Murieron con las botas puestas (They died with their
boots on)
Estados Unidos, 1941
Director: Raoul Walsh
Guión: Wally Kline y Aeneas McKenzie
Fotografía: Bert Glennon
Música: Max Steiner
Intérpretes:
Errol Flynn (George Armstrong Custer)
Olivia
de Havilland (Elizabeth Bacon)
Arthur Kennedy (Ned Sharp)
Charley Grapewin (California Joe)
Gene Lockhart (Samuel Bacon)
Anthony Quinn (Crazy Horse)
Stanley Ridges (Romulus
Taipe)
John Litel (Phil Sheridan)
Walter Hampden (William Sharp)
Sydney Greenstreet (Winfield Scott)
SINOPSIS:
Academia
de West Point, 1861. Poco antes del
inicio de la Guerra
de Secesión (1861-1865) un joven, arrogante e indisciplinado George Armstrong Custer se gradúa como
ultimo cadete de su promoción y, gracias a su valentía y méritos militares
durante la contienda, se convierte en un auténtico héroe nacional. Tras la Guerra —ya casado con Elizabeth Bacon e incapaz de adaptarse a
la vida civil— vive una crítica y deprimente etapa personal hasta que se
reincorpora al Séptimo de Caballería
para prestar un último servicio al país. Su misión: enfrentarse a los Sioux de Caballo Loco en Little Big
Horn (1876).
Verdaderamente “Murieron con las botas puestas” es una de esas pelis que ya no se
estilan. Un auténtico clasicazo que
entremezcla sabiamente un montón de topics
(western, biopic, drama, aventuras,
histórica, bélica, romance…) y que corrobora a la perfección por qué Raoul Walsh está considerado uno de los
mejores directores norteamericanos de la década de los 40. Y es que si una cosa
me fascina enormemente de estos cineastas clásicos (llámese Ford, Hawks, Wellman o Walsh) es su extraordinaria agilidad
narrativa. Esa increíble capacidad de explicarte una historia como Dios manda
en 70-80 minutos. Imaginaos, por consiguiente, qué puede hacer un realizador de
esta categoría si dispone de 140 minutos. Como Walsh en “Murieron con las botas
puestas”. El resultado, como podréis deducir, no es una simple película. Es un peliculón. Una epopeya. Una obra maestra
en la que, como ya hemos señalado, cabe de todo. Incluso cierta (o mucha)
idealización respecto al personaje de George Armstrong Custer, por supuesto.
Pero es que para eso sirve el cine, amigos.
Para contarnos historias. Para transmitirnos pensamientos, ideas, mensajes…
Para hacernos disfrutar visualmente. Para emocionarnos, vaya. Y a fe de Dios
que Walsh lo consigue sobradamente. Con ésta y con todas sus pelis, por
supuesto. Pero hoy toca ésta. Y de todas las escenas memorables de “Murieron
con las botas puestas” (unas cuantas, por cierto) he decidido quedarme, quizás,
con la más romántica e intimista de todas. La de la despedida entre Custer y su
esposa antes de la batalla final en Little
Big Horn.
Así pues, olvidémonos por un momento de
exaltaciones patrióticas. De críticas a políticos corruptos y a empresarios
oportunistas. De enfrentamientos entre rostros pálidos y pieles rojas. De la
mitificada y épica figura del General Custer. Y centrémonos, definitivamente,
en la hermosa relación sentimental entre George y Elizabeth. Porque si bien
“Murieron con las botas puestas” constituye un impresionante fresco de uno de
los períodos más importantes de la historia de los Estados Unidos de América,
que duda cabe que secuencias como la que hoy nos ocupa también han contribuido
a hacer de esta peli un clásico total y absolutamente imperecedero.
La escena en cuestión se desarrolla en los
aposentos privados de Custer y su esposa, dónde ambos preparan el equipaje de
campaña que nuestro protagonista necesitará en el campo de batalla.
Concretamente en Black Hills, territorio indio sagrado donde los Sioux, los Cheyennes y otras tribus indias aguardan impacientes la llegada del
ejército yankee. Nos estamos
refiriendo, obviamente, a la célebre batalla de Little Big Horn (25-26 de junio de 1876), donde 268 soldados
norteamericanos (entre ellos, Custer) fueron masacrados por los indios de Toro
Sentado y Caballo Loco.
