dilluns, 16 de gener del 2017

“¿QUIÉN ERES?” (Infierno de cobardes, 1972. Clint Eastwood)


Infierno de cobardes (High Plains Drifter)

Estados Unidos, 1972

Director: Clint Eastwood

Guión: Ernest Tidyman

Fotografía: Bruce Surtees

Música: Dee Barton

Intérpretes:

Clint Eastwood (El extranjero)
Verna Bloom (Sarah Belding)
Marianna Hill (Callie Travers)
Mitchell Ryan (Dave Drake)
Stefan Gierasch (Jason Hobart)
Jack Ging (Morgan Allen)
Geoffrey Lewis (Stacey Bridges)
Anthony James (Cole Carlin)
Dan Davis (Dan Carlin)
Billy Curtis (Mordecai)
Ted Hartley (Lewis Belding)
Robert Donner (Predicador)
Walter Barnes (Sam Shaw)
Buddy Van Horn (Jim Duncan)

SINOPSIS: Un misterioso jinete llega, hacia 1870-1880, a la ciudad fronteriza de Lago. Tras matar a tres malhechores que le increpan sin apenas despeinarse, Dave Drake y Morgan Allen (propietarios de la compañía minera de Lago) contratan al forastero para que proteja la ciudad ante la inminente llegada de tres pistoleros que acaban de salir de la cárcel y que pretenden vengarse de quienes los denunciaron. El extranjero accede al trato, pero siempre y cuando se haga todo a su modo.



Obviamente, el primer western dirigido por Clint Eastwood no es un trabajo redondo. Ni redondo, ni irreprochable ni excepcional. Aún así “Infierno de cobardes” me parece —sin lugar a dudas— un estupendo esbozo preliminar de lo que serán las posteriores y superiores “El fuera de la ley”, “El jinete pálido” y “Sin perdón”. Y solamente por eso, por ser el primer film de un poker de westerns de tantos quilates, ya merece la pena que lo tengamos en cuenta y que lo valoremos en su justa medida.

Me gustaría destacar, por de pronto, la enorme influencia de Sergio Leone en particular y del Spaghetti Western en general en este primer western dirigido por Eastwood. No solamente por las concomitancias argumentales que podemos constatar sino, sobre todo, por los múltiples paralelismos estilísticos. Me estoy refiriendo —por ejemplo— a ese extranjero que tanto nos recuerda al hombre sin nombre de la trilogía del dólar, a esa estética sucia y feísta tan clara y meridiana o a esa violencia y amoralidad que planea sobre la peli en todo momento.

Naturalmente, también podemos descubrir en “Infierno de cobardes” rasgos y detalles que nos hacen pensar en Don Siegel, la otra gran referencia cinematográfica de Eastwood. Sobre todo en ese peculiar humor negro, en ese espíritu perverso y morboso del que siempre hizo gala y en esa forma de rodar —quizás porque fue, también, un extraordinario montador— tan ágil y directa. Pero no sólo en Siegel y Leone se apoya Eastwood. Básicamente porque Eastwood es de aquellos directores con una mochila cinéfila considerablemente abultada. De aquellos directores que se han empapado de cine clásico a diestro y siniestro. De Ford, Walsh, Hawks, Wellman, Daves, Zinneman, Ray, Mann y hasta de Peckinpah. Y eso se nota, obviamente, en su forma de narrar y en todos esos rasgos y detalles que nos remiten a westerns como “Incidente en Ox Bow”, “Solo ante el peligro”, “Raíces profundas” y tantos otros. Pero lo bueno de Eatwood es que su cine —pese a su innegable clasicismo— tiene, entre otras cosas, sello propio. Algo que podemos constatar si analizamos sus cuatro westerns en conjunto y que empezamos a visualizar, precisamente, en “Infierno de cobardes”. Así pues, dejémonos de prolegómenos y vayamos al grano.



