Hasta que llegó su
hora (C’era una volta il West)
Italia, 1968
Director: Sergio Leone
Guión: Sergio Leone, Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci
Fotografía: Tonino Delli Colli
Música: Ennio
Morricone
Intérpretes:
Charles Bronson
(Harmónica)
Henry Fonda (Frank)
Claudia Cardinale (Jill McBain)
Jason Robards (Cheyenne)
Gabriele Ferzetti (Morton)
Frank Wolff (Brett McBain)
Paolo Stoppa (Sam)
Lionel Stander (Barman)
Simonetta Santaniello (Maureen McBain)
Stefano Imparato (Patrick McBain)
Enzo Santaniello (Timmy McBain)
SINOPSIS: Poco después de la Guerra Civil Americana (1861-1865), el colono
irlandés Brett McBain —viudo y padre
de tres hijos (Maureen, Patrick y Timmy)— viaja a Nueva
Orleans. Allí conoce a Jill, una
bella prostituta con la que acuerda casarse. Cuando Jill llega a Sweetwater, el rancho de los McBain,
descubre que toda la familia ha sido asesinada y que todas las sospechas recaen
en Cheyenne y su banda. Aún así, el
paso de la línea férrea de Morton
por las tierras de los McBain induce a pensar a Jill que tal vez el susodicho magnate
y Frank, su pistolero a sueldo, sean
los verdaderos culpables del crimen. Paralelamente irrumpe en escena Harmónica, un misterioso pistolero que
le sigue la pista a Frank y que no descansará hasta poder batirse en duelo con
él.
Como muchos de vosotros ya sabéis “Hasta que llegó su hora” es mi western preferido. Y lo es, entre
otras cosas y por de pronto, porque tiene cuatro escenas absolutamente
apabullantes. Cuatro escenas que son CINE en estado puro y que jamás me cansaré
de ver una vez tras otra. Imaginaos, por lo tanto, lo mucho que me ha costado
elegir tan solo una. Naturalmente, podría haber decidido al tuntún y seguro que la escena ganadora
habría sido la mejor. Pero finalmente, no sé exactamente por qué, me ha
apetecido reseñar la que hoy nos ocupa. Una escena que creó cierta polémica en
Estados Unidos cuando se estrenó la película y que a mi me parece tan
arriesgada como absolutamente magistral. Me estoy refiriendo, como no, a la dramática
escena que describe la matanza de la familia McBain.
Antes de entrar en materia, sin embargo, me gustaría
recordar que —aunque éste no fue el último western
de Sergio Leone (le faltaba aún
por rodar “¡Agáchate, maldito!”)—
“Hasta que llegó su hora” es, a mi juicio, su indiscutible testamento
cinematográfico. Al menos por lo que al western
o spaghetti western respecta. Precisamente
por eso me fascina tanto esta peli. Porque todo en ella huele a muerte. A final
de trayecto. A una época —la de los cowboys,
la de los pioneros, la de los forajidos— que se acaba, que agoniza, que ya
nunca volverá a ser igual. Y aunque, afortunadamente, el western sobrevivió a “Hasta que llegó su hora” (“Grupo salvaje”, “Sin perdón” u “Open Range”
—por ejemplo— así lo atestiguan) yo creo que la peli de Leone situó el listón
cinematográfico tan alto que ya nada ni nadie conseguirá superarlo jamás.
Preparaos, por consiguiente, para una auténtica lección de
cine. Para un dominio del tempo cinematográfico
irreprochable. Para un manejo de la cámara espectacular. Para una puesta en
escena impecable. Y, sobre todo, para una simbiosis de imagen y música brutal.
Porque todo eso, y más, lo encontraréis en esta escena.
Una escena que empieza con un rifle que asoma entre unos
matorrales y dispara dos veces al aire. El objetivo son unas perdices y el
autor de los disparos es Brett McBain
(Frank Wolff), el colono irlandés
dueño de Sweetwater, un rancho en
medio de la nada. O mejor dicho, en medio de Arizona. Concretamente cerca de Flagstone, el pueblo ficticio que Carlo Simi levantó en La Calahorra
(Granada) inspirándose en Abilene.
