dilluns, 11 de juliol del 2016

“NOS QUEDAMOS PORQUE TENEMOS FE. NOS MARCHAMOS PORQUE NOS DESENGAÑAMOS. VOLVEMOS PORQUE NOS SENTIMOS PERDIDOS. MORIMOS PORQUE ES INEVITABLE” (Los profesionales, 1966. Richard Brooks)


Los profesionales (The professionals)

Estados Unidos, 1966

Director: Richard Brooks

Guión: Richard Brooks. Basado en una obra de Frank O’Rourke

Fotografía: Conrad L. Hall

Música: Maurice Jarre

Intérpretes:

Burt Lancaster (Bill Dolworth)
Lee Marvin (Henry Rico Fardan)
Robert Ryan (Hans Ehrengard)
Woody Strode (Jacob Sharp)
Jack Palance (Jesús Raza)
Claudia Cardinale (María Grant)
Ralph Bellamy (Joe Grant)

SINOPSIS: En plena Revolución Mexicana (1910-1920), Joe Grant —un poderoso magnate del ferrocarril— contrata a cuatro experimentados mercenarios (Dolworth, Fardan, Ehrengard y Sharp) para que localicen y rescaten a Maria, su esposa, una bella mujer secuestrada por un temible revolucionario mexicano llamado Jesús Raza. Tras exponerse a multitud de peligros en territorio hostil, Fardan y sus hombres consiguen liberar a Maria pero —mientras regresan a casa— empezarán a plantearse si la mujer había sido realmente secuestrada o guardaba, quizás, algún vínculo con la Revolución.



Lo he dicho muchas veces pero volveré a repetirlo. Si por algo me encantan Aldrich, Peckinpah o Leone es —fundamentalmente— por su particularísima visión del western. Un género al que poquito de clásico e idílico le quedaba ya en los 60 y que nos muestra en esta convulsa y apasionante década una percepción del oeste mucho más cínica, amoral y desoladora. Una percepción del oeste gravemente afectada por diversas circunstancias sociales y políticas de la época (la Guerra de Vietnam, por ejemplo) y que ya no permite, en absoluto, seguir narrando historias con la misma ingenuidad e idealismo de antaño. Me estoy refiriendo, naturalmente, al western revisionista. Al western crepuscular. Al Spaghetti Western. A todos esos westerns, en definitiva, en los que la delgada línea que suele separar a buenos y malos es cada vez más imperceptible y en los que la incapacidad de sus protagonistas por adaptarse a los nuevos tiempos es cada vez más manifiesta.  



La escena que hoy os voy a reseñar, sin embargo, no pertenece a ninguna peli de los tres directores anteriormente citados. Pero sí os puedo asegurar que es tan crepuscular, o más, que cualquiera de las que haya podido parir Aldrich, Peckinpah o Leone. Se trata —concretamente— de la mítica conversación que mantienen Bill Dolworth (Burt Lancaster) y Jesús Raza (Jack Palance) en el tramo final de “Los profesionales”, de Richard Brooks. Una conversación que exuda romanticismo, nostalgia y desaliento a partes iguales y que viene a sintetizar, además, el mensaje esencial que quiere transmitirnos Richard Brooks a través de su peli. Tanto en su faceta de director como en la de guionista. El de cuatro mercenarios que, pese a su amor al dinero, siguen manteniendo entre sí cierto código ético. Ciertos principios. Ciertos ideales. Quizás algo marchitos, por supuesto, pero vivos al fin y al cabo. Y es precisamente ese sentido elemental de la dignidad, de la profesionalidad, de la lealtad… la clave fundamental para que estos cuatro tipos duros vuelvan a ilusionarse de nuevo y se vean capaces de darle una vuelta de tuerca a una historia que —como tantas otras— había empezado por amor… al dinero.

