dimarts, 9 d’agost del 2016

“PASEAR A SU LADO POR LA VIDA FUE MUY AGRADABLE, SEÑORA” (Murieron con las botas puestas, 1941. Raoul Walsh)


Murieron con las botas puestas (They died with their boots on)

Estados Unidos, 1941

Director: Raoul Walsh

Guión: Wally Kline y Aeneas McKenzie

Fotografía: Bert Glennon

Música: Max Steiner

Intérpretes:

Errol Flynn (George Armstrong Custer)
Olivia de Havilland (Elizabeth Bacon)
Arthur Kennedy (Ned Sharp)
Charley Grapewin (California Joe)
Gene Lockhart (Samuel Bacon)
Anthony Quinn (Crazy Horse)
Stanley Ridges (Romulus Taipe)
John Litel (Phil Sheridan)
Walter Hampden (William Sharp)
Sydney Greenstreet (Winfield Scott)

SINOPSIS: Academia de West Point, 1861. Poco antes del inicio de la Guerra de Secesión (1861-1865) un joven, arrogante e indisciplinado George Armstrong Custer se gradúa como ultimo cadete de su promoción y, gracias a su valentía y méritos militares durante la contienda, se convierte en un auténtico héroe nacional. Tras la Guerra —ya casado con Elizabeth Bacon e incapaz de adaptarse a la vida civil— vive una crítica y deprimente etapa personal hasta que se reincorpora al Séptimo de Caballería para prestar un último servicio al país. Su misión: enfrentarse a los Sioux de Caballo Loco en Little Big Horn (1876).



Verdaderamente “Murieron con las botas puestas” es una de esas pelis que ya no se estilan. Un auténtico clasicazo que entremezcla sabiamente un montón de topics (western, biopic, drama, aventuras, histórica, bélica, romance…) y que corrobora a la perfección por qué Raoul Walsh está considerado uno de los mejores directores norteamericanos de la década de los 40. Y es que si una cosa me fascina enormemente de estos cineastas clásicos (llámese Ford, Hawks, Wellman o Walsh) es su extraordinaria agilidad narrativa. Esa increíble capacidad de explicarte una historia como Dios manda en 70-80 minutos. Imaginaos, por consiguiente, qué puede hacer un realizador de esta categoría si dispone de 140 minutos. Como Walsh en “Murieron con las botas puestas”. El resultado, como podréis deducir, no es una simple película. Es un peliculón. Una epopeya. Una obra maestra en la que, como ya hemos señalado, cabe de todo. Incluso cierta (o mucha) idealización respecto al personaje de George Armstrong Custer, por supuesto.

Pero es que para eso sirve el cine, amigos. Para contarnos historias. Para transmitirnos pensamientos, ideas, mensajes… Para hacernos disfrutar visualmente. Para emocionarnos, vaya. Y a fe de Dios que Walsh lo consigue sobradamente. Con ésta y con todas sus pelis, por supuesto. Pero hoy toca ésta. Y de todas las escenas memorables de “Murieron con las botas puestas” (unas cuantas, por cierto) he decidido quedarme, quizás, con la más romántica e intimista de todas. La de la despedida entre Custer y su esposa antes de la batalla final en Little Big Horn.

Así pues, olvidémonos por un momento de exaltaciones patrióticas. De críticas a políticos corruptos y a empresarios oportunistas. De enfrentamientos entre rostros pálidos y pieles rojas. De la mitificada y épica figura del General Custer. Y centrémonos, definitivamente, en la hermosa relación sentimental entre George y Elizabeth. Porque si bien “Murieron con las botas puestas” constituye un impresionante fresco de uno de los períodos más importantes de la historia de los Estados Unidos de América, que duda cabe que secuencias como la que hoy nos ocupa también han contribuido a hacer de esta peli un clásico total y absolutamente imperecedero.



La escena en cuestión se desarrolla en los aposentos privados de Custer y su esposa, dónde ambos preparan el equipaje de campaña que nuestro protagonista necesitará en el campo de batalla. Concretamente en Black Hills, territorio indio sagrado donde los Sioux, los Cheyennes y otras tribus indias aguardan impacientes la llegada del ejército yankee. Nos estamos refiriendo, obviamente, a la célebre batalla de Little Big Horn (25-26 de junio de 1876), donde 268 soldados norteamericanos (entre ellos, Custer) fueron masacrados por los indios de Toro Sentado y Caballo Loco.

Lo primero que nos muestra la cámara, en cualquier caso, es a George A. Custer (Errol Flynn) colocándose una vistosa casaca de flecos por encima del uniforme mientras Elizabeth (Olivia de Havilland), su esposa, le abrocha la valija y repasa verbalmente con su marido el utillaje necesario para la campaña.

Custer: “Bueno, vamos a ver… ¿Olvido algo?”

Elizabeth: “¿Gemelos de campaña?”

Custer: “Sí”

Elizabeth: “¿Brújula?”

Custer: “La tengo”

Elizabeth: “¿El reloj?”

Custer: “¿El reloj? No”



Llegados a este punto es cuando Walsh —mediante Custer, por supuesto— nos hace cómplices de un desenlace, sin lugar a dudas, anunciado. En primer lugar porque la historia real de los acontecimientos ya nos ha proporcionado previamente dicha información. Y en segundo, porque la reacción del propio Custer en esta misma escena también nos anticipa como va a acabar la trágica contienda. Fundamentalmente porque gracias a su amplia e intensa experiencia militar puede imaginarse sin demasiadas dificultades que ese durísimo y desigual enfrentamiento con los indios Sioux y Cheyenne va a resultar poco menos que un auténtico suicidio colectivo. Algo que el Comandante en Jefe del Séptimo de Caballería nos revela sutilmente con la célebre triquiñuela de la cadena del reloj que él mismo rompe adrede cuando cree que su esposa no está mirando. Una cadena de un reloj al que le tiene mucho aprecio (ese plano de detalle que nos permite leer lo que lleva gravado —To General Custer from the Michigan Brigade— así nos lo constata), que contiene una foto de su esposa (que sí se lleva consigo) y que, obviamente, prefiere dejar como bonito legado a Elizabeth antes que perderlo para siempre en pleno campo de batalla.



Custer: “Oye, Libby. Deberían nombrarte intendente general. Cada vez que salgo de campaña soy el hombre mejor equipado de todo el regimiento. Oh, mira… ¡Rota!”



Elizabeth: “¿El qué?”

Custer: “La cadena. Así no podré llevármelo”

Elizabeth: “Sería la primera vez que fueses a una campaña sin llevártelo”

Custer: “Sí, pero… No hay tiempo de arreglarlo. Y no quiero perderlo… Prefiero dejarlo aquí… Ya queda poco tiempo”

Elizabeth: “Toma tu cinturón. Yo creo que eres el único militar que ascendió a General sin abandonar su cinturón”

Custer: “Espera que me den ese destino en el Cuartel General cuando termine esta campaña. Empezaré a engordar y me pondré como el General Scott ¡jojojojo!”



Elizabeth: “Engordaremos y seremos felices…”

Custer: “Juntos”

Elizabeth: “Y la gente dirá: No me digas que la vida en Dakota era muy difícil. Fíjate en el General Custer y en su señora… ¡Hay que ver cómo han engordado!”

Custer: “Has sido feliz aquí ¿verdad, Libby?”

Elizabeth: “¿No te lo parezco?”

Custer: “Bueno, vamos a ver… ¡Ah, mis órdenes!”

Elizabeth: “Las puse en ese cajón de allá

Custer: “Yo las cogeré… ¿Qué es esto? Mi vida con el General Custer”

Elizabeth: “Cariño, es mi diario”

Custer: “¡Con que llevas un diario!”

Elizabeth: “Es como un relato de la vida que hemos llevado aquí. Son tonterías que a las mujeres nos parecen importantes”



Hasta aquí podríamos decir que tanto Custer como Elizabeth manejan la situación con cierta normalidad. Evidentemente, ambos intuyen lo que va a suceder, por supuesto, pero ninguno de los dos quiere meter el dedo en la llaga. Y aunque Elizabeth se muestra más seria y circunspecta, Custer se atreve incluso a bromear (Espera que me den ese destino en el Cuartel General cuando termine esta campaña. Empezaré a engordar y me pondré como el General Scott ¡jojojojo!”) para desdramatizar —indudablemente— los prolegómenos de una despedida que tiene toda la pinta de ser definitiva. Cuando Custer encuentra el diario de Elizabeth, sin embargo, la expresión de ambos cambia radicalmente. Y no solamente la expresión sino también el tamaño de los planos. Así pues, de los planos americanos y medios predominantes en la primera parte de esta secuencia pasamos, en este momento, a planos mucho más cercanos. Algunos, incluso, muy próximos al primer plano. Con ello, naturalmente, Walsh va preparando el terreno. Y de lo más convencional y accesorio pasamos, sin lugar a dudas, a lo más íntimo y personal. A las emociones, a los temores, a las ansiedades. Sentimientos, todos ellos, que quedan perfectamente reflejados en el párrafo del diario de Elizabeth que lee en voz alta su marido y que Walsh se encarga de potenciar escogiendo minuciosamente los planos y los encuadres más adecuados a cada situación. No quisiera, sin embargo, olvidarme de la conmovedora banda sonora del gran Max Steiner ni de la impecable labor como director de fotografía de Bert Glennon (“La diligencia”, “El sargento negro”…) con unos juegos de luces y sombras en blanco y negro realmente extraordinarios. Y es que, como no podía ser de otro modo, todo raya a gran altura en esta secuencia. Incluso los dos protagonistas, por supuesto. Unos inmensos Errol Flynn y Olivia de Havilland que constatan, una vez más, por qué siempre se les tuvo como dos de las estrellas más rutilantes de Hollywood.

Custer: “Mañana parte mi marido. Y no puedo evitar la sensación de que se acaban mis días de felicidad. Me invaden presentimientos de desastre jamás conocidos. Procuro ocultarlos en el fondo de mi corazón. Pero es algo insoportable. Y pido al Señor que no me condene a pasear sola”

Elizabeth: “Verás, probablemente escribí eso o algo muy parecido cada vez que ibas al combate. Aunque fuera una simple escaramuza. Ya sabes lo tontas que somos las mujeres. Hay siempre en cada despedida temores y ansiedades”

Custer: “Cierto. A veces me ocurre lo mismo pero… tiene también su lado alegre: a más triste despedida, más alegre regreso”

Elizabeth: “Ya te llaman”

Custer: “Adiós”

Custer: “Pasear a su lado por la vida fue muy agradable, señora”



Y así acaba el diálogo entre Custer y Elizabeth, amigos. Con “Pasear a su lado por la vida fue muy agradable, señora”, una de las frases más románticas de la historia del western y —por ende— de la historia del séptimo arte. Una frase que rezuma amor, respeto y elegancia a partes iguales y que se encuentra intercalada entre dos de los besos mejor rodados del cine clásico. Dos besos largos, profundos, apasionados. Pero al mismo tiempo elegantes, hermosos, sinceros. Plásticamente impecables, además. Pero aquí no acaba todo. Básicamente porque —situados en el clímax de la escena— Walsh nos obsequia, por si fuera poco, con un movimiento de cámara prodigioso. Un suave travelling hacia atrás que va desde ese expresivo primer plano de una Olivia de Havilland absolutamente rota por el dolor hasta un plano más general que nos la muestra de cuerpo entero, apoyada en la pared, y que —aderezado con la sublime partitura de Steiner— finaliza con uno de los desvanecimientos más melodramáticos que un servidor ha visto en una gran pantalla.