Pero volvamos a la escena. A Sweetwater, el set que Carlo Simi edificó en el
desierto de Tabernas (Almería) y que aún hoy se puede visitar
como poblado del oeste destinado a los turistas bajo el nombre de Western Leone. Nos habíamos quedado con
un primer plano de Brett McBain, el autor de los disparos. E inmediatamente, de
entre los arbustos, aparece correteando un chiquillo pelirrojo. Es Timmy McBain (Enzo Santaniello), su hijo. Y lleva una de las perdices que acaba
de abatir su padre. Cabe añadir que hace un sol absolutamente abrasador y que el
único sonido ambiental (disparos al margen) es el del canto de las
cigarras.
Timmy: “¡Hey, papá! ¡Mira!”
Brett: “Ya está bien. Se está haciendo tarde. Vamos
a casa”
En éstas, Timmy ahuyenta a una perdiz que aún permanecía
oculta entre la maleza y con la mano imita la acción de un revolver disparando:
“¡Bang,
bang, bang, bang!”. Un gesto que, sin lugar a dudas, nos recuerda al
pequeño Joey Starret (Brandon De Wilde) haciendo lo propio en
“Raíces profundas”. Su padre lo
reprende suavemente: “Timmy…”
A continuación, Brett se da la vuelta y sigue andando en
dirección a casa. Timmy lo sigue, correteando, y —de camino— recoge del suelo
la segunda perdiz. Superada una pequeña loma se ve, al fondo, el rancho de
Brett McBain. Sweetwater. Un edificio de madera (se construyó con restos del set de “Falstaff”) de considerables dimensiones.
La siguiente toma, lateral, nos muestra a una chica
pelirroja saliendo de la casa con un gran cuenco de comida. Es Maureen McBain (Simonetta Santaniello). El encuentro entre ella y su padre se
produce frente a una gran mesa cubierta por un mantel de cuadros y abundantes
manjares.
Cuando llega Timmy, el pequeño le enseña las dos perdices
a su hermana.
Timmy: “Maureen, mira”
De repente, las cigarras enmudecen. Un primer plano de
Brett refleja —de inmediato— cierta preocupación. Pero no tan sólo en Brett,
sino también en los rostros de Maureen y Timmy. Nadie de ellos emite ni una
sola palabra pero la seriedad en las caras y el clamoroso silencio que los envuelve
provocan, sin lugar a dudas, que se empiece a mascar en el ambiente una tensión
verdaderamente insoportable. Mientras Brett otea el horizonte tan sólo se oye
el ulular del viento, los ladridos de un perro a lo lejos y el sonido del
cuchillo de Maureen rebanando despaciosamente el pan.
Unos segundos después, las cigarras vuelven a cantar. Al
parecer, todo vuelve a la normalidad. Y es entonces cuando Brett se coloca bien
el lazo en el cuello de la camisa y —dándole un buen pescozón a Timmy— empieza a
darle instrucciones al chiquillo.
Brett: “¿Qué haces aquí? Métete dentro, rápido, y
lávate. Y no toques el pastel de manzana ni el asado ¿Patrick ya se ha ido a la
estación?”
Maureen (mientras le ayuda a colocarse bien el lazo): “Está
preparándose, papá”
Brett (chillándole a su hijo): “¡Maldita sea, Patrick!”
Patrick (desde dentro de la casa): “¡Ya voy, papá!”
En este momento es cuando deducimos que todos esos
preparativos están destinados a una visita muy especial. Alguien que llega en
tren y a quien hay que ir a recibir a la estación. Así pues, mientras Timmy y
Patrick se están arreglando en el interior de la casa, Brett se sirve un vaso
de vino e inicia un diálogo con Maureen, su hija.
