dijous, 2 de febrer del 2017

“DÉJAME VER TU REVÓLVER” (Los vividores, 1971. Robert Altman)


Los vividores (McCabe & Mrs. Miller)

Estados Unidos, 1971

Director: Robert Altman

Guión: Robert Altman y Brian McKay. Basado en la obra de Edmund Naughton

Fotografía: Vilmos Zsigmond

Música: