dimarts, 27 de juny del 2017

“NO RESULTA FÁCIL LEVANTAR LA MANO Y ENVIAR A UN CHICO A LA MUERTE SIN HABLARLO ANTES” (Doce hombres sin piedad, 1957. Sidney Lumet)

Doce hombres sin piedad (12 Angry Men)

Estados Unidos, 1957

Director: Sidney Lumet

Guión: Reginald Rose. Basado en una obra de Reginald Rose

Fotografía: Boris Kaufman

Música: Kenyon Hopkins

Intérpretes:

Martin Balsam (Jurado número 1)
John Fiedler (Jurado número 2)
Lee J. Cobb (Jurado número 3)
E. G. Marshall (Jurado número 4)
Jack Klugman (Jurado número 5)
Edward Binns (Jurado número 6)
Jack Warden (Jurado número 7)
Henry Fonda (Jurado número 8)
Joseph Sweeney (Jurado número 9)
Ed Begley (Jurado número 10)
George Voskovec (Jurado número 11)
Robert Webber (Jurado número 12)

SINOPSIS: Estados Unidos, 1956. Un joven es acusado de asesinar a su propio padre y un jurado compuesto por doce miembros deberá deliberar, tras la vista, si el chico es inocente o culpable. Aunque las pruebas aportadas por el fiscal parecen incriminar total y absolutamente al acusado, uno de los miembros del jurado (el número 8) expresará sus dudas e impedirá con su voto en contra que el jurado lo considere culpable por unanimidad. Poco a poco y a partir del beneficio de la duda, el jurado número 8 logrará convencer a sus compañeros que las pruebas de las que disponen no son suficientemente sólidas para condenar al chico a la silla eléctrica.



Esta vez no os voy a proponer una escena. Os voy a proponer un pequeño fragmento de una escena. Voy a hacerlo así porque considero que la escena al completo es demasiado extensa y lo que me gustaría, en cambio, es que concentrarais toda vuestra atención en una tesis muy y muy concreta: la duda razonable. O lo que es lo mismo: lo que sintetiza la frase que da nombre a este spoiler y la gran cuestión que plantean Sidney Lumet y Reginald Rose en “Doce hombres sin piedad”; a mi juicio, la mejor película sobre juicios de la historia del cine. 

Antes de entrar de lleno en la disección de este interesantísimo fragmento permitidme, sin embargo, que os ponga en antecedentes. Así pues, lo primero que me gustaría apuntar (aunque no lo parezca) es que estamos ante la opera prima de Sidney Lumet. Uno de esos cineastas de la generación de la televisión (como también lo fueron Franklin J. Schaffner, Martin Ritt, Robert Mulligan, Arthur Penn o John Frankenheimer) que debutó como director haciendo gala de un manejo de la cámara y de un sentido del ritmo cinematográfico absolutamente impropio de alguien con tan poca experiencia. Máxime cuando, además, Lumet hubo de adaptar al cine una obra dramática concebida inicialmente para el teatro y la televisión. No resulta de extrañar, pues, que “Doce hombres sin piedad” obtuviera diversas nominaciones y un total de 8 premios cinematográficos de gran calibre. Veamos por qué.

El fragmento que he seleccionado empezaría, concretamente, cuando el Jurado número 1 (Martin Balsam) toma la palabra, se dirige a sus 11 compañeros y empieza a organizar, de forma algo despreocupada e informal, el inicio de las deliberaciones previas al veredicto final que han de acordar entre todos. Cabe mencionar que todos ellos se encuentran literalmente hacinados en una sala donde hace muchísimo calor (es verano y el aire acondicionado no funciona) y que todos ellos, en teoría, desean cumplir con el trámite lo más rápido posible para poder reemprender sus compromisos o, sencillamente, irse a sus respectivas casas.



Jurado número 1 (Martin Balsam): “Bien, señores. Ante todo quiero decirles que pueden organizar esto como a ustedes les parezca ya que yo no impondré ninguna regla. Si quieren podemos discutirlo ahora y votarlo aunque, claro está, no es la única forma. También podemos votar sin más”



Jurado número 4 (E. G. Marshall): “Suele hacerse una votación preliminar”

Jurado número 7 (Jack Warden): “¡Sí! ¡Votemos y así podremos largarnos de aquí!”

Jurado número 1 (Martin Balsam): “¡Aha! Entonces todos sabemos que tenemos un caso de homicidio en primer grado y si consideramos culpable al acusado le enviaremos a la silla eléctrica. Es ineludible según el juez”



Jurado número 4 (E. G. Marshall): “Sí, lo sabemos”

Jurado número 10 (Ed Begley): “Veamos nuestra opinión”

Jurado número 6 (Edward Binns): “Sí, eso es lo justo”



Jurado número 1 (Martin Balsam): “¿Hay alguien que no quiera votar? En cualquier caso, deben recordar que el resultado debe alcanzarse por unanimidad. Así es la ley… ¿Están todos listos? Los que le consideren culpable, levanten la mano. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once… Once han votado culpable… ¿Alguno vota inocente? Uno. Muy bien. Once culpable y uno inocente. En fin, es un comienzo…”



Jurado número 10 (Ed Begley): “¡Hay que fastidiarse! ¡Siempre tiene que haber uno!”

Jurado número 7 (Jack Warden): “Bueno ¿Y ahora qué pasa?”

Jurado número 8 (Henry Fonda): “Tendremos que hablar”



Jurado número 10 (Ed Begley): “¡Siempre la misma historia!”

Jurado número 3 (Lee J. Cobb): “Así que inocente ¿eh?”

Jurado número 8 (Henry Fonda): “No lo sé”



Jurado número 3 (Lee J. Cobb): “Usted estaba en la sala y oyó lo mismo que nosotros. Está claro que el chico es un asesino peligroso”

Jurado número 8 (Henry Fonda): “¡Tiene 18 años!”

Jurado número 3 (Lee J. Cobb): “¡Ya no es ningún crío! Le dio una puñalada a su padre en pleno pecho. En el juicio lo han probado de una docena de formas… ¿Quiere que se las enumere?”



Jurado número 8 (Henry Fonda): “No”

Jurado número 10 (Ed Begley): “¿Entonces qué quiere?”

Jurado número 8 (Henry Fonda): “Solo que hablemos”

Jurado número 7 (Jack Warden): “¿De qué tenemos que hablar? Once pensamos que es culpable y nadie tiene dudas… Excepto usted”

Jurado número 10 (Ed Begley): “Voy a preguntarle algo: ¿Cree lo que él dijo?”



Jurado número 8 (Henry Fonda): “No sé si lo creo o no. Puede ser que no”

Jurado número 7 (Jack Warden): “¿Y cómo puede votar inocente?”



Jurado número 8 (Henry Fonda): “Había once votos de culpable. No resulta fácil levantar la mano y enviar a un chico a la muerte sin hablarlo antes”



Como ya he apuntado antes, esta última frase (la del spoiler, vamos) es la que sintetiza el quid de la cuestión: la duda razonable. O el beneficio de la duda, vaya, Y es que aunque, en un momento dado, todos los indicios del mundo apunten hacia la, teóricamente, inequívoca culpabilidad de una persona, siempre que exista la más leve sombra de sospecha de que alguno de esos irrefutables indicios pudiera llegar a ser discutible o incluso erróneo, lo que debería prevalecer —ante todo— es ese principio jurídico que conocemos como presunción de inocencia (in dubio pro reo). Un principio difícil de defender en según que ocasiones y que requiere, sobre todo, una empatía y una capacidad de razonamiento algo superior a la media. Quizás por eso mismo el único miembro del jurado que se atreverá a enfrentarse a los demás y a hacerles ver que no existen pruebas lo suficientemente sólidas como para no dudar sobre la culpabilidad del acusado sea el jurado número 8 (Henry Fonda), un arquitecto de unos 50 y pico años —ecuánime, íntegro y liberal— que a base de mucho temple, perseverancia y sentido común conseguirá revertir, poco a poco, la opinión inicial de sus compañeros.