La escena elegida para el spoiler de hoy es, pues, la del clímax final de la película. Cuando Stacey Bridges (Geoffrey Lewis), Cole Carlin (Anthony James) y Dan Carlin (Dan Davis) —los tres pistoleros que acaban de salir de la cárcel— entran a Lago como un elefante a una cacharrería dispuestos a cobrarse algunas cuentas pendientes. Recordemos que Stacey y sus primos, los hermanos Carlin, habían sido los guardaespaldas de los propietarios de la compañía minera de la ciudad y que —tras la aquiescencia de todo un pueblo que contempla impasible como asesinan al Sheriff Duncan a golpes de látigo— fueron finalmente denunciados (y. por lo tanto, traicionados) por sus propios inductores: Dave Drake y Morgan Allen, los propietarios de Lago Mining Co.

A partir de aquí asistiremos al intento de venganza de Stacey y sus primos contra los propietarios de la compañía minera y, por ende, contra todo el pueblo en general. Ese nido de ratas que contemplaron inmutables como Stacey y los hermanos Carlin mataban a latigazos al Sheriff de Lago y que ahora deberán transigir con la rabia y el rencor de tres hombres que dieron con sus huesos en la cárcel por ello y que no parecen muy dispuestos a olvidarlo. Y cuando digo intento de venganza lo digo porque Stacey y sus primos no cuentan con la presencia del extranjero (Clint Eastwood). Un misterioso y solitario pistolero que ha sido contratado por Dave Drake y Morgan Allen para proteger el pueblo de las fechorías de sus antiguos guardaespaldas y que no permitirá —ni mucho menos— que los tres expresidiarios puedan llevar a cabo sus planes de venganza.



Más allá de su generoso contrato (recordemos que ese compromiso presupone que el extranjero puede pedir y decidir cuanto se le antoje en Lago) el misterioso pistolero encarnado por Clint Eastwood parece tener —no obstante— sus propios motivos para impedir que Stacey y sus primos se salgan con la suya. Motivos que algo tienen que ver con esos flashbacks que nos muestran como murió Jim Duncan y que más tarde (en la última secuencia del film) acabaremos deduciendo. Pero no vayamos más allá. Dejémoslo ahí. Quien quiera saber por qué razón el extranjero quiere vengarse de Stacey y los hermanos Carlin que vea la película hasta el final; cuando el extranjero y Mordecai sostienen ese breve diálogo frente a la tumba del Sheriff Duncan. Si veis la versión doblada al castellano obtendréis un final claro y masticadito. Y si no, si os quedáis con la versión original en inglés, quizás tendréis que labraros vuestra propia interpretación. Una interpretación, sin lugar a dudas, abierta e incierta como pocas.



La escena de hoy empieza, concretamente, en el Saloon de la ciudad. Después de entrar en Lago (ahora Hell) sembrando el caos a base de balazos y destrozos a tutiplén, Stacey y sus primos se encierran en este céntrico local para llevar a cabo sus planes de venganza. Y aunque tanto Drake como Allen ya han sido previamente ajusticiados por Stacey, parece ser que éste y los Carlin no se conforman con ello y quieren que la singular fiesta de bienvenida que les han preparado los parroquianos de Lago continúe pero a su modo. Como es lógico, los habitantes de Hell-Lago que se encuentran recluidos en el bar están absolutamente atemorizados. Máxime cuando Stacey se comporta como un verdadero demente, bebiendo sin parar y lanzando botellas a los cristales.



Stacey: “¡Una fiesta! ¿Una fiesta? Una fiesta de bienvenida ¿eh? ¡Por vuestra fiesta! Dame otra botella… ¡Dame otra botella!”

Dan Carlin: “Se acabó la fiesta”



De repente, Cole Carlin irrumpe en el bar empujando a Callie Travers (Marianna Hill). Recordemos que Callie era —simultáneamente— la amante de Stacey y de Morgan Allen (Jack Ging), uno de los propietarios de la compañía minera.

Cole Carlin: “¡Mira lo que hallé entre la maleza!”