Antes de entrar de lleno en el análisis de la secuencia, no obstante, me gustaría incidir en dos aspectos. En primer lugar que estamos ante una escena en la que lo primordial —más que el aspecto visual o estético— es el fondo. El mensaje. Lo que Richard Brooks trata de contarnos, vaya. Así pues, no esperéis encontraros planos o encuadres fuera de lo estrictamente convencional. Recordad que estamos presenciando un grandísimo diálogo entre dos personas que se están jugando el todo por el todo y que Brooks lo único que pretende —a nivel visual— es que nosotros, como espectadores, seamos simples testigos de la conversación de marras. Ni más, ni menos. No en vano, me gustaría añadir que Brooks —además de ser un gran director— también fue un excelente guionista y que, precisamente por ello, ganó un merecidísimo Oscar por “El fuego y la palabra” y fue nominado hasta cuatro veces más por “Semilla de maldad”, “La gata sobre el tejado de zinc”, “A sangre fría” y, como no, por “Los profesionales”. Asimismo, también me gustaría hacer hincapié, en segundo lugar, que estamos ante una conversación entre dos personajes —a priori— completamente distintos. Entre un mercenario que se mueve por dinero (Dolworth) y un revolucionario que se mueve por ideas (Raza). Dos personajes que antaño fueron viejos compañeros (ambos combatieron junto a Pancho Villa) y que, en este preciso momento, se encuentran en bandos opuestos. Considero importante puntualizarlo porque no estamos hablando de dos desconocidos. Estamos hablando de dos personas entre las que hubo, antiguamente, una causa común.



Dicho esto, situémonos. Es de día, hace muchísimo calor y nos encontramos en plena sierra mexicana. Concretamente, en una quebrada. Apostados detrás de unas gigantescas rocas que protegen a nuestros protagonistas del sol… y de las balas. Y aunque tanto Dolworth como Raza se encuentran heridos, ambos parecen plenamente convencidos de poder resolver con éxito su particular duelo personal. Un duelo que se inicia con una de las líneas de diálogo más nostálgicas y emotivas de la historia del western y que dice así:

Jesús Raza: “Supongo que sabes que uno de los dos ha de morir”

Bill Dolworth: “Es posible que los dos”

Jesús Raza: “Morir por dinero es una estupidez”



La escena, de entrada, nos muestra a Jesús Raza en primer término. Detrás de una gran roca. Y a lo lejos —algo más desprotegido— intuimos la silueta de Dolworth. Como es lógico, la distancia entre ambos les obliga a dialogar utilizando un tono de voz más alto de lo habitual. Una circunstancia que —a mi juicio— refuerza aún más, si cabe, la fuerza y el efecto de unas frases ya de por sí lapidarias. Y es que si una frase es buena, os aseguro que la réplica de rigor es —muchas veces— aún mejor. Tanto si la pronuncia Raza como si la pronuncia Dolworth. En este caso, por ejemplo, el primer reproche lo lanza el mexicano, que le recrimina al americano su amor al dinero. Pero, como era de esperar, Dolworth no se queda callado y hace lo propio con su rival, recordándole que morir por una mujer tampoco es algo demasiado inteligente.



Bill Dolworth: “Y morir por una mujer más aún. Sea la mujer que sea. Incluso ella”

Jesús Raza: “¿Cuanto tiempo vas a retenernos?”

Bill Dolworth: “Un par de horas y lo que pase aquí ya no importará. Ella volverá a ser la señora Grant”

Jesús Raza: “Pero eso no cambiará nada. Lo que importa es que ella es mi mujer: antes, ahora y siempre”

En este momento es cuando Dolworth rebate el romanticismo de Raza (y conste que aquí utilizo el término romanticismo en su vertiente más amplia y genérica) con una visión de la vida total y absolutamente escéptica, pragmática y descarnada. La suya. Una visión, por cierto, que —al final— tampoco resulta tan distinta a la de Raza. Sobre todo cuando después de la ácida y mordaz andanada verbal de Dolworth el mexicano contraataca con uno de los soliloquios más bellos y conmovedores de la historia del western. Una lúcida y, a la vez, amarga reflexión en voz alta sobre la Revolución (y, por ende, sobre cualquier ideología política y/o social que se tercie) que constata por qué Richard Brooks siempre fue considerado un hombre comprometido y progresista y por qué —a su vez— también fue considerado, y con razón, como uno de los mejores guionistas de Hollywood.



Bill Dolworth: “Nada es para siempre. Excepto la muerte. Pregúntale a Fierro, a Francisco, a todos aquellos del cementerio de los hombres sin nombre”

Jesús Raza: “Todos ellos murieron por un ideal”

Bill Dolworth: “¿La revolución?... Cuando el tiroteo termina, los muertos se entierran y los políticos entran en acción. Y el resultado es siempre igual: una causa perdida”

Jesús Raza: “Así que tú quieres la perfección o nada. Ohhh, eres demasiado romántico, amigo. La revolución es como la más bella historia de amor. Al principio ella es una diosa, una causa pura. Pero todos los amores tienen un terrible enemigo”

Bill Dolworth: “El tiempo”