“Doce hombres sin piedad” constituye, por lo tanto, un despiadado y contundente alegato contra la pena de muerte y, por ende, contra el sistema judicial norteamericano. Pero no sólo eso. La peli de Lumet aprovecha su carácter crítico y de denuncia para poner de manifiesto otras problemáticas que van intrínsecamente unidas a los habituales errores del sistema jurídico estadounidense: prejuicios, racismo, hipocresía, intolerancia… Todo ello lo iremos asimilando a través de los extraordinarios diálogos de Reginald Rose, a través de las soberbias interpretaciones de todo el reparto (sobre todo de Fonda, Cobb, Warden y Begley), a través del fluidísimo ritmo narrativo de Sidney Lumet y a través de la opresiva y asfixiante atmósfera de Boris Kaufman, el director de fotografía. Fijaos, si no, en esa sensación de bochorno, de cansancio, de claustrofobia… El Jury’s room parece empequeñecer por momentos incrementándose, así, la sensación de agobio y de estrés. Sensación que se acentúa con el humo de los cigarrillos que flota en el ambiente y con los contrastados claroscuros por los que apuesta Kaufman. Aún así, la escena que estamos analizando en este momento pertenece al tramo inicial de la película. Y en este tramo, los niveles de fatiga y nerviosismo aún no han llegado al límite. Precisamente por eso, al principio de la película la cámara suele situarse por encima de los ojos de los protagonistas y el gran angular empleado por el director de fotografía consigue proporcionar cierto aire y espacio vital a todos los miembros del jurado. Poco a poco, sin embargo, el uso del teleobjetivo, de los primeros planos y de los contrapicados contribuirá a acentuar esa opresiva y asfixiante atmósfera de la que antes hablábamos.

En fin, que estamos ante el primer punto de inflexión (la votación preliminar, vaya) de un proceso de deliberación que va a ser muy largo, muy duro y muy tenso. Básicamente porque, como dice el jurado número 8: “Había once votos de culpable. No resulta fácil levantar la mano y enviar a un chico a la muerte sin hablarlo antes”. Señores, me quito el sombrero.   


divendres, 9 de juny del 2017

“–¿QUÉ VA A COMER? +¿QUÉ TIENE? –JUDÍAS CON GUINDILLAS +¿TIENE OTRA COSA? –GUINDILLAS SIN JUDÍAS” (Conspiración de silencio, 1955. John Sturges)


Conspiración de silencio (Bad day at Black Rock)

Estados Unidos, 1955

Director: John Sturges

Guión: Millard Kaufman y Don McGuire. Basado en una obra de Howard Breslin

Fotografía: William C. Mellor

Música: André Previn

Intérpretes:

Spencer Tracy (John J. Macreedy)
Robert Ryan (Reno Smith)
Walter Brennan (Doc Velie)
Ernest Borgnine (Coley Trimble)
Lee Marvin (Hector David)
Anne Francis (Liz Wirth)
John Ericsson (Pete Wirth)
Dean Jagger (Tim Horn)
Russell Collins (Mr. Hastings)
Walter Sande (Sam) 

SINOPSIS: Black Rock es un pequeño y aislado pueblo del oeste americano en cuya estación de tren desciende un buen día de 1945 John J. Macreedy, un hombre de unos 60 años —elegante y educado— a quien le falta una mano. El recelo y animadversión inicial de los lugareños hacia el forastero se transformará rápidamente en franca hostilidad cuando éste les explica que el verdadero motivo de su visita es hacerle entrega a Joe Komako —un vecino de origen japonés a quien no logra localizar— de una medalla militar que le concedieron a su difunto hijo por haberle salvado la vida. Como era de esperar, las indagaciones de Macreedy pondrán su vida en peligro pero ello no impedirá que este astuto y veterano excombatiente norteamericano termine descubriendo qué sucedió realmente con Komako.      