Brett (refiriéndose a los manjares de la mesa): “No
está nada mal… ¡Más grandes las rebanadas, mujer! Vamos a celebrar una fiesta,
¿no?”
Maureen: “Son como las de siempre”
Brett: “Ya, claro. Como las de siempre”
Dicho esto es cuando aparece el Brett McBain más humano y
sensible. Y así, mientras le acaricia la barbilla a su hija, le habla con
suavidad. Con dulzura. Con amor.
Brett: “Maureen. Pronto podrás cortar las rebanadas
todo lo grandes que quieras. Tendrás ropa nueva preciosa. Y no hará falta que
trabajes más”
Maureen: “¿Nos haremos ricos?”
Brett: “¿Quién sabe?”
A continuación, sin embargo, reaparece el Brett McBain más
estricto y gritón.
Brett: “¡Patrick!”
Y en este momento es cuando irrumpe en escena Patrick McBain (Stefano Imparato), un joven delgaducho y pelirrojo.
Brett: “¡Espera un momento! Mira qué botas más sucias llevas ¡Límpiatelas!
Llegará el tren y no habrá nadie esperando a vuestra madre”
Patrick: “Nuestra madre murió hace seis años”
Una respuesta que induce a Brett a dirigirse a su hijo,
agarrarlo del pelo y soltarle un enérgico y ruidoso bofetón. En este momento
averiguamos que Brett es viudo y que la persona que Patrick debe recoger en la
estación es, por consiguiente, su nueva pareja.
Brett: “Vete ya o llegarás tarde”
Patrick: “Un momento... ¿Cómo la reconoceré?”
Brett: “No hay modo de que te equivoques. Es joven,
guapa y toda una señorita”
Brett (leyendo la carta de Jill que acaba de sacarse del bolsillo): “Para viajar llevaré un vestido
negro y el mismo sombrero que llevaba el día que nos conocimos”
Brett: “Voy a coger agua del pozo”
Y así, mientras Brett se dirige a sacar agua fresca del
pozo y Patrick va a por la carreta, Maureen sigue con los preparativos de la
celebración cantando —a su vez— una canción popular irlandesa. Una canción que,
por cierto, también cantaron Robert
Mitchum y Teresa Wright en “Perseguido” (1947), de Raoul Walsh.
Maureen (cantando): “Ah, joven Danny. La gaita, la gaita suena.
Y en la ladera del monte el verano ha terminado y todas las rosas se marchitan”
De repente, las cigarras vuelven a enmudecer. Y tanto
Brett como Maureen o Patrick (ya montado en la carreta) vuelven a mostrar
signos de alarma y sorpresa. A continuación, de entre unos arbustos, revolotean
un grupo de perdices. Como si algo o alguien las hubiera asustado. Y segundos
más tarde, se oye un disparo. Brett mira hacia el cielo, esperando ver caer
alguna de las perdices. Pero ninguna de ellas cae. Acto seguido, clava la vista
hacia la casa, donde Maureen aún permanece de pie por unos instantes. Hasta que
se tambalea y acaba desplomándose. Un primerísimo primer plano de Brett
(concretamente de su boca) nos muestra un grito desesperado.
Brett: “¡Maureen!”
Un travelling
lateral acompaña a Brett en su carrera hacia Maureen. Pero es alcanzado por otros
dos disparos. El siguiente en caer es Patrick, que es abatido en la misma
carreta. Brett, sin embargo, aún no ha muerto. Pero cuando, arrastrándose, llega
a la silla donde había dejado su revólver, un tercer y definitivo disparo lo
remata del todo.
El siguiente plano —un travelling
subjetivo que nos muestra a Timmy corriendo desde el interior hacia el exterior
de la casa— es, sin lugar a dudas, una auténtica maravilla. Máxime cuando,
además, queda sublimemente engarzado a un expresivo primer plano del chiquillo mientras
empiezan a sonar las siniestras primeras notas de Come una sentenza, el tema
musical que Ennio Morricone le
adjudicó a Frank (Henry Fonda), el villano de la peli. Un
estremecedor leit motiv a base de
guitarra eléctrica, harmónica, vientos y orquesta sinfónica que a mí me parece, francamente, de los mejores que jamás se han compuesto para una película.