Callie: “Stacey, siempre te quise a ti. Por eso te odiaba Morg Allen. Sabía cuánto te quería”

Stacey: “Sí, me imagino cómo llorarías de noche... Pensando en mí, en aquella prisión”

Callie: “Pues sí... Créeme. Así fue”



Stacey: “Sí, sí. Ahora lo veo claro. Te veo en la cama de Morgan Allen, llorando y gozando… La botella… Cole, trae los caballos”

Cole Carlin: “Claro, Stacey”

Callie: “Stacey, me llevarás contigo ¿verdad?”

Stacey: “Mejores que tú las hallaré en un burdel… ¿Todavía estás aquí?”



Cole Carlin: “¡Sí, aún estoy aquí! Quiero saber quién de estos malnacidos nos ha tendido esta trampa”

Stacey: “Lo averiguaremos ahora mismo”

Hasta aquí lo que vemos en pantalla es la típica conversación a base de planos alternos ligeramente picados y contrapicados (Callie tendida en el suelo y Stacey, de rodillas) aliñados con alguna que otra imagen de los aterrorizados rostros de los habitantes de Lago. De repente, sin embargo, una especie de soga procedente de la calle surca el aire, rodea el cuello de Cole Carlin y tira de él hacia fuera. Una vez en la calle comprobamos que la soga es en realidad un látigo y que quien lo usa es el extranjero. Con Cole en el suelo y el pueblo pasto de las llamas como telón de fondo, el extranjero somete al hombre de Stacey a una dura tanda de latigazos. Sin lugar a dudas, Cole Carlin está probando su propia medicina. Recordemos que, precisamente, Stacey y sus hombres mataron al Sheriff Duncan a latigazos. Cabe añadir que en este fragmento hay muchísimo montaje (se van alternando planos de el extranjero, de Stacey y de la gente del pueblo) y que las mejores estampas son, por supuesto, las de el extranjero con las llamas a sus espaldas azotando sistemática y despiadadamente a Carlin. No solo por su incuestionable belleza estética sino, sobre todo, por ese aspecto entre fantasmagórico y siniestro que le confiere ese fuego purificador de fondo a la escena. A todo ello ayuda también la escalofriante música de Dee Barton, de tintes absolutamente terroríficos.



Cole Carlin: “¿Quién eres tu?”



Una vez liquidado Cole con un último tirón al cuello que lo estrangula definitivamente, el extranjero lanza su látigo al interior del Saloon y aguarda. Hasta ese momento todo el mundo se había quedado como petrificado en el bar, sin moverse ni articular palabra. Escuchando, tan sólo, los chasquidos del látigo y los espeluznantes gritos de Cole. El único que sonríe —tímidamente— es Mordecai (Billy Curtis). La presencia del arma en el suelo, sin embargo, los hace reaccionar y todos salen precipitadamente al exterior.



Dan Carlin: “¡Vámonos de aquí, Stacey! ¡No me gusta esto!”

Stacey: “¡Cállate! ¡Que salgan todos! ¡Todo el mundo fuera! ¡Fuera! ¡Rápido, fuera!”

Dan Carlin: “¡Stacey, han desaparecido los caballos!”

Stacey: “¡Vamos! ¡Busca por ahí!”

Tras lanzar unos falsos cartuchos de dinamita para dispersar a la gente, el extranjero ya tiene libre el terreno. Y así, mientras Stacey y Dan lo buscan, él permanece escondido en la oscuridad. Aguardando el momento preciso para acabar con los dos restantes expresidiarios.



El siguiente en caer es Dan, ahorcado por una soga que le lanza el extranjero al cuello y que lo deja colgando a dos metros del suelo. Tras despistar a Stacey lanzándole un quinqué y obligándole a disparar sin ton ni son, el extranjero aparece súbitamente detrás de él. A una cierta distancia. Sin lugar a dudas, ha llegado la hora del duelo final entre ambos. De nuevo, la mítica silueta del extranjero queda recortada fantasmagóricamente por la luz de las llamas a sus espaldas.



