dimecres, 14 de febrer del 2018

“MI PALABRA DE MUERTE ES SINCERA. Y MI PALABRA DE VIDA, TAMBIÉN” (El fuera de la ley, 1976. Clint Eastwood)


El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales)

Estados Unidos, 1976

Director: Clint Eastwood

Guión: Philip Kaufman y Sonia Chermus. Basado en una obra de Forrest Carter

Fotografía: Bruce Surtees

Música: Jerry Fielding

Intérpretes:

Clint Eastwood (Josey Wales)
Chief Dan George (Lone Watie)
Sondra Locke (Laura Lee)
John Vernon (Fletcher)
Sam Bottoms (Jamie)
Bill McKinney (Terrill)
Will Sampson (Ten Bears)
Paula Trueman (Grandma Sarah)
Geraldine Keams (Little Moonlight)
Woodrow Parfrey (Carpetbagger)

SINOPSIS: Josey Wales es un exsoldado confederado que ve como miembros de Las Botas Rojas (a las ordenes de La Unión) matan a su familia e incendian su granja. A partir de ese momento, se convertirá en un forajido con una sola obsesión: cobrar venganza. Aún así, el paso del tiempo le hace ver que su sed de venganza no le llevará a ninguna parte y decide iniciar una nueva vida más pacífica.  



Nunca se me ocurriría discutirle a nadie que “El fuera de la ley” es —efectivamente— una de esas pelis concebidas desde un primer momento como vehículo de lucimiento de Clint Eastwood. Lo sé, lo reconozco y, obviamente, no voy a negarlo de ningún modo. Aún así, los que aprendimos a amar este género de la mano del viejo Clint, le tenemos a esta peli un cariño especial. Muy especial. Y es que pese a que Eastwood ya se convirtió en un icono del western gracias a sus intervenciones en la trilogía del dólar de Leone, yo diría que fueron en realidad pelis posteriores como “Cometieron dos errores” (1968), “Infierno de cobardes” (1972) o ésta misma las que acabaron por confirmarlo definitivamente como ese inconmensurable mito cinematográfico del viejo oeste que es hoy en día.  



Naturalmente, Josey Wales continúa siendo ese pistolero duro, cínico y nihilista que nos dibujó Leone a mediados de los 60. Pero Josey Wales habla más que el pistolero del poncho. Habla más, dispara más e incluso tiene un pasado. Un pasado que conocemos desde el principio de la peli y que nos permite empatizar un poquito más con él. Pero no sólo eso. El Josey Wales de Clint Eastwood calza mejor sombrero, dispara a dos manos y escupe tabaco como nadie. Detalles que, por sí solos, convierten a nuestro protagonista en un personaje de primera división y que, personalmente, me bastan y me sobran para considerar este western como un auténtico peliculón.

Pero si hay algo que me fascina de “El fuera de la ley” (al margen de su fluidez narrativa, de esos personajes secundarios tan bien construidos o de ese tono entre pesimista y crepuscular) es el emotivo tributo que el Clint Eastwood director le dedica a las Naciones Indias. Precisamente por eso he decidido desmenuzar, finalmente, la extraordinaria conversación que Josey Wales (Clint Eastwood) sostiene con Diez Osos (Will Sampson). Porque a pesar de tratarse de una escena que técnica o visualmente no tiene nada de extraordinario (aunque está muy bien rodada, por supuesto) estamos, a mi juicio, ante uno de los mejores diálogos entre blancos e indios que ha dado la historia del western.





La escena arranca con el encuentro entre Josey Wales y Diez Osos en el poblado comanche. Y aunque antes he comentado que lo más valioso de esta secuencia es el diálogo, debo reconocer que la aproximación entre ambos está —visualmente— muy bien rodada. Inmediatamente, sin embargo, empieza la conversación. Una conversación que Eastwood resuelve con los consabidos plano/contraplano (planos que, obviamente, también van cambiando, a su vez, de ángulo y formato) y que dejan, como es habitual, alguna frase que otra fuera de plano. Pero vamos a lo importante. A lo que dice ese diálogo y a lo que intenta expresar Eastwood a través de él. Si os parece, os lo reproduzco a continuación y posteriormente os lo comento. Dice así:

Josey Wales: “¿Eres tú Diez Osos?”

Diez Osos: “Yo soy Diez Osos”

(Si me permitís el inciso, aquí es cuando nuestro protagonista emplea una notoria pausa dramática que dilata, además, con uno de los escupitajos marca de la casa Josey Wales)



Josey Wales: “Yo soy Josey Wales”

Diez Osos: “Ya lo sé. Tú eres el que cabalga solo y no quiere la paz con los casacas azules. Puedes marcharte”

Josey Wales: “No me iré. No tengo a dónde ir”

Diez Osos: “Entonces morirás”

Josey Wales: “Vine aquí a morir contigo. O a vivir contigo. A ti y a mi no nos asusta la muerte. Es más difícil la vida cuando los seres queridos han sido violados y asesinados. No son los gobiernos quienes conviven, son las personas. De los gobiernos no se recibe una palabra justa, ni la lucha es justa. Yo he venido aquí a ofrecerte o a recibir una cosa u otra de ti. He venido para que sepas que mi palabra de muerte es sincera. Y mi palabra de vida, también. Aquí vive el lobo, el oso, el antílope y el comanche. Y nosotros también viviremos aquí. Cazaremos sólo lo necesario para subsistir como hace el comanche. Y en primavera cuando la hierba se vuelve verde y el comanche se traslade al norte, podrá descansar aquí y llevarse carne de nuestro ganado y buey seco para el viaje. El símbolo del comanche lo pondremos en la puerta de nuestra casa. Esa es mi palabra de vida”

Diez Osos: “¿Y tu palabra de muerte?”

Josey Wales: “Está en mi revólver y en tus rifles. Aceptaré una cosa u otra”

Diez Osos: “Esas cosas que dices que nos darás… ya las tenemos”

Josey Wales: “Es cierto. Yo no prometo nada excepcional. Solo os ofrezco la vida y tú me ofreces la vida. Te aseguro que los hombres pueden convivir sin matarse los unos a los otros”

Diez Osos: “Es triste que las palabras de los jefes de gobierno sean falsas. En tus palabras de muerte hay hierro. Todo comanche puede verlo. Y también hay hierro en tus palabras de vida. Ningún papel firmado puede impedir que hable el hierro de los hombres. La palabra de Diez Osos lleva el mismo hierro de la vida y de la muerte. Es bueno que guerreros como nosotros nos encontremos en la lucha por la vida o la muerte. Será la vida. Que así sea”

Josey Wales: “Espero que sí”





Antes de proceder a interpretar lo que yo he podido deducir, humildemente, de este diálogo me gustaría recordar que la trayectoria vital de Josey Wales durante todo el film lo lleva a comprender que su sed de venganza no le ayudará a vivir mejor ni a recuperar a su familia y que, por lo tanto, intentar iniciar una nueva vida con cierta paz y armonía es lo mejor que puede hacer.

Dicho esto, subrayar ante todo que el mensaje que Josey Wales le traslada a Diez Osos es un mensaje de paz, de concordia, de amistad. Precisamente por ello lo primero que Wales le explicita al caudillo indio (aunque éste ya lo sabe de sobra) es que él habla por si mismo y que su filosofía de vida nada tiene que ver con los gobiernos ni con las leyes de esos gobiernos. Y no solo se aparta de cualquier vínculo con el gobierno sino que, como buen outlaw, lo critica abiertamente. Así pues estamos ante un mensaje sincero, cordial, autocrítico, humano y ecologista. Y cuando digo sincero lo afirmo porque Wales no intenta maquillar ni edulcorar su discurso. Por eso distingue entre una palabra de vida y una palabra de muerte. Porque si bien unos y otros pueden entenderse y convivir a la perfección, Wales es consciente que si no es así ambos bandos deberán recurrir a la vieja Ley del Talión o como dice Diez Osos, al hierro: a los fusiles y a los revólveres. No olvidemos que estamos en 1865 y que el país (un país en vías de formación) acaba de superar una guerra civil que ha dejado sumida a su población en la miseria, en el hambre, en la muerte y en la desolación. Y la gente que ha vivido una tragedia similar (muchas veces con el añadido de esos asesinatos y violaciones que menciona Wales) son gente curtida. Gente que ya está de vuelta de todo y que no le tiene miedo a la muerte. Como no le tienen Wales y Diez Osos. Precisamente por ello tiene incluso más valor que Wales y Diez Osos lleguen a un buen entendimiento. Un entendimiento que sellan con ese simbólico apretón de manos (con intercambio de sangre incluido) que adquiere mucha más trascendencia ética y moral que cualquier papel firmado.