Naturalmente, no todo es perfecto en esta escena. A mi juicio, por ejemplo, el desmayo de Elizabeth no está del todo conseguido. Me parece poco realista, vamos. Y también he de reconocer que algunas frases (“Son tonterías que a las mujeres nos parecen importantes”, “Ya sabes lo tontas que somos las mujeres”) son total y absolutamente vergonzantes en nuestros tiempos. Pero, bueno, debemos tener en cuenta que se trata de una peli rodada en 1941 que relata sucesos acontecidos en la segunda mitad del s. XIX, con lo cual el sexismo y/o machismo que exuda —lejos de quedar justificado— no deja de ser un fiel reflejo de la sociedad de la época.




Así pues, y al margen de todo ello, estamos —incuestionablemente— ante una grandiosa escena. Ante una escena en la que todos los elementos que la integran funcionan a la perfección y en la que, si me permitís destacar algo por encima de todo lo demás, señalaría —sobre todo— la maravillosa frase que encabeza esta reseña y ese magistral travelling que retrocede hasta recuperar el plano entero y que ya hemos comentado anteriormente. Detalles así, al menos en mi caso, son los que día tras día contribuyen a que ame un poquito más el cine.   

   

dilluns, 1 d’agost del 2016

“BIENVENIDO, ETHAN” (Centauros del desierto, 1956. John Ford)


Centauros del desierto (The Searchers)

Estados Unidos, 1956

Director: John Ford

Guión: Frank S. Nugent. Basado en una obra de Alan LeMay

Fotografía: Winton C. Hoch

Música: Max Steiner

Intérpretes:

John Wayne (Ethan Edwards)
Jeffrey Hunter (Martin Pawley)
Ward Bond (Samuel L. Clayton)
Vera Miles (Laurie Jorgensen)
Harry Carey Jr. (Brad Jorgensen)
Hank Worden (Mose Harper)
Henry Brandon (Scar)
Natalie Wood (Debbie Edwards)
Dorothy Jordan (Martha Edwards)
Walter Coy (Aaron Edwards)
Pippa Scott (Lucy Edwards)
Lana Wood (Debbie Edwards)
Robert Lyden (Ben Edwards)

SINOPSIS: Texas, 1868. Tres años después de la Guerra de Secesión, Ethan Edwards —un rudo, racista y solitario exsoldado confederado— vuelve absolutamente derrotado y abatido a su hogar. Poco después, un grupo de comanches liderados por Scar asesinan brutalmente a Aaron, Martha y Ben —su hermano, su cuñada y su sobrino, respectivamente— y raptan a Lucy y Debbie, sus otras dos sobrinas. Muerta también Lucy, Ethan se obsesiona en rescatar a Debbie con vida cueste lo que cueste. Durante cinco largos años y acompañado por Martin Pawley, un muchacho mestizo adoptado desde pequeño por los Edwards, Ethan convertirá esa agotadora búsqueda en su única y trascendental razón para seguir viviendo.  



Hablar de “Centauros del desierto” es, sin lugar a dudas, hablar de un western mítico. De un western grandioso. De un western incomparable. De un western que ha influenciado a grandes cineastas como Steven Spielberg, Martin Scorsese o George Lucas y que —para muchos expertos o simples espectadores en general— es, sencillamente, el mejor western jamás rodado.

Precisamente por ello podríamos estar horas y horas hablando sobre “Centauros del desierto”. Sobre sus dobles lecturas. Sobre su triste y emotiva historia. Sobre sus virtudes técnicas. Sobre el racismo y la profunda amargura de Ethan. Sobre la excelsa interpretación de Wayne. Sobre la genialidad de John Ford. O sobre sus gazapos, también. Porque tenerlos, los tiene. Por supuesto. Pero, como siempre, debemos centrarnos en una sola escena. Y aunque la de hoy es una escena que dura, apenas, un minuto y medio, os puedo garantizar que se trata de un minuto y medio de cine en mayúsculas. De cine en estado puro. Me estoy refiriendo, concretamente, a la secuencia inicial. Una secuencia que contiene mucho más de lo que aparentemente muestra y que merece la pena ver una y cien veces si te consideras un buen cinéfilo y quieres disfrutar de lo lindo.

