una
estupidez”
La escena, de entrada, nos muestra a Jesús Raza
en primer término. Detrás de una gran roca. Y a lo lejos —algo más
desprotegido— intuimos la silueta de Dolworth. Como es lógico, la distancia
entre ambos les obliga a dialogar utilizando un tono de voz más alto de lo
habitual. Una circunstancia que —a mi juicio— refuerza aún más, si cabe, la
fuerza y el efecto de unas frases ya de por sí lapidarias. Y es que si una
frase es buena, os aseguro que la réplica de rigor es —muchas veces— aún mejor.
Tanto si la pronuncia Raza como si la pronuncia Dolworth. En este caso, por
ejemplo, el primer reproche lo lanza el mexicano, que le recrimina al americano
su amor al dinero. Pero, como era de esperar, Dolworth no se queda callado y
hace lo propio con su rival, recordándole que morir por una mujer tampoco es
algo demasiado inteligente.
Bill Dolworth: “Y morir por una mujer
más aún. Sea la mujer que sea. Incluso ella”
Jesús Raza: “¿Cuanto tiempo vas a
retenernos?”
Bill Dolworth: “Un par de horas y lo que
pase aquí ya no importará. Ella volverá a ser la señora Grant”
Jesús Raza: “Pero eso no cambiará
nada. Lo que importa es que ella es mi mujer: antes, ahora y siempre”
En este momento es cuando Dolworth rebate el
romanticismo de Raza (y conste que aquí utilizo el término romanticismo en
su vertiente más amplia y genérica) con una visión de la vida total y
absolutamente escéptica, pragmática y descarnada. La suya. Una visión, por
cierto, que —al final— tampoco resulta tan distinta a la de Raza. Sobre todo
cuando después de la ácida y mordaz andanada verbal de Dolworth el mexicano contraataca
con uno de los soliloquios más bellos y conmovedores de la historia del
western. Una lúcida y, a la vez, amarga reflexión en voz alta sobre la Revolución (y,
por ende, sobre cualquier ideología política y/o social que se tercie) que
constata por qué Richard Brooks siempre fue considerado un hombre comprometido
y progresista y por qué —a su vez— también fue considerado, y con razón, como
uno de los mejores guionistas de Hollywood.
Bill Dolworth: “Nada es para siempre.
Excepto la muerte. Pregúntale a Fierro, a Francisco, a todos aquellos del
cementerio de los hombres sin nombre”
Jesús Raza: “Todos ellos murieron por
un ideal”
Bill Dolworth: “¿La revolución?...
Cuando el tiroteo termina, los muertos se entierran y los políticos entran en
acción. Y el resultado es siempre igual: una causa perdida”
Jesús Raza: “Así que tú quieres la
perfección o nada. Ohhh, eres demasiado romántico, amigo. La revolución es como
la más bella historia de amor. Al principio ella es una diosa, una causa pura.
Pero todos los amores tienen un terrible enemigo”
Bill Dolworth: “El tiempo”
Jesús Raza: “Tú la ves tal como es. La
revolución no es una diosa sino una mujerzuela. Nunca ha sido pura, ni
virtuosa, ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro amor, otra causa. Pero
sólo son asuntos mezquinos. Lujuria pero no amor. Pasión pero sin compasión. Y
sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe. Nos
marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos.
Morimos porque es inevitable”
Respecto a la descripción estrictamente visual de
la escena, lo dicho. Plano y contraplano. O lo que es lo mismo: plano de
Dolworth cuando habla el americano y plano de Raza cuando habla el mexicano.
Sin más. Eso sí, la fotografía de Conrad L. Hall es tan y tan
jodidamente buena que no me extraña en absoluto que fuera nominada al Oscar de
ese mismo año y que muchos espectadores recuerden esta peli durante toda su vida
por una acuciante y muy concreta sensación física: el calor. Y es que, sin
lugar a dudas, “Los profesionales” es un auténtico elogio al calor. Al calor,
al sudor y al sol del desierto. Por eso mismo Dolworth y Raza lucen cuerpos y
rostros permanentemente bañados en sudor y por eso mismo lo que les castiga a
ambos en todo momento es el pegajoso polvo del desierto y ese despiadado y
abrasador astro rey cerniéndose horas y horas sobre sus cabezas. No tanto Raza
(resguardado a la sombra en esta escena) pero sí Dolworth, tumbado al sol
encima de un peñasco durante toda la secuencia como si fuera un verdadero
lagarto.
Y poco más. Añadir,
tal vez, que el lingotazo de tequila que se mete el mejicano entre pecho y
espalda al final de la perorata contribuye, sin lugar a dudas, a elevar la
insoportable temperatura ambiental hasta límites insospechados y reiterar, una
vez más, que lo que convierte esta escena en una de las más memorables de la
historia del western es —obviamente— el susodicho diálogo entre Dolworth y Raza.
Un diálogo tan y tan espléndido que parafrasearlo más de lo estrictamente
necesario me parece —con franqueza— bastante absurdo. Así pues, si aún no
habéis visto esta magnífica secuencia solo os recomendaría dos cosas: que
tengáis a mano alguna bebida fresquita, sobre todo, y que la disfrutéis —no
una— sino varias veces. Me lo agradeceréis.
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