Centauros
del desierto (The Searchers)
Estados
Unidos, 1956
Director:
John Ford
Guión:
Frank S. Nugent. Basado en una obra de Alan LeMay
Fotografía:
Winton C. Hoch
Música:
Max Steiner
Intérpretes:
John Wayne (Ethan Edwards)
Jeffrey Hunter (Martin Pawley)
Ward Bond (Samuel L. Clayton)
Vera
Miles (Laurie Jorgensen)
Harry
Carey Jr. (Brad Jorgensen)
Hank Worden (Mose Harper)
Henry Brandon (Scar)
Natalie Wood (Debbie Edwards)
Dorothy Jordan (Martha Edwards)
Walter Coy (Aaron Edwards)
Pippa Scott (Lucy Edwards)
Lana Wood (Debbie Edwards)
Robert Lyden (Ben Edwards)
SINOPSIS:
Texas,
1868. Tres años después de la
Guerra de Secesión, Ethan
Edwards —un rudo, racista y solitario exsoldado confederado— vuelve absolutamente
derrotado y abatido a su hogar. Poco después, un grupo de comanches liderados
por Scar asesinan brutalmente a Aaron, Martha y Ben —su hermano,
su cuñada y su sobrino, respectivamente— y raptan a Lucy y Debbie, sus otras
dos sobrinas. Muerta también Lucy, Ethan se obsesiona en rescatar a Debbie con
vida cueste lo que cueste. Durante cinco largos años y acompañado por Martin Pawley, un muchacho mestizo
adoptado desde pequeño por los Edwards, Ethan convertirá esa agotadora búsqueda
en su única y trascendental razón para seguir viviendo.
Hablar de “Centauros del desierto” es, sin lugar a dudas, hablar de un
western mítico. De un western grandioso. De un western incomparable. De un
western que ha influenciado a grandes cineastas como Steven Spielberg, Martin
Scorsese o George Lucas y que —para
muchos expertos o simples espectadores en general— es, sencillamente, el mejor
western jamás rodado.
Precisamente por ello podríamos estar horas
y horas hablando sobre “Centauros del desierto”. Sobre sus dobles lecturas.
Sobre su triste y emotiva historia. Sobre sus virtudes técnicas. Sobre el
racismo y la profunda amargura de Ethan. Sobre la excelsa interpretación de
Wayne. Sobre la genialidad de John Ford.
O sobre sus gazapos, también. Porque tenerlos, los tiene. Por supuesto. Pero,
como siempre, debemos centrarnos en una sola escena. Y aunque la de hoy es una
escena que dura, apenas, un minuto y medio, os puedo garantizar que se trata de
un minuto y medio de cine en mayúsculas. De cine en estado puro. Me estoy
refiriendo, concretamente, a la secuencia inicial. Una secuencia que contiene
mucho más de lo que aparentemente muestra y que merece la pena ver una y cien
veces si te consideras un buen cinéfilo y quieres disfrutar de lo lindo.
La escena que os voy a reseñar, pues, empieza
con una puerta que se abre. Una puerta que se abre de dentro hacia fuera y que
nos traslada del oscuro interior de una modesta cabaña al potente contraluz que
genera la fortísima luminosidad diurna de Monument
Valley.
Inicialmente, la persona que abre la puerta
se queda bajo el quicio, con lo que la cámara situada a sus espaldas lo que
recoge es una figura silueteada en negro que contrasta fuertemente sobre la
poderosa luz solar del fondo. Se trata de Martha
Edwards (Dorothy Jordan), esposa
de Aaron Edwards (Walter Coy) y señora de la casa.
Acto seguido, lo que la cámara ejecuta —en
la misma posición— es un suave y delicado travelling
hacia Martha Edwards que nos proporciona, a su vez, una visión del exterior mucho
más grande y precisa. Un travelling
que coincide con el inicio de la preciosa partitura de Max Steiner y que le confiere a este inicio de escena (y de peli)
belleza y emoción a raudales. Estamos, por lo tanto, ante una obertura
absolutamente magistral. Ante una obertura que es una auténtica obra de arte y
que, al margen de sus posibles interpretaciones, apela directamente a nuestra
sensibilidad. Algo que, sin lugar a dudas, solo está al alcance de genios como
John Ford. Un cineasta que llevaba el cine en la sangre y que, más allá de
modas y tendencias, siempre supo escoger la mejor manera para contarnos sus
historias. Sin ataduras. Sin hipotecas. Sin que nada ni nadie pudiera
contaminar su inmenso talento natural. Precisamente por ello su cine es tan puro,
auténtico y genuino. Por momentos como éste.
Naturalmente, el paisaje ayuda y mucho, por
descontado. Lo sabía Ford, lo sabe cualquier director que se precie y lo sabe
también cualquier espectador que tenga un mínimo de sentido y sensibilidad.
Pero de lo que se trata —además— es que la cámara esté situada en el lugar
adecuado, que encuadre lo que deba encuadrar, que se mueva en la dirección y en
la velocidad precisa y que el plano dure lo que tenga que durar. Y en eso Ford
era un auténtico maestro. Aún así, me gustaría destacar —como ya lo he hecho anteriormente—
la inconmensurable belleza de Monument Valley. Porque aunque pocos lo han
sabido filmar como Ford, que duda cabe que paisajes así otorgan al aspecto
visual de cualquier peli un valor añadido absolutamente excepcional. Y es en
este preciso momento —cuando Martha atraviesa el quicio de la puerta y da unos
pasos hacia delante, por el porche— cuando el entorno natural en el que viven
los Edwards luce de forma esplendorosa. Espectacular. Apabullante.