La escena que os voy a reseñar, pues, empieza con una puerta que se abre. Una puerta que se abre de dentro hacia fuera y que nos traslada del oscuro interior de una modesta cabaña al potente contraluz que genera la fortísima luminosidad diurna de Monument Valley.

Inicialmente, la persona que abre la puerta se queda bajo el quicio, con lo que la cámara situada a sus espaldas lo que recoge es una figura silueteada en negro que contrasta fuertemente sobre la poderosa luz solar del fondo. Se trata de Martha Edwards (Dorothy Jordan), esposa de Aaron Edwards (Walter Coy) y señora de la casa.



Acto seguido, lo que la cámara ejecuta —en la misma posición— es un suave y delicado travelling hacia Martha Edwards que nos proporciona, a su vez, una visión del exterior mucho más grande y precisa. Un travelling que coincide con el inicio de la preciosa partitura de Max Steiner y que le confiere a este inicio de escena (y de peli) belleza y emoción a raudales. Estamos, por lo tanto, ante una obertura absolutamente magistral. Ante una obertura que es una auténtica obra de arte y que, al margen de sus posibles interpretaciones, apela directamente a nuestra sensibilidad. Algo que, sin lugar a dudas, solo está al alcance de genios como John Ford. Un cineasta que llevaba el cine en la sangre y que, más allá de modas y tendencias, siempre supo escoger la mejor manera para contarnos sus historias. Sin ataduras. Sin hipotecas. Sin que nada ni nadie pudiera contaminar su inmenso talento natural. Precisamente por ello su cine es tan puro, auténtico y genuino. Por momentos como éste.



Naturalmente, el paisaje ayuda y mucho, por descontado. Lo sabía Ford, lo sabe cualquier director que se precie y lo sabe también cualquier espectador que tenga un mínimo de sentido y sensibilidad. Pero de lo que se trata —además— es que la cámara esté situada en el lugar adecuado, que encuadre lo que deba encuadrar, que se mueva en la dirección y en la velocidad precisa y que el plano dure lo que tenga que durar. Y en eso Ford era un auténtico maestro. Aún así, me gustaría destacar —como ya lo he hecho anteriormente— la inconmensurable belleza de Monument Valley. Porque aunque pocos lo han sabido filmar como Ford, que duda cabe que paisajes así otorgan al aspecto visual de cualquier peli un valor añadido absolutamente excepcional. Y es en este preciso momento —cuando Martha atraviesa el quicio de la puerta y da unos pasos hacia delante, por el porche— cuando el entorno natural en el que viven los Edwards luce de forma esplendorosa. Espectacular. Apabullante.



Superado el incuestionable impacto visual de tan tremenda obertura, una nueva toma —esta vez frontal— nos corrobora que, efectivamente, la persona que hemos visto de espaldas es Martha Edwards. En este preciso momento, oteando el horizonte mientras una suave brisa le zarandea el pelo y el vestido. Por lo visto, alguien se acerca. Y un nuevo plano de Monument Valley nos confirma que, en efecto, un jinete se aproxima lentamente a la casa. Un jinete que, por cierto, es identificado inmediatamente (“¡Ethan!”) en el siguiente plano (también frontal) por Aaron Edwards (Walter Coy), el siguiente personaje que hace acto de presencia. Se trata de Ethan Edwards (John Wayne), hermano de Aaron y cuñado de Martha. Me gustaría añadir —llegados a este punto— que, aunque aún no disponemos de esa información, Ethan es un solitario exsoldado confederado que, derrotado y abatido, regresa a casa tres años después de ya finalizada la Guerra de Secesión. Un dato que nos hace pensar que, al margen de la dolorosa derrota, algo más ha frenado a Ethan en su vuelta a casa.    