Hablar de John Sturges (“Fort Bravo”, “Duelo de titanes”, “El último tren de Gun Hill”, “Los siete magníficos”…) es, fundamentalmente, hablar de western. Y lo es porque Sturges me parece, sin lugar a dudas, uno de sus mejores especialistas. Aún así, la que yo considero como su mejor película no es un western. Al menos en el estricto sentido de la palabra. Personalmente yo la definiría más bien como un neowestern. Un neowestern (con pinceladas de noir o thriller, por supuesto) que a pesar de desarrollarse cronológicamente fuera del periodo histórico habitual (segunda mitad del s. XIX y principios del s. XX) respira, a mansalva, amor y respeto por el género del cual procede. Lo constatamos a través del árido paisaje, a través de ese tren que aparece al principio y al final de la peli, a través de la indumentaria de muchos de sus personajes y a través del franco apego de gran parte de ellos hacia ese viejo y lejano oeste norteamericano que, a decir verdad, tampoco había cambiado tanto a mediados del s. XX. 



Me estoy refiriendo, naturalmente, a “Conspiración de silencio”. O lo que es lo mismo: a “Bad day at Black Rock”. Un peliculón que no dura ni hora y media y que —además de abducirte desde el minuto cero— rezuma ritmo y tensión por los cuatro costados. Con un guión espléndido, una puesta en escena magistral y unas interpretaciones impecables. Ah, y con mensaje, por supuesto ¿Se le puede pedir algo más a una peli?

Dicho esto, permitidme que comparta con todos vosotros una de mis escenas favoritas de esta peli. Una secuencia que contiene todos los elementos anteriormente citados y que pone de manifiesto, por si fuera poco, el inmenso talento narrativo y visual de John Sturges. Un cineasta que, con el tiempo, ha pasado de ser considerado un buen artesano a ser considerado —definitivamente— como un autor en mayúsculas. Comprobemos por qué.




La escena que encabeza este spoiler empieza cuando John J. Macreedy (Spencer Tracy) entra en el bar (o saloon) de Black Rock con objeto de comer algo justo antes de tomar el tren e irse del pueblo. Como podréis suponer, la presencia del forastero sigue resultando incómoda (ver sinopsis) y ello lo podemos corroborar con la extraordinaria frialdad (o en el mejor de los casos, indiferencia) mostrada por los parroquianos (la mayoría secuaces de Reno Smith) que allí se congregan. La secuencia, por consiguiente, nos remite a infinidad de situaciones similares vistas una y mil veces en westerns de todas las épocas. A bote pronto os podría citar escenas parecidas en films como “El pistolero” (Henry King, 1950), “Raíces profundas” (George Stevens, 1953), “El último atardecer” (Robert Aldrich, 1961) o “Infierno de cobardes” (Clint Eastwood, 1972) pero lo dicho: el western, en general, tiene escenas de este tipo a destajo. Y precisamente esta similitud, esta incuestionable correspondencia entre “Conspiración de silencio” y otros muchos westerns clásicos y contemporáneos, es uno de los muchos factores que —a mi juicio— convierten la peli de Sturges en, como ya hemos dicho antes, un auténtico neowestern.




Aún así, sin embargo, es muy posible que la situación en la que se ve inmerso Macreedy nos remita, asimismo, a otro célebre western que aún no hemos citado. Me estoy refiriendo, como no, a “Solo ante el peligro” (Fred Zinneman, 1952). No tan sólo porque nadie (a excepción de Liz Wirth (Anne Francis) y Doc Velie (Walter Brennan) en algún momento puntual) parece muy dispuesto a prestarle ayuda a Macreedy (como le ocurre también a Will Kane (Gary Cooper) en “Solo ante el peligro”) sino porque todo el mundo —en líneas generales— parece bastante acobardado en Black Rock. Acobardados por lo que hicieron (matar o bien ser cómplices del asesinato de Joe Komako) y acobardados, también, por su condición de sumisos esbirros de Reno Smith (Robert Ryan), el “cacique” del pueblo. Una situación que, metafóricamente, la podríamos asociar con la famosa Caza de Brujas emprendida por el senador MacCarthy entre 1950 y 1956 contra todo aquel sospechoso de llevar a cabo actividades comunistas y, por ende, con todo lo que ya había pretendido denunciar Fred Zinneman tres años atrás mediante su mítico y magistral superwestern.      



Pero, bueno, dejémonos de asociaciones políticas y volvamos al bar. Una vez dentro, Macreedy se sienta en un taburete de la barra e inicia con el barman (Francis McDonald) la conversación que da nombre a este spoiler:

Barman: “¿Qué va a comer?”