Superado el incuestionable impacto visual
de tan tremenda obertura, una nueva toma —esta vez frontal— nos corrobora que,
efectivamente, la persona que hemos visto de espaldas es Martha Edwards. En este
preciso momento, oteando el horizonte mientras una suave brisa le zarandea el
pelo y el vestido. Por lo visto, alguien se acerca. Y un nuevo plano de
Monument Valley nos confirma que, en efecto, un jinete se aproxima lentamente a
la casa. Un jinete que, por cierto, es identificado inmediatamente (“¡Ethan!”)
en el siguiente plano (también frontal) por Aaron Edwards (Walter Coy), el
siguiente personaje que hace acto de presencia. Se trata de Ethan Edwards (John Wayne), hermano de Aaron y cuñado de Martha. Me gustaría
añadir —llegados a este punto— que, aunque aún no disponemos de esa información,
Ethan es un solitario exsoldado confederado que, derrotado y abatido, regresa a
casa tres años después de ya finalizada la Guerra de Secesión. Un dato que nos hace pensar
que, al margen de la dolorosa derrota, algo más ha frenado a Ethan en su vuelta
a casa.
A continuación —y en un plano lateral—
vemos como también salen de la casa dos chicas y un chico con un haz de leña. Son
Lucy Edwards (Pippa Scott), Debbie Edwards
(Lana Wood) y Ben Edwards (Robert Lyden),
los tres hijos de Aaron y Martha. Si me permitís un inciso, señalar que en esta
secuencia quien interpreta el papel de Debbie Edwards es Lana Wood, la hermana
pequeña de Natalie Wood. Básicamente
para distinguir a la Debbie
de nueve-diez años (Lana Wood) de la que aparece cinco años más tarde (al final
de la peli), ya con quince (Natalie Wood). De hecho, el siguiente plano nos
muestra a la pequeña Debbie más de cerca. Una chiquilla que sostiene una muñeca
de trapo y manda callar al perro (“¡Calla, Chris!”) que no deja de
ladrar ante la llegada de ese forastero que viene a caballo.
El primero que se dirige a recibir a Ethan
es Aaron. “¡Sí, es el tio Ethan!” le exclama en ese momento Lucy a su
hermano. Y entonces es cuando —una vez Ethan ya ha desmontado del caballo— los
dos hermanos se encuentran cara a cara y se saludan dándose la mano. Sin
dirigirse, tan siquiera, ni una sola palabra. Un saludo, obviamente, a todas
luces demasiado frío para dos hermanos que llevaban años sin verse.
El siguiente saludo, sin embargo, es mucho
más cálido y especial. Ethan deja atrás a su hermano, se quita el sombrero y se
dirige hacia Martha, su cuñada. Ésta lo sujeta de los brazos, lo mira fijamente
y le dedica unas más que sinceras palabras: “Bienvenido, Ethan”. Una
bienvenida que Ethan corresponde inclinándose hacia ella y dándole un cariñoso
beso en la frente. Y aquí quería llegar, a la sutileza de detalles como éste.
Detalles que quizás hasta pueden pasar desapercibidos para el público en
general pero que dicen mucho del tremendo talento de John Ford. Un cineasta que
acostumbraba a huir del cine discursivo y que prefería (como Hitchcock, por ejemplo) suministrar la
información necesaria mediante recursos pura y llanamente cinematográficos.
Como éste, por ejemplo.
Así pues, podemos deducir a partir de este
momento que algo existe o ha existido entre Ethan y Martha. Naturalmente, lo
que ahora podemos considerar como una simple especulación se va corroborando
—en escenas posteriores— de forma bastante más clara y meridiana. Pero siempre
de forma sutil, elegante, sagaz. De hecho, lo que ocurre inmediatamente después
de ese beso tan tierno y reverencial sigue certificando dicha sospecha. Y es
que la forma en la que Martha mira a Ethan mientras todos van entrando
paulatinamente en la casa lo dice todo. Pero no solo la mirada. Me gustaría
apuntar, por ejemplo, que Martha no le da la espalda a Ethan en ningún momento.
Y que, a riesgo de caerse, prefiere andar hacia atrás unos metros antes que dejar
de mirarle ni un solo instante. Esto es amor, amigos. Y lo demás, tonterías.
En definitiva: que estamos ante una de las
mejores escenas de un western que, ya de por sí, tiene muchas escenas
memorables. Y si mucho me apuráis, ante una de las mejores escenas de la
historia del cine. Y aunque creo que ya he comentado suficientemente la
secuencia que hoy nos ocupa, no quisiera olvidarme de la impagable labor de Winton C. Hoch (“La legión invencible”, “El
hombre tranquilo”), el director de fotografía. Sobre todo, por haber
conseguido que ese poderoso contraluz del primer plano de la peli no quedara
“quemado”. Y es que Hoch —con Steiner, Wayne, Ford y Monument Valley— son, a mi
juicio, los cinco elementos indispensables de esta grandísima escena.
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