Lo primero que nos muestra la cámara, en cualquier
caso, es a George A. Custer (Errol Flynn) colocándose una vistosa
casaca de flecos por encima del uniforme mientras Elizabeth (Olivia de
Havilland), su esposa, le abrocha la valija y repasa verbalmente con su marido
el utillaje necesario para la campaña.
Custer: “Bueno, vamos a ver… ¿Olvido
algo?”
Elizabeth: “¿Gemelos de campaña?”
Custer: “Sí”
Elizabeth: “¿Brújula?”
Custer: “La tengo”
Elizabeth: “¿El reloj?”
Custer: “¿El reloj? No”
Llegados a este punto es cuando Walsh —mediante
Custer, por supuesto— nos hace cómplices de un desenlace, sin lugar a dudas, anunciado.
En primer lugar porque la historia real de los acontecimientos ya nos ha proporcionado
previamente dicha información. Y en segundo, porque la reacción del propio
Custer en esta misma escena también nos anticipa como va a acabar la trágica contienda.
Fundamentalmente porque gracias a su amplia e intensa experiencia militar puede
imaginarse sin demasiadas dificultades que ese durísimo y desigual enfrentamiento
con los indios Sioux y Cheyenne va a resultar poco menos que un
auténtico suicidio colectivo. Algo que el Comandante en Jefe del Séptimo de Caballería nos revela sutilmente
con la célebre triquiñuela de la cadena del reloj que él mismo rompe adrede
cuando cree que su esposa no está mirando. Una cadena de un reloj al que le
tiene mucho aprecio (ese plano de detalle que nos permite leer lo que lleva
gravado —To General Custer from the Michigan Brigade— así nos lo
constata), que contiene una foto de su esposa (que sí se lleva consigo) y que,
obviamente, prefiere dejar como bonito legado a Elizabeth antes que perderlo para
siempre en pleno campo de batalla.
Custer: “Oye, Libby. Deberían nombrarte
intendente general. Cada vez que salgo de campaña soy el hombre mejor equipado
de todo el regimiento. Oh, mira… ¡Rota!”
Elizabeth: “¿El qué?”
Custer: “La cadena. Así no podré
llevármelo”
Elizabeth: “Sería la primera vez que fueses
a una campaña sin llevártelo”
Custer: “Sí, pero… No hay tiempo de
arreglarlo. Y no quiero perderlo… Prefiero dejarlo aquí… Ya queda poco tiempo”
Elizabeth: “Toma tu cinturón. Yo creo que
eres el único militar que ascendió a General sin abandonar su cinturón”
Custer: “Espera que me den ese destino en
el Cuartel General cuando termine esta campaña. Empezaré a engordar y me pondré
como el General Scott ¡jojojojo!”
Elizabeth: “Engordaremos y seremos felices…”
Custer: “Juntos”
Elizabeth: “Y la gente dirá: No me digas que
la vida en Dakota era muy difícil. Fíjate en el General Custer y en su señora…
¡Hay que ver cómo han engordado!”
Custer: “Has sido feliz aquí ¿verdad,
Libby?”
Elizabeth: “¿No te lo parezco?”
Custer: “Bueno, vamos a ver… ¡Ah, mis
órdenes!”
Elizabeth: “Las puse en ese cajón de allá
Custer: “Yo las cogeré… ¿Qué es esto? Mi
vida con el General Custer”
Elizabeth: “Cariño, es mi diario”
Custer: “¡Con que llevas un diario!”
Elizabeth: “Es como un relato de la vida que
hemos llevado aquí. Son tonterías que a las mujeres nos parecen importantes”
Hasta aquí podríamos decir que tanto Custer
como Elizabeth manejan la situación con cierta normalidad. Evidentemente, ambos
intuyen lo que va a suceder, por supuesto, pero ninguno de los dos quiere meter
el dedo en la llaga. Y aunque Elizabeth se muestra más seria y circunspecta,
Custer se atreve incluso a bromear (“Espera
que me den ese destino en el Cuartel General cuando termine esta campaña.