Macreedy: “¿Qué tiene?”

Barman: “Judías con guindillas”

Macreedy: “¿Tiene otra cosa?”

Barman: “Guindillas sin judías. Si no le gusta el sabor, hay ketchup”

Macreedy: “Está bien, comeré eso. Una taza de café”

Al margen de esa curiosa combinación de frialdad y fina ironía o cinismo que pone de manifiesto este pequeño diálogo entre Macreedy y el barman (acentuado, además, por el sepulcral silencio mantenido por los otros parroquianos que se hallan en ese mismo momento en la cafetería) me gustaría destacar, en este preciso instante, el extraordinario tratamiento visual de Sturges. Fijaos, si no, en cómo coloca la cámara para que el objetivo consiga reunir en un mismo plano a Macreedy, el barman y los otros clientes del bar. Acto seguido, sin embargo, dos hombres irrumpen por la puerta principal: son Reno Smith (Robert Ryan) y Coley Trimble (Ernest Borgnine). El plano cambia, se cierra un poco, y lo que podemos ver a continuación es a Macreedy por la izquierda, a Coley por el centro, al barman por la derecha y a Smith, al fondo.



Coley Trimble: “¿Aún está por aquí? Creí que no le gustaba este lugar”

Macreedy: “¿Se refiere al llegar o al irme?”

Coley Trimble: “Al quedarse”

Macreedy: “Sin comentarios”

Coley Trimble: "Sin comentarios, dice... Y está sentado en mi lugar”

Dicho esto, Macreedy cambia de asiento y Coley se acomoda a su lado para seguir provocándole. Para seguir hostigándole. Para seguir acosándole. Macreedy, sin embargo, apenas se inmuta. Es zorro viejo y demuestra tener la situación completamente controlada. Aún así, la tensión va en aumento. Y aunque Macreedy sigue imperturbable como un témpano de hielo, los espectadores (tanto los del bar como los que estamos al otro lado de la pantalla) nos convertimos —de repente— en testigos presenciales de una situación tan tirante como francamente peligrosa. Un ambiente violento y enrarecido que me recordó, por cierto, al encuentro entre Matt Morgan (Kirk Douglas) y Craig Belden (Anthony Quinn) en el despacho de éste último en “El último tren de Gun Hill”. Coincidencia que me constata, asimismo, que John Sturges era un auténtico maestro manejando la tensión y rodando este tipo de secuencias.

Coley Trimble: “Este taburete no es cómodo”

Macreedy: “Eso me temía”

Coley Trimble: “Creo que me gusta el suyo”

Reno Smith: “Coley es variable como una veleta”

Macreedy: “¿Podría decirme dónde debo sentarme?”

Antes de llegar al clímax de la escena, no obstante, seguiremos presenciando como Coley y Smith persisten en provocar y avasallar a Macreedy de todas las formas habidas y por haber. Sobre todo verbalmente, por supuesto, pero también con gestos y acciones físicas. En un momento dado, por ejemplo, Coley coge el bote de ketchup y aplica un buen chorreón de tomate a ese plato de judías con guindillas que Macreedy no deja de marear constantemente con la cuchara. Naturalmente, Macreedy no cae en la pueril provocación de Coley y se limita a dirigirle a Reno Smith un comentario irónico. 



Coley Trimble: “Espero que no sea demasiado”

Macreedy (dirigiéndose a Reno Smith): “Su amigo es un hombre excesivamente servicial”

Reno Smith: “Y un poco impulsivo a veces. Peligroso como una serpiente de cascabel”

Coley Trimble: “Sí, amigo. Así soy yo: medio caimán y medio caballo. Métase conmigo y lo destripo de una coz ¿Qué me dice a eso?”

Macreedy: “Sin comentarios”

Coley Trimble: “Hablar con usted me da náuseas. Me revienta… ¡Usted es un cobarde amigo de los japoneses! ¿Me equivoco?”

Macreedy: “No sólo se equivoca en eso sino en levantar tanto la voz”

Coley Trimble: “¡No le gusta a usted mi voz!”