Jesús Raza: “Tú la ves tal como es. La revolución no es una diosa sino una mujerzuela. Nunca ha sido pura, ni virtuosa, ni perfecta. Así que huimos y encontramos otro amor, otra causa. Pero sólo son asuntos mezquinos. Lujuria pero no amor. Pasión pero sin compasión. Y sin un amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque tenemos fe. Nos marchamos porque nos desengañamos. Volvemos porque nos sentimos perdidos. Morimos porque es inevitable”


 
Respecto a la descripción estrictamente visual de la escena, lo dicho. Plano y contraplano. O lo que es lo mismo: plano de Dolworth cuando habla el americano y plano de Raza cuando habla el mexicano. Sin más. Eso sí, la fotografía de Conrad L. Hall es tan y tan jodidamente buena que no me extraña en absoluto que fuera nominada al Oscar de ese mismo año y que muchos espectadores recuerden esta peli durante toda su vida por una acuciante y muy concreta sensación física: el calor. Y es que, sin lugar a dudas, “Los profesionales” es un auténtico elogio al calor. Al calor, al sudor y al sol del desierto. Por eso mismo Dolworth y Raza lucen cuerpos y rostros permanentemente bañados en sudor y por eso mismo lo que les castiga a ambos en todo momento es el pegajoso polvo del desierto y ese despiadado y abrasador astro rey cerniéndose horas y horas sobre sus cabezas. No tanto Raza (resguardado a la sombra en esta escena) pero sí Dolworth, tumbado al sol encima de un peñasco durante toda la secuencia como si fuera un verdadero lagarto.




Y poco más. Añadir, tal vez, que el lingotazo de tequila que se mete el mejicano entre pecho y espalda al final de la perorata contribuye, sin lugar a dudas, a elevar la insoportable temperatura ambiental hasta límites insospechados y reiterar, una vez más, que lo que convierte esta escena en una de las más memorables de la historia del western es —obviamente— el susodicho diálogo entre Dolworth y Raza. Un diálogo tan y tan espléndido que parafrasearlo más de lo estrictamente necesario me parece —con franqueza— bastante absurdo. Así pues, si aún no habéis visto esta magnífica secuencia solo os recomendaría dos cosas: que tengáis a mano alguna bebida fresquita, sobre todo, y que la disfrutéis —no una— sino varias veces. Me lo agradeceréis.

dissabte, 2 de juliol del 2016

“YA QUE HAS PRONUNCIADO MI NOMBRE…” (Hasta que llegó su hora, 1968. Sergio Leone)


Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West)

Italia, 1968

Director: Sergio Leone

Guión: Sergio Leone, Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci

Fotografía: Tonino Delli Colli

Música: Ennio Morricone

Intérpretes:

Charles Bronson (Harmónica)
Henry Fonda (Frank)
Claudia Cardinale (Jill McBain)
Jason Robards (Cheyenne)
Gabriele Ferzetti (Morton)
Frank Wolff (Brett McBain)
Paolo Stoppa (Sam)
Lionel Stander (Barman)
Simonetta Santaniello (Maureen McBain)
Stefano Imparato (Patrick McBain)
Enzo Santaniello (Timmy McBain)

SINOPSIS: Poco después de la Guerra Civil Americana (1861-1865), el colono irlandés Brett McBain —viudo y padre de tres hijos (Maureen, Patrick y Timmy)— viaja a Nueva Orleans. Allí conoce a Jill, una bella prostituta con la que acuerda casarse. Cuando Jill llega a Sweetwater, el rancho de los McBain, descubre que toda la familia ha sido asesinada y que todas las sospechas recaen en Cheyenne y su banda. Aún así, el paso de la línea férrea de Morton por las tierras de los McBain induce a pensar a Jill que tal vez el susodicho magnate y Frank, su pistolero a sueldo, sean los verdaderos culpables del crimen. Paralelamente irrumpe en escena Harmónica, un misterioso pistolero que le sigue la pista a Frank y que no descansará hasta poder batirse en duelo con él. 



Como muchos de vosotros ya sabéis “Hasta que llegó su hora” es mi western preferido. Y lo es, entre otras cosas y por de pronto, porque tiene cuatro escenas absolutamente apabullantes. Cuatro escenas que son CINE en estado puro y que jamás me cansaré de ver una vez tras otra. Imaginaos, por lo tanto, lo mucho que me ha costado elegir tan solo una. Naturalmente, podría haber decidido al tuntún y seguro que la escena ganadora habría sido la mejor. Pero finalmente, no sé exactamente por qué, me ha apetecido reseñar la que hoy nos ocupa. Una escena que creó cierta polémica en Estados Unidos cuando se estrenó la película y que a mi me parece tan arriesgada como absolutamente magistral. Me estoy refiriendo, como no, a la dramática escena que describe la matanza de la familia McBain.