Empezaré a engordar y me pondré como el General Scott ¡jojojojo!”) para
desdramatizar —indudablemente— los prolegómenos de una despedida que tiene toda
la pinta de ser definitiva. Cuando Custer encuentra el diario de Elizabeth, sin
embargo, la expresión de ambos cambia radicalmente. Y no solamente la expresión
sino también el tamaño de los planos. Así pues, de los planos americanos y medios
predominantes en la primera parte de esta secuencia pasamos, en este momento, a
planos mucho más cercanos. Algunos, incluso, muy próximos al primer plano. Con
ello, naturalmente, Walsh va preparando el terreno. Y de lo más convencional y
accesorio pasamos, sin lugar a dudas, a lo más íntimo y personal. A las
emociones, a los temores, a las ansiedades. Sentimientos, todos ellos, que
quedan perfectamente reflejados en el párrafo del diario de Elizabeth que lee
en voz alta su marido y que Walsh se encarga de potenciar escogiendo
minuciosamente los planos y los encuadres más adecuados a cada situación. No
quisiera, sin embargo, olvidarme de la conmovedora banda sonora del gran Max Steiner ni de la impecable labor como
director de fotografía de Bert Glennon
(“La
diligencia”, “El sargento negro”…) con unos juegos
de luces y sombras en blanco y negro realmente extraordinarios. Y es que, como
no podía ser de otro modo, todo raya a gran altura en esta secuencia. Incluso
los dos protagonistas, por supuesto. Unos inmensos Errol Flynn y Olivia de
Havilland que constatan, una vez más, por qué siempre se les tuvo como dos de
las estrellas más rutilantes de Hollywood.
Custer: “Mañana parte mi marido. Y no
puedo evitar la sensación de que se acaban mis días de felicidad. Me invaden
presentimientos de desastre jamás conocidos. Procuro ocultarlos en el fondo de
mi corazón. Pero es algo insoportable. Y pido al Señor que no me condene a
pasear sola”
Elizabeth: “Verás, probablemente escribí eso
o algo muy parecido cada vez que ibas al combate. Aunque fuera una simple
escaramuza. Ya sabes lo tontas que somos las mujeres. Hay siempre en cada
despedida temores y ansiedades”
Custer: “Cierto. A veces me ocurre lo
mismo pero… tiene también su lado alegre: a más triste despedida, más alegre
regreso”
Elizabeth: “Ya te llaman”
Custer: “Adiós”
Custer: “Pasear a su lado por la vida fue
muy agradable, señora”
Y así acaba el diálogo entre Custer y
Elizabeth, amigos. Con “Pasear a su lado
por la vida fue muy agradable, señora”, una de las frases más románticas de
la historia del western y —por ende— de la historia del séptimo arte. Una frase
que rezuma amor, respeto y elegancia a partes iguales y que se encuentra
intercalada entre dos de los besos mejor rodados del cine clásico. Dos besos
largos, profundos, apasionados. Pero al mismo tiempo elegantes, hermosos,
sinceros. Plásticamente impecables, además. Pero aquí no acaba todo.
Básicamente porque —situados en el clímax de la escena— Walsh nos obsequia, por
si fuera poco, con un movimiento de cámara prodigioso. Un suave travelling hacia atrás que va desde ese expresivo
primer plano de una Olivia de Havilland absolutamente rota por el dolor hasta
un plano más general que nos la muestra de cuerpo entero, apoyada en la pared,
y que —aderezado con la sublime partitura de Steiner— finaliza con uno de los desvanecimientos
más melodramáticos que un servidor ha visto en una gran pantalla.
Naturalmente, no todo es perfecto en esta
escena. A mi juicio, por ejemplo, el desmayo de Elizabeth no está del todo
conseguido. Me parece poco realista, vamos. Y también he de reconocer que
algunas frases (“Son tonterías que a las
mujeres nos parecen importantes”, “Ya
sabes lo tontas que somos las mujeres”) son total y absolutamente
vergonzantes en nuestros tiempos. Pero, bueno, debemos tener en cuenta que se
trata de una peli rodada en 1941 que relata sucesos acontecidos en la segunda
mitad del s. XIX, con lo cual el sexismo y/o machismo que exuda —lejos de
quedar justificado— no deja de ser un fiel reflejo de la sociedad de la época.
Así pues, y al margen de todo ello, estamos
—incuestionablemente— ante una grandiosa escena. Ante una escena en la que
todos los elementos que la integran funcionan a la perfección y en la que, si
me permitís destacar algo por encima de todo lo demás, señalaría —sobre todo—
la maravillosa frase que encabeza esta reseña y ese magistral travelling que retrocede hasta recuperar
el plano entero y que ya hemos comentado anteriormente. Detalles así, al menos
en mi caso, son los que día tras día contribuyen a que ame un poquito más el cine.