A partir de aquí, pues, asistiremos a una auténtica master class de cine. En primer lugar
porque sólo la música de Morricone ya te pone los pelos como escarpias. Y en
segundo lugar porque —cuando música e imágenes casan a tan alto nivel— la
satisfacción del espectador debe ser, a mi juicio, máxima. Insuperable. Brutal.
Pero volvamos a la escena. Habíamos dejado a Timmy en la puerta de la casa
aferrado a una botella de agua. Contemplando los cuerpos sin vida de su familia
mientras el in crescendo musical de
Morricone nos anticipa la aparición de los autores de la masacre. Y no, no son
indios. Son cinco tipos bastante siniestros que aparecen de detrás de los
matorrales y que se dirigen, lenta y ceremoniosamente, hacia Timmy. Los cinco
visten largos guardapolvos de color arena (¡cómo me gustan los guardapolvos,
por cierto!) y precisamente la constante polvareda que levanta el viento nos
impide ver sus caras. Primero los vemos de frente y luego, en el siguiente
plano, de espaldas. Y es, en este momento, cuando la cámara realiza un calculado
gesto circular y, muy lentamente, pasa de enfocar las espaldas de esos cinco
hombres a centrarse en un primerísimo primer plano del rostro del que está en
medio. Obviamente, me estoy refiriendo a Frank. O a Henry Fonda, vaya. Un actor
que en Estados Unidos siempre había representado a personajes buenos, rectos y
honrados y que en su nuevo rol con Leone aparecía por primera vez como un auténtico
asesino. Como un tipo frío, despiadado y sin escrúpulos. Lo percibimos en su
gélida mirada, en su cínica sonrisa, en sus gestos (la manera como escupe el
tabaco, por ejemplo, es magistral) y, naturalmente, en sus actos.
De hecho —si me permitís el inciso— cuando Leone vio
llegar a Fonda el primer día de rodaje con bigote, perilla y lentillas oscuras
casi le da un patatús. Y es que lo que Leone quería para su peli era,
precisamente, esa intensísima mirada azul celeste del tipo que había
interpretado a Lincoln, a Earp o al jurado número 8. Quería
al Henry Fonda íntegro, modélico y honesto de toda la vida, vaya. Y quería,
también, que cuando la cámara revelara la identidad del jefe de esa banda de
asesinos desalmados los espectadores reaccionaran diciendo: “¡Dios
bendito! ¡Es Henry Fonda!”. O algo parecido. Y así fue. La mayoría de
espectadores —sobre todo americanos— quedaron medio petrificados al conocer la
identidad del villano y todo ello generó, obviamente, una considerable
polémica. Hasta el punto que los resultados en taquilla no fueron los esperados
y hasta el punto que, en las primeras exhibiciones televisivas, esta escena
quedó recortada para que el espectador no tuviera que ser —forzosamente— testigo
excepcional del asesinato de Timmy. Porque aquí quería llegar. Al brutal
asesinato de Timmy. Un suceso que tiene lugar cuando el lugarteniente de Frank formula
una pregunta tan mítica como la fría, serena e inexorable sentencia de muerte que Frank ofrece como respuesta.
Lugarteniente de Frank (Michael Harvey): “¿Qué hacemos con éste, Frank?”
Frank: “Ya que has pronunciado mi nombre…”
Y así acaba la escena. Con una escalofriante ejecución que visionamos a través de un
tremendo primer plano del colt de
Frank cuyo disparo coincide, a su vez, con el pitido del tren de la próxima secuencia.
La que describe —quizás para compensar tanto dramatismo— la nostálgica y
maravillosa llegada de Jill a la estación de Flagstone.
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