En fin, poco más se me ocurriría añadir que no deje lo suficientemente claro y meridiano el magnífico diálogo que acabamos de leer y que yo recomiendo volver a revisar en imágenes. Si acaso, reivindicar a sus autores (los guionistas Philip Kaufman y Sonia Chermus, basándose en la obra de Forrest Carter), la extraordinaria banda sonora de un grande como Jerry Fielding y, como no, la espléndida fotografía de otro monstruo como Bruce Surtees.      

dimecres, 7 de febrer del 2018

“-EL ORO SERÁ PARA LOS JUARISTAS. +NO SI ME DAS UNA OPORTUNIDAD PARA QUE DESENFUNDE” (Veracruz, 1954. Robert Aldrich)


Veracruz (Vera Cruz)

Estados Unidos, 1954

Director: Robert Aldrich

Guión: Roland Kibbee y James R. Webb. Basado en una obra de Borden Chase

Fotografía: Ernest Laszlo

Música: Hugo Friedhofer

Intérpretes:

Gary Cooper (Benjamin Trane)
Burt Lancaster (Joe Erin)
Denise Darcel (Condesa Marie Duvarre)
César Romero (Marqués Henri de Labordere)
Sara Montiel (Nina)
George McReady (Emperador Maximiliano)
Jack Elam (Tex)
Ernest Borgnine (Donnegan)
Henry Brandon (Capitán Danette)
Charles Bronson (Pittsburgh)

SINOPSIS: Mexico, 1864. Benjamin Trane (exoficial confederado) y Joe Erin (jefe de una banda de forajidos) son dos mercenarios que ofrecen sus servicios al Emperador Maximiliano en su lucha contra los juaristas. Encargados de escoltar a la Condesa Marie Duvarre, pronto se darán cuenta que —en realidad— están transportando tres millones de dólares en oro.



Por desgracia, “Veracruz” no acostumbra a figurar en las listas de mejores westerns de la historia del cine. Aún así, para mí siempre ha sido una película muy especial. Y siempre lo ha sido porque fue una de las primeras pelis que recuerdo haber visto de chiquitín, cuando mis géneros favoritos eran, obviamente, el cine de aventuras y el del oeste. Por si fuera poco, aparecen en “Veracruz” dos de mis ídolos cinematográficos infantiles: Gary Cooper y Burt Lancaster. Dos habituales, también, en las películas de aventuras y del oeste de aquellos tiempos. Al primero recuerdo haberlo visto en pelis como “Tres lanceros bengalíes”, “Solo ante el peligro” y “Misterio en el barco perdido” mientras que al segundo lo recuerdo clara y meridianamente en “El halcón y la flecha”, “El temible burlón” o “La venganza de Ulzana”.  




Sentimentalismos al margen, “Veracruz” es —a mi juicio— un western fundamental en la historia del género. Y lo es porque pese a rodarse a mediados de los 50, cuando el western clásico (y como mucho el psicológico) estaba en plena eclosión, la peli de Robert Aldrich denota ciertos detalles diferentes a sus coetáneas. Detalles que dan cuenta de un aire mucho más moderno y que, de alguna manera u otra, anticipan la llegada de corrientes o tendencias posteriores como serán el western crepuscular y el spaghetti western.  



Me estoy refiriendo, naturalmente, a toda una serie de elementos que —aún respetando los habituales códigos del género— rompen totalmente con el maniqueísmo del western clásico, dotando a los personajes de un perfil psicológico mucho más ambiguo y a la trama argumental de toda una serie de motivaciones mucho más terrenales y perversas. Luego está Robert Aldrich, por supuesto. Un cineasta que quizás no está entre los más grandes pero que a mi me parece de un talento descomunal. Tanto a la hora de saber lidiar con sus estrellas como también a la hora de saber imprimir su particular sello de autor (con esa visión liberal, crítica, cruda y humanista que siempre le caracterizó) a películas tan entretenidas y al mismo tiempo tan repletas de contenido como “¿Qué fue de Baby Jane?”, “El vuelo del fénix”, “Doce del patíbulo”, “La venganza de Ulzana” o “El emperador del norte”



Pero, bueno, vayamos a la escena en cuestión. La última de la película. Una escena que enfrenta a los dos mercenarios cara a cara y que Aldrich resuelve con un duelo que —pese a no dilatarse tanto en el tiempo como los de Sergio Leone— nos recuerda muy mucho a los que diez años después popularizaría el romano. Tanto desde una perspectiva estética o visual como desde la sencilla razón que no se están enfrentando el bueno contra el malo sino, simplemente, dos hombres con dos códigos éticos distintos. El duelo se lleva a cabo en una plazoleta con multitud de muertos fruto del enfrentamiento entre franceses y juaristas. Con las cartas boca arriba tras toda una sucesión de engaños y desconfianzas, Benjamin Trane (Gary Cooper) y Joe Erin (Burt Lancaster) sostienen un breve diálogo antes de desenfundar sus pistolas. Recordemos que Erin y la Condesa Marie Duvarre (Denise Darcel) se habían asociado para quedarse con el oro (asociación que Erin rompe inmediatamente antes de enfrentarse a Trane) y que Trane (convencido por Nina) finalmente opta por entregar el botín a los juaristas. Asimismo, Trane le recrimina a Erin el asesinato de Ace Hanna, el forajido que había criado al personaje encarnado por Burt Lancaster.




Trane: “¡Joe! Parece que la historia de Ace Hanna iba en serio”

Erin: “Lástima que no la entiendas. Voy a llevarme esa carreta”

Trane: “Ese oro será para los juaristas”

Erin: “No, si me das una oportunidad para que desenfunde”

Trane: “Como tú se la diste a Ballad”

Erin: “El viejo punto débil, ¿eh, Ben?”

Trane: “Incluso Ace lo tenía, Joe”

Erin: “Ésa fue su equivocación”




Respecto a la escena del duelo en sí permitidme hacer hincapié, sobre todo, en la riqueza de planos. En la planificación previa. En el montaje, vaya. Y es que muy pocas veces veremos en tan breve lapso de tiempo (desde que finaliza el diálogo hasta que ambos disparan al mismo tiempo transcurren poco menos de 12 segundos) tantos y tan variados planos. Desde primeros planos de Trane y Erin respectivamente hasta planos y contraplanos generales de la situación de uno y otro pasando por los típicos planos de detalle a manos y cartucheras que tan famoso hicieron una década después a Sergio Leone. Una portentosa sucesión de planos que unida a la tensa partitura de Hugo Friedhofer le confiere a la secuencia uno de los clímax más potentes y eficaces de la historia del género.





Pero no todo acaba ahí. Cuando Erin y Trane disparan al alimón y Erin enfunda su revolver con la pirueta habitual todo da a entender que él ha sido el más rápido. O el más certero. Como casi siempre, vaya. Pero no. Ésta vez no. Y lo constatamos cuando —tres o cuatro segundos más tarde— se desploma muy lentamente. Una caída estéticamente muy conseguida (la vemos a distancia, sin ninguna música ni ruido que pueda molestarnos) y que me remite, nuevamente, a otro desplome muy célebre. Éste más lento aún. El de Frank (Henry Fonda) en “Hasta que llegó su hora”.





Así pues tenemos diálogos, tenemos técnica, tenemos tensión, tenemos estética y tenemos sorpresa. Ingredientes, todos ellos, que le otorgan a esta breve secuencia un poderío cinematográfico brutal. Un poderío que —insisto— es fruto del perfeccionismo y la visión de Robert Aldrich, un cineasta al que nunca me cansaré de reivindicar.





Añadir, tan sólo, que tras el desplome de Erin también cabe destacar la extraordinaria toma ligeramente contrapicada de Trane andando hacia donde yace abatido su socio desde donde le arrebata el revólver y, enrabietado, lo lanza al suelo. En este momento volvemos a escuchar el famosísimo main theme de la película que va subiendo de volumen mientras Trane se aleja entre decenas de cadáveres (no sin antes saludar galantemente a la condesa, que observa la escena desde el balcón) para reunirse —finalmente— con Nina (Sara Montiel).





No quisiera terminar este spoiler, no obstante, sin rendir el merecido tributo a dos grandes como Gary Cooper y Burt Lancaster. No tan sólo porque me parecen, ambos, espléndidos actores sino porque en esta película, además, se complementan a la perfección. El primero con esa presencia tan seria, sobria y convincente que le caracteriza y, el segundo, con ese tono extrovertido, mordaz y guasón que le hizo célebre en muchas de sus películas.