Y así, frente a frente y sin articular palabra, Stacey y el extranjero se miran. Pero, vamos, unos segundos. Nada que ver con los dilatadísimos duelos de Leone. Y como acostumbra a suceder, el antagonista desenfunda primero. Pero el primero y único que consigue disparar es el extranjero que, de un certero balazo, desarma a su rival.



Stacey: “¿Quién eres tú?”



Sin mediar palabra, el extranjero levanta el revolver, lo carga y le mete tres balazos en pecho y abdomen a su oponente. Sin perdón. Sin piedad. Sin explicaciones. Obviamente, la última pregunta de Stacey antes de morir continúa sin hallar respuesta.



Stacey: “¿Quién eres tú?”



Y cuando parecía que todo había acabado, vemos a alguien apuntando con su rifle al extranjero. Se trata de Lewis Belding (Ted Hartley), el propietario del Hotel de Lago. Propietario del Hotel y marido, por cierto, de Sarah Belding (Verna Bloom) a quien —recordemos— nuestro protagonista ya se había beneficiado con anterioridad. Pues bien, cuando Belding está a punto de disparar sobre el extranjero, éste recibe un balazo por detrás que se lo impide. Su autor: Mordecai.




En fin, que sin ser una escena técnica o artísticamente perfecta, me gusta mucho. En primer lugar por ese componente sobrenatural y/o terrorífico que destila por los cuatro costados. Algo que le otorga a este western cierta singularidad, que casa a la perfección con ese tono ambiguo que Eastwood maneja a propósito desde un buen principio y que —como es natural— llega a su punto más álgido en esta escena, con un clímax final absolutamente apocalíptico. Así pues, chapeau para Eastwood. Chapeau como director y chapeau como intérprete, obviamente, de ese siniestro ángel exterminador que hará las delicias de sus legiones de fans. Pero chapeau también para la extraordinaria fotografía tenebrista de Bruce Surtees, para las contundentes frases de Ernest Tidyman y —como no— para la desasosegante banda sonora de Dee Barton. Chapeau, en definitiva, para todos los que consiguieron materializar una especie de cuento gótico que, pese a sus limitaciones y carencias, constituye —a mi juicio— una fascinante rareza.  





diumenge, 8 de gener del 2017

“ME COMÍ SU HÍGADO ACOMPAÑADO DE HABAS Y UN BUEN CHIANTI” (El silencio de los corderos, 1991. Jonathan Demme)


El silencio de los corderos (The silence of the lambs)

Estados Unidos, 1991

Director: Jonathan Demme

Guión: Ted Tally. Basado en una obra de Thomas Harris

Fotografía: Tak Fujimoto

Música: Howard Shore

Intérpretes:

Jodie Foster (Clarice Starling)
Anthony Hopkins (Hannibal Lecter)
Scott Glenn (Jack Crawford)
Anthony Heald (Frederick Chilton)
Ted Levine (Jame Gumb)
Brooke Smith (Catherine Martin)
Diane Baker (Ruth Martin)
Tracey Walter (Lamar)
Charles Napier (Boyle)
Stuart Rudin (Miggs)


SINOPSIS: Clarice Starling, una brillante licenciada especializada en conductas psicópatas, es requerida por el FBI para seguirle la pista a Buffalo Bill, un asesino en serie que se dedica a matar y a despellejar chicas adolescentes. Su primera misión consistirá en entrevistar al Dr. Hannibal Lecter, un antiguo psicoanalista que está encerrado en una cárcel de alta seguridad por asesinato y canibalismo, con objeto de reunir la información necesaria para poder localizar y detener a Buffalo Bill lo antes posible.