Antes de entrar en materia, sin embargo, me gustaría recordar que —aunque éste no fue el último western de Sergio Leone (le faltaba aún por rodar “¡Agáchate, maldito!”)— “Hasta que llegó su hora” es, a mi juicio, su indiscutible testamento cinematográfico. Al menos por lo que al western o spaghetti western respecta. Precisamente por eso me fascina tanto esta peli. Porque todo en ella huele a muerte. A final de trayecto. A una época —la de los cowboys, la de los pioneros, la de los forajidos— que se acaba, que agoniza, que ya nunca volverá a ser igual. Y aunque, afortunadamente, el western sobrevivió a “Hasta que llegó su hora” (“Grupo salvaje”, “Sin perdón” u “Open Range” —por ejemplo— así lo atestiguan) yo creo que la peli de Leone situó el listón cinematográfico tan alto que ya nada ni nadie conseguirá superarlo jamás.



Preparaos, por consiguiente, para una auténtica lección de cine. Para un dominio del tempo cinematográfico irreprochable. Para un manejo de la cámara espectacular. Para una puesta en escena impecable. Y, sobre todo, para una simbiosis de imagen y música brutal. Porque todo eso, y más, lo encontraréis en esta escena.



Una escena que empieza con un rifle que asoma entre unos matorrales y dispara dos veces al aire. El objetivo son unas perdices y el autor de los disparos es Brett McBain (Frank Wolff), el colono irlandés dueño de Sweetwater, un rancho en medio de la nada. O mejor dicho, en medio de Arizona. Concretamente cerca de Flagstone, el pueblo ficticio que Carlo Simi levantó en La Calahorra (Granada) inspirándose en Abilene.  



Pero volvamos a la escena. A Sweetwater, el set que Carlo Simi edificó en el desierto de Tabernas (Almería) y que aún hoy se puede visitar como poblado del oeste destinado a los turistas bajo el nombre de Western Leone. Nos habíamos quedado con un primer plano de Brett McBain, el autor de los disparos. E inmediatamente, de entre los arbustos, aparece correteando un chiquillo pelirrojo. Es Timmy McBain (Enzo Santaniello), su hijo. Y lleva una de las perdices que acaba de abatir su padre. Cabe añadir que hace un sol absolutamente abrasador y que el único sonido ambiental (disparos al margen) es el del canto de las cigarras. 

Timmy: “¡Hey, papá! ¡Mira!”

Brett: “Ya está bien. Se está haciendo tarde. Vamos a casa”



En éstas, Timmy ahuyenta a una perdiz que aún permanecía oculta entre la maleza y con la mano imita la acción de un revolver disparando: “¡Bang, bang, bang, bang!”. Un gesto que, sin lugar a dudas, nos recuerda al pequeño Joey Starret (Brandon De Wilde) haciendo lo propio en “Raíces profundas”. Su padre lo reprende suavemente: “Timmy…”

A continuación, Brett se da la vuelta y sigue andando en dirección a casa. Timmy lo sigue, correteando, y —de camino— recoge del suelo la segunda perdiz. Superada una pequeña loma se ve, al fondo, el rancho de Brett McBain. Sweetwater. Un edificio de madera (se construyó con restos del set de “Falstaff”) de considerables dimensiones.



La siguiente toma, lateral, nos muestra a una chica pelirroja saliendo de la casa con un gran cuenco de comida. Es Maureen McBain (Simonetta Santaniello). El encuentro entre ella y su padre se produce frente a una gran mesa cubierta por un mantel de cuadros y abundantes manjares.



Cuando llega Timmy, el pequeño le enseña las dos perdices a su hermana.

Timmy: “Maureen, mira”



De repente, las cigarras enmudecen. Un primer plano de Brett refleja —de inmediato— cierta preocupación. Pero no tan sólo en Brett, sino también en los rostros de Maureen y Timmy. Nadie de ellos emite ni una sola palabra pero la seriedad en las caras y el clamoroso silencio que los envuelve provocan, sin lugar a dudas, que se empiece a mascar en el ambiente una tensión verdaderamente insoportable. Mientras Brett otea el horizonte tan sólo se oye el ulular del viento, los ladridos de un perro a lo lejos y el sonido del cuchillo de Maureen rebanando despaciosamente el pan.