Macreedy (dirigiéndose a Reno Smith): “Creo que su amigo está intentando buscar camorra”

Reno Smith: “¿Por qué se le va a ocurrir semejante cosa?”



Macreedy: “Pues no lo sé… Seguramente cree que hostigándome de ese modo podría hacerme estallar y que quizás me revolviese contra él. Y entonces él o ese otro esbirro suyo que está ahí podrían matarme a palos alegando legítima defensa”



Reno Smith: “No creo que sea necesario. Tiene usted tanto miedo que probablemente antes se morirá del susto”

Coley Trimble: “Pero antes de que ocurra eso… ¿No podría luchar con usted con una mano atada a la espalda? ¿O quiere que sean las dos manos?”
  





Y esta última frase es la que, finalmente, hará estallar a Macreedy. La frase y el agarrón de Coley, por supuesto. Una provocación que será respondida con un rápido, certero e inesperado golpe de Macreedy al cuello/clavícula de Coley. Y ahí viene lo bueno. Que no estamos hablando de una tanda de puñetazos normales y corrientes. Estamos hablando de una auténtica demostración de artes marciales. Porque a ese primer golpe le seguirán otros. Todos secos, duros e infalibles. Hasta una impecable llave final. Y, obviamente, con Coley como receptor, claro. Lo que no sabría deciros, sin embargo, es si esos golpes y llaves son de karate o de cualquier otra disciplina nipona. En cualquier caso, no obstante, lo que me parece bastante probable es que Macreedy aprendiera este tipo de lucha en Japón, durante la II GM. Y hete aquí la gran paradoja de la escena. Que ese hombre mayor y manco sea capaz de darle una soberana tunda a un hombre más joven y, teóricamente, más fuerte. Y encima empleando técnicas de lucha foráneas. Japonesas, para más inri. Una extraordinaria jugada argumental que además de detonar el primer gran punto de inflexión de la peli edifica, asimismo, un gran alegato antirracista. Recordemos, si no, la frase más subida de tono de esta escena. La que le espeta Coley a Macreedy chillando. Con los ojos inyectados en sangre: “Hablar con usted me da náuseas. Me revienta… ¡Usted es un cobarde amigo de los japoneses! ¿Me equivoco?”





Tras la pelea, sin embargo, asistimos a la parte más discursiva de la secuencia. La parte en la que Macreedy estalla verbalmente y en la que la parsimonia y la inmutabilidad del protagonista dan paso a una autentica muestra de valentía, de arrojo, de determinación. Y así, después de deshacerse de Coley, Macreedy dejará completamente mudo a Smith. Comprobémoslo.



Macreedy: “¿No hubiera sido más fácil esperar que les diera la espalda... O es que hay demasiados testigos presentes?”

Reno Smith: “Aún está en peligro”

Macreedy: “Usted es quién lo está. Pase lo que pase, está perdido”

Reno Smith: “Me parece que está usted un poco confundido”

Macreedy: “Usted mató a Komako, Smith. Y tarde o temprano, pagará por ello. No porque lo haya matado porque ya sé que en un pueblo como éste hace lo que se le antoja sino porque no tuvo arrestos para hacerlo solo y se confió a individuos como éste… y éste otro que no son precisamente los más dignos de confianza. El día menos pensado se darán cuenta que usted los toma por tontos… ¿Y qué hará entonces? ¿Matar a uno y luego al otro? Entre tanto pueden perder los estribos y cuando lo hagan será su perdición. Su ruina. Porque ellos tienen un arma contra usted que utilizarán cuando las cosas se pongan feas. Y se están poniendo feas por momentos”

Doc Velie (Walter Brennan): “¡Vaya, hombre, vaya!”

En fin, no quisiera repetirme pero quisiera reiterar, una vez más, lo mucho que me gusta esta escena. Por su planificación, por su ritmo, por su riqueza visual, por sus diálogos, por la tensión que transmite, por lo bien que están —especialmente— Spencer Tracy y Ernest Borgnine… Pero, sobre todo, por la lección de Macreedy a todos los parroquianos del bar. Lección física (la tunda a Coley es antológica) y lección ética y moral, por supuesto. Un gustazo, vaya.