Dicen de “El silencio de los corderos” que ha envejecido mal y que, posiblemente por ello, jamás se convertirá en un verdadero clásico. Para mí, en cambio, ya es un clásico. Y desde hace tiempo, además. Mis razones son muchas: os podría hablar del extraordinario guión o de los memorables diálogos de Ted Tally, de las tremendas interpretaciones —sobre todo— de Jodie Foster, Anthony Hopkins, Scott Glenn y Ted Levine, de esa atmósfera malsana que impregna todo el film o de esa tensión que no decae en ningún momento. Pero si hay algo en “El silencio de los corderos” que la convierte, a mi juicio, en un auténtico clásico desde el minuto uno ese es —sin lugar a dudas— su personaje estrella: el Dr. Hannibal Lecter

Precisamente por ello he escogido la escena del primer encuentro entre Clarice Starling (Jodie Foster) y el Dr. Hannibal Lecter (Anthony Hopkins). Porque es la primera vez que vemos a Lecter en pantalla y porque su presentación y mise-en-scène me parece absolutamente impactante, aterradora, brutal. Y es que muy pocas veces —como espectador— la primera toma de contacto con un villano me había impresionado tanto como la de Lecter en esa sórdida cárcel de alta seguridad. No sé, intento recordar la primera aparición de villan@s de su mismo calibre como Norman Bates, Darth Vader, Alex DeLarge, Amon Göth, Jack Torrance, Max Cady, Mrs. Danvers, Annie Wilkes, Travis Bickle, Baby Jane Hudson, Frank Booth, Anton Chigurh, Tommy DeVito, Hans Landa, Bill, Frank y tantos otr@s y no encuentro a ninguno que me impresionara más (como mucho, lo mismo) que Hannibal Lecter en “El silencio de los corderos”.



Pero bueno, ahora toca demostrarlo. Y qué mejor escena que la que encabeza este spoiler. Una escena bastante larga (casi siete minutos) que pese a no ser nada del otro jueves desde un punto de vista estrictamente formal goza de unos diálogos y de un tour de force interpretativo (sobre todo de Anthony Hopkins) sublimes. Recordémosla.

La secuencia empieza con Clarice Starling recorriendo el largo y sombrío pasillo de la cárcel de alta seguridad donde se halla recluido —en la última celda, concretamente— el Dr. Hannibal Lecter. Algo antes de llegar, Miggs (Stuart Rudin), uno de los reclusos, le dedica un pequeño piropo:

Miggs: “¡Desde aquí huelo tu coño!”

Acto seguido, Starling llega al final del pasillo, donde se halla la celda de Lecter. Una celda que —en lugar de barrotes, como las demás— posee a modo de cierre un grueso cristal blindado. Lecter la aguarda en su interior de pie. Perfectamente peinado, afeitado y vistiendo una especie de mono de color azul. No sé a vosotros pero a mi esta primera visión de Lecter (con su impoluta vestimenta, su postura casi marcial, los brazos paralelos al cuerpo, su media sonrisa y esa mirada azul y acerada hacia la cámara que representa a Starling pero que también nos representa a nosotros mismos) me parece absolutamente escalofriante.



Lecter: “Buenos días”

Starling: “Dr. Lecter, mi nombre es Clarice Starling ¿Puedo hablar con usted?”

Lecter: “Usted trabaja para Jack Crawford ¿verdad?”

Starling: “Pues sí”

Lecter: “¿Me deja ver su identificación?”

Starling: “Claro”



Lecter: “Más cerca, por favor. Más cerca. Caduca dentro de una semana. Usted no es agente del FBI ¿verdad que no?”



Starling: “Aún estoy preparándome en la academia”



Lecter: “Así que Jack Crawford me ha mandado a una aprendiz”

Starling: “Sí, soy estudiante. Estoy aquí para aprender de usted. Quizás pueda decidir usted si estoy preparada para hacerlo”

Hasta aquí asistimos —como espectadores— al típico diálogo materializado o plasmado a través del habitual plano-contraplano. Curiosamente, Lecter es quien hace las preguntas y quien conduce la conversación por dónde quiere. No en vano el Doctor es muy consciente de su hipotética superioridad intelectual y, en estos primeros compases, se dedica a jugar verbal y gestualmente con su interlocutor. La agente Starling, por su parte, se muestra en este primer tramo cauta y prudente. Su escasa estatura (1.60 m.) y su traje chaqueta excesivamente grande nos la hacen ver aún más pequeña frente a un Lecter que impresiona con sus acerados ojos azules y su sonrisa burlona. Recordemos que, de momento, Lecter y Starling están hablando de pie —frente a frente— a ambos lados del cristal blindado. Y aunque ambos comparten primeros planos, los primerísimos son para Lecter. Aún así, cuando Starling replica con celeridad a la primera ironía de Lecter, se gana su respeto.

Lecter: “Veo que es usted muy astuta, agente Starling. Siéntese, por favor. Y ahora, dígame: ¿Qué le ha dicho Miggs al pasar? Miggs, el múltiple; el de la celda de al lado. Le ha susurrado algo ¿Qué es lo que le ha dicho?”

Starling: “Ha dicho: desde aquí huelo tu coño”



Lecter: “Comprendo. Sin embargo, yo no puedo. Usted usa crema hidratante Evian. Y algunas veces lleva L'Air du Temps… Pero hoy no”

Starling: “¿Son suyos todos esos dibujos?”



Lecter: “Ah… Eso es el Duomo visto desde El Belvedere ¿Conoce usted Florencia?



Starling: “¿Tantos detalles solo de memoria?”

Lecter: “La memoria, agente Starling, es lo que tengo en lugar de una bonita vista”

Starling: “Bien, pues quizás quiera darnos su punto de vista sobre este cuestionario…”

Lecter: “Ah, no, no, no, no, no… Lo hacía muy bien. Ha sido usted muy amable y correcta conmigo. Se ha ganado mi confianza contándome el desagradable incidente de Miggs... ¡Y ahora este chapucero salto al cuestionario! ¡No ha colado!”

Starling: “Yo sólo le pido que vea esto, Doctor. Usted haga lo que quiera”

Por segunda vez la agente Starling da muestras de su carácter. Obviamente, es joven e inexperta. Pero también inteligente, sagaz y ambiciosa. Y no está dispuesta a desperdiciar su entrevista con Lecter. Aún así, ha despertado a la bestia. Y Lecter, que hasta el momento solo se había pavoneado ante ella, decide cambiar su estrategia, elevando progresivamente sus dosis de cinismo y crueldad mental hasta límites insospechados. La tensión, por lo tanto, se vuelve prácticamente insoportable. Y todo ello lo consigue Demme a través de cuatro ejes fundamentales: los primeros y primerísimos planos de Hopkins y Foster, sus espléndidas interpretaciones (sobre todo de un espeluznante Hopkins), la desasosegante música de Howard Shore y —naturalmente— los espléndidos diálogos de Ted Tally. Así pues, os dejo con ellos. Disfrutadlos. Paladeadlos. Solo os anticipo que la conocidísima frase que encabeza este spoiler (acompañada, claro está, por ese curioso gesto de “sorber sesos” que por lo visto improvisó Hopkins para la escena) no es más que la simple guinda de un pastel dialéctico absolutamente colosal. Con eso, os lo digo todo.

Lecter: “Sí. Jack Crawford debe de estar muy ocupado si tiene que recurrir a la ayuda de los estudiantes… Ocupado cazando a ese nuevo Buffalo Bill ¡Qué chico más travieso! ¿Sabe por qué le llaman Buffalo Bill? Por favor, dígamelo. Los periódicos no lo dicen”

Starling: “Todo empezó como una broma de los agentes de Homicidios de Kansas City. Porque arranca la piel a sus víctimas…”

Lecter: “¿Por qué, según usted, les arranca la piel, agente Starling? Sorpréndame con su perspicacia…”

Starling: “Eso le excita. Los homicidas sistemáticos guardan trofeos de sus víctimas”

Lecter: “Yo no lo hice”

Starling: “No. Usted se los comía”

Lecter: “¿Quiere pasarme eso? Agente Starling ¿Cree usted que puede diseccionarme con este burdo instrumento?”