Unos segundos después, las cigarras vuelven a cantar. Al parecer, todo vuelve a la normalidad. Y es entonces cuando Brett se coloca bien el lazo en el cuello de la camisa y —dándole un buen pescozón a Timmy— empieza a darle instrucciones al chiquillo.

Brett: “¿Qué haces aquí? Métete dentro, rápido, y lávate. Y no toques el pastel de manzana ni el asado ¿Patrick ya se ha ido a la estación?”

Maureen (mientras le ayuda a colocarse bien el lazo): “Está preparándose, papá”

Brett (chillándole a su hijo): “¡Maldita sea, Patrick!”

Patrick (desde dentro de la casa): “¡Ya voy, papá!”

En este momento es cuando deducimos que todos esos preparativos están destinados a una visita muy especial. Alguien que llega en tren y a quien hay que ir a recibir a la estación. Así pues, mientras Timmy y Patrick se están arreglando en el interior de la casa, Brett se sirve un vaso de vino e inicia un diálogo con Maureen, su hija.  



Brett (refiriéndose a los manjares de la mesa): “No está nada mal… ¡Más grandes las rebanadas, mujer! Vamos a celebrar una fiesta, ¿no?”

Maureen: “Son como las de siempre”

Brett: “Ya, claro. Como las de siempre”

Dicho esto es cuando aparece el Brett McBain más humano y sensible. Y así, mientras le acaricia la barbilla a su hija, le habla con suavidad. Con dulzura. Con amor.



Brett: “Maureen. Pronto podrás cortar las rebanadas todo lo grandes que quieras. Tendrás ropa nueva preciosa. Y no hará falta que trabajes más”

Maureen: “¿Nos haremos ricos?”

Brett: “¿Quién sabe?”

A continuación, sin embargo, reaparece el Brett McBain más estricto y gritón.

Brett: “¡Patrick!”

Y en este momento es cuando irrumpe en escena Patrick McBain (Stefano Imparato), un joven delgaducho y pelirrojo.

Brett: “¡Espera un momento! Mira qué botas más sucias llevas ¡Límpiatelas! Llegará el tren y no habrá nadie esperando a vuestra madre”

Patrick: “Nuestra madre murió hace seis años”



Una respuesta que induce a Brett a dirigirse a su hijo, agarrarlo del pelo y soltarle un enérgico y ruidoso bofetón. En este momento averiguamos que Brett es viudo y que la persona que Patrick debe recoger en la estación es, por consiguiente, su nueva pareja.



Brett: “Vete ya o llegarás tarde”

Patrick: “Un momento... ¿Cómo la reconoceré?”

Brett: “No hay modo de que te equivoques. Es joven, guapa y toda una señorita”

Brett (leyendo la carta de Jill que acaba de sacarse del bolsillo): “Para viajar llevaré un vestido negro y el mismo sombrero que llevaba el día que nos conocimos”

Brett: “Voy a coger agua del pozo”

Y así, mientras Brett se dirige a sacar agua fresca del pozo y Patrick va a por la carreta, Maureen sigue con los preparativos de la celebración cantando —a su vez— una canción popular irlandesa. Una canción que, por cierto, también cantaron Robert Mitchum y Teresa Wright en “Perseguido” (1947), de Raoul Walsh.

Maureen (cantando): “Ah, joven Danny. La gaita, la gaita suena. Y en la ladera del monte el verano ha terminado y todas las rosas se marchitan”



De repente, las cigarras vuelven a enmudecer. Y tanto Brett como Maureen o Patrick (ya montado en la carreta) vuelven a mostrar signos de alarma y sorpresa. A continuación, de entre unos arbustos, revolotean un grupo de perdices. Como si algo o alguien las hubiera asustado. Y segundos más tarde, se oye un disparo. Brett mira hacia el cielo, esperando ver caer alguna de las perdices. Pero ninguna de ellas cae. Acto seguido, clava la vista hacia la casa, donde Maureen aún permanece de pie por unos instantes. Hasta que se tambalea y acaba desplomándose. Un primerísimo primer plano de Brett (concretamente de su boca) nos muestra un grito desesperado.



Brett: “¡Maureen!”