A continuación —y en un plano lateral— vemos como también salen de la casa dos chicas y un chico con un haz de leña. Son Lucy Edwards (Pippa Scott), Debbie Edwards (Lana Wood) y Ben Edwards (Robert Lyden), los tres hijos de Aaron y Martha. Si me permitís un inciso, señalar que en esta secuencia quien interpreta el papel de Debbie Edwards es Lana Wood, la hermana pequeña de Natalie Wood. Básicamente para distinguir a la Debbie de nueve-diez años (Lana Wood) de la que aparece cinco años más tarde (al final de la peli), ya con quince (Natalie Wood). De hecho, el siguiente plano nos muestra a la pequeña Debbie más de cerca. Una chiquilla que sostiene una muñeca de trapo y manda callar al perro (“¡Calla, Chris!”) que no deja de ladrar ante la llegada de ese forastero que viene a caballo.



El primero que se dirige a recibir a Ethan es Aaron. “¡Sí, es el tio Ethan!” le exclama en ese momento Lucy a su hermano. Y entonces es cuando —una vez Ethan ya ha desmontado del caballo— los dos hermanos se encuentran cara a cara y se saludan dándose la mano. Sin dirigirse, tan siquiera, ni una sola palabra. Un saludo, obviamente, a todas luces demasiado frío para dos hermanos que llevaban años sin verse.



El siguiente saludo, sin embargo, es mucho más cálido y especial. Ethan deja atrás a su hermano, se quita el sombrero y se dirige hacia Martha, su cuñada. Ésta lo sujeta de los brazos, lo mira fijamente y le dedica unas más que sinceras palabras: “Bienvenido, Ethan”. Una bienvenida que Ethan corresponde inclinándose hacia ella y dándole un cariñoso beso en la frente. Y aquí quería llegar, a la sutileza de detalles como éste. Detalles que quizás hasta pueden pasar desapercibidos para el público en general pero que dicen mucho del tremendo talento de John Ford. Un cineasta que acostumbraba a huir del cine discursivo y que prefería (como Hitchcock, por ejemplo) suministrar la información necesaria mediante recursos pura y llanamente cinematográficos. Como éste, por ejemplo.



Así pues, podemos deducir a partir de este momento que algo existe o ha existido entre Ethan y Martha. Naturalmente, lo que ahora podemos considerar como una simple especulación se va corroborando —en escenas posteriores— de forma bastante más clara y meridiana. Pero siempre de forma sutil, elegante, sagaz. De hecho, lo que ocurre inmediatamente después de ese beso tan tierno y reverencial sigue certificando dicha sospecha. Y es que la forma en la que Martha mira a Ethan mientras todos van entrando paulatinamente en la casa lo dice todo. Pero no solo la mirada. Me gustaría apuntar, por ejemplo, que Martha no le da la espalda a Ethan en ningún momento. Y que, a riesgo de caerse, prefiere andar hacia atrás unos metros antes que dejar de mirarle ni un solo instante. Esto es amor, amigos. Y lo demás, tonterías.    




En definitiva: que estamos ante una de las mejores escenas de un western que, ya de por sí, tiene muchas escenas memorables. Y si mucho me apuráis, ante una de las mejores escenas de la historia del cine. Y aunque creo que ya he comentado suficientemente la secuencia que hoy nos ocupa, no quisiera olvidarme de la impagable labor de Winton C. Hoch (“La legión invencible”, “El hombre tranquilo”), el director de fotografía. Sobre todo, por haber conseguido que ese poderoso contraluz del primer plano de la peli no quedara “quemado”. Y es que Hoch —con Steiner, Wayne, Ford y Monument Valley— son, a mi juicio, los cinco elementos indispensables de esta grandísima escena.