Starling: “No, yo he pensado que quizás…”



Lecter: “Usted es muy ambiciosa ¿verdad? ¿Sabe que aspecto tiene con ese bolso bueno y esos zapatos baratos? Tiene aspecto de hortera. Aspecto de hortera apañada y con cierto gusto. La buena alimentación le ha proporcionado una constitución fuerte pero solo una generación la separa del hambre ¿no es cierto agente Starling? Y ese cutis que quisiera disimular es el típico cutis de una campesina… ¿A qué se dedica su padre? ¿Es minero de carbón? ¿Acaso apesta a lámpara de carburo? Sé que usted era una presa fácil para los chicos. Se dejaba sobar en los asientos traseros de los coches, soñando solo en escapar de allí, con ir a dónde fuera. Y así fue como llegó hasta el FBI”



Starling: “Adivina muchas cosas, pero… ¿Será capaz de dirigir esa intuición hacia sí mismo? ¿Qué me contesta? ¿Por qué no se mira a sí mismo y escribe lo que ve? Quizás no se atreva”



Lecter: “Una vez uno del censo quiso hacerme una encuesta. Me comí su hígado acompañado de habas y un buen Chianti. Vuela a la escuela, pajarillo. Vuela, vuela, vuela, vuela… Vuela, vuela, vuela, vuela”




En este punto, sin embargo, la batalla parece perdida. Lecter se ha negado a contestar el cuestionario de la agente Starling y ésta se levanta de la silla plegable y vuelve por donde ha venido, cabizbaja y derrotada. Al pasar por delante de la celda de Miggs, no obstante, se detiene. Los gritos del loco son tan horrendos que no puede evitar dedicarle una fugaz mirada. Ipso facto, recibe en su pelo el impacto de una sustancia viscosa. El semen de Miggs.

Miggs: “¡Aaaah! ¡Me he mordido la muñeca! ¡Puedo morirme! ¡Aaaah!  ¡Mira! ¡Te he engañado!”

Lecter: “¡Agente Starling! ¡Vuelva! ¡Agente Starling! Siento mucho lo que ha ocurrido. La grosería me parece imperdonable”

Starling: “¡Pues entonces relléneme el test!”

Lecter: “No, pero le daré una alegría. Pondré a su alcance lo que usted más desee”

Starling: “¿El qué, Doctor?”

Lecter: “El ascenso, por supuesto. Escúcheme atentamente. Quizás lo encuentre almacenado en su interior, Clarice Starling. Busque a la Señorita Otser, una expaciente mía. O-T-S-E-R. Búsquela. No creo que Miggs pueda hacerlo otra vez tan pronto aunque está bastante loco ¡Váyase!”  

¿Y qué más podría decirse de uno de los mejores thrillers de la historia del cine, del film que catapultó a la fama a Anthony Hopkins con una aparición de tan solo 25 minutos en pantalla, de una de las tres únicas pelis que ha ganado un repoker (película, director, guión, actor y actriz) de Oscars? Pues poco más, supongo. Tan sólo hacer hincapié en la importantísima labor conjunta de Tak Fujimoto (fotografía) y Howard Shore (música) para conseguir esa atmósfera tan tensa y angustiosa que destila el film en su conjunto y también que, desde un punto de vista más prosaico, la peli de Jonathan Demme fue —por si fuera poco— un gran éxito de taquilla. Permitidme —a riesgo de parecer pesado, sin embargo— reiterar una vez más la incuestionable trascendencia de los diálogos de Ted Tally. Diálogos y frases que ya forman parte de la memoria colectiva de toda una generación y que constatan —sin lugar a dudas— que “El silencio de los corderos” es, por supuesto, un clásico. Un clásico de los de verdad.