Un travelling lateral acompaña a Brett en su carrera hacia Maureen. Pero es alcanzado por otros dos disparos. El siguiente en caer es Patrick, que es abatido en la misma carreta. Brett, sin embargo, aún no ha muerto. Pero cuando, arrastrándose, llega a la silla donde había dejado su revólver, un tercer y definitivo disparo lo remata del todo.



El siguiente plano —un travelling subjetivo que nos muestra a Timmy corriendo desde el interior hacia el exterior de la casa— es, sin lugar a dudas, una auténtica maravilla. Máxime cuando, además, queda sublimemente engarzado a un expresivo primer plano del chiquillo mientras empiezan a sonar las siniestras primeras notas de Come una sentenza, el tema musical que Ennio Morricone le adjudicó a Frank (Henry Fonda), el villano de la peli. Un estremecedor leit motiv a base de guitarra eléctrica, harmónica, vientos y orquesta sinfónica que a mí me parece, francamente, de los mejores que jamás se han compuesto para una película.



A partir de aquí, pues, asistiremos a una auténtica master class de cine. En primer lugar porque sólo la música de Morricone ya te pone los pelos como escarpias. Y en segundo lugar porque —cuando música e imágenes casan a tan alto nivel— la satisfacción del espectador debe ser, a mi juicio, máxima. Insuperable. Brutal. Pero volvamos a la escena. Habíamos dejado a Timmy en la puerta de la casa aferrado a una botella de agua. Contemplando los cuerpos sin vida de su familia mientras el in crescendo musical de Morricone nos anticipa la aparición de los autores de la masacre. Y no, no son indios. Son cinco tipos bastante siniestros que aparecen de detrás de los matorrales y que se dirigen, lenta y ceremoniosamente, hacia Timmy. Los cinco visten largos guardapolvos de color arena (¡cómo me gustan los guardapolvos, por cierto!) y precisamente la constante polvareda que levanta el viento nos impide ver sus caras. Primero los vemos de frente y luego, en el siguiente plano, de espaldas. Y es, en este momento, cuando la cámara realiza un calculado gesto circular y, muy lentamente, pasa de enfocar las espaldas de esos cinco hombres a centrarse en un primerísimo primer plano del rostro del que está en medio. Obviamente, me estoy refiriendo a Frank. O a Henry Fonda, vaya. Un actor que en Estados Unidos siempre había representado a personajes buenos, rectos y honrados y que en su nuevo rol con Leone aparecía por primera vez como un auténtico asesino. Como un tipo frío, despiadado y sin escrúpulos. Lo percibimos en su gélida mirada, en su cínica sonrisa, en sus gestos (la manera como escupe el tabaco, por ejemplo, es magistral) y, naturalmente, en sus actos.



De hecho —si me permitís el inciso— cuando Leone vio llegar a Fonda el primer día de rodaje con bigote, perilla y lentillas oscuras casi le da un patatús. Y es que lo que Leone quería para su peli era, precisamente, esa intensísima mirada azul celeste del tipo que había interpretado a Lincoln, a Earp o al jurado número 8. Quería al Henry Fonda íntegro, modélico y honesto de toda la vida, vaya. Y quería, también, que cuando la cámara revelara la identidad del jefe de esa banda de asesinos desalmados los espectadores reaccionaran diciendo: “¡Dios bendito! ¡Es Henry Fonda!”. O algo parecido. Y así fue. La mayoría de espectadores —sobre todo americanos— quedaron medio petrificados al conocer la identidad del villano y todo ello generó, obviamente, una considerable polémica. Hasta el punto que los resultados en taquilla no fueron los esperados y hasta el punto que, en las primeras exhibiciones televisivas, esta escena quedó recortada para que el espectador no tuviera que ser —forzosamente— testigo excepcional del asesinato de Timmy. Porque aquí quería llegar. Al brutal asesinato de Timmy. Un suceso que tiene lugar cuando el lugarteniente de Frank formula una pregunta tan mítica como la fría, serena e inexorable sentencia de muerte que Frank ofrece como respuesta.



Lugarteniente de Frank (Michael Harvey): “¿Qué hacemos con éste, Frank?”

Frank: “Ya que has pronunciado mi nombre…”



Y así acaba la escena. Con una escalofriante ejecución que visionamos a través de un tremendo primer plano del colt de Frank cuyo disparo coincide, a su vez, con el pitido del tren de la próxima secuencia. La que describe —quizás para compensar tanto dramatismo— la nostálgica y maravillosa llegada de Jill a la estación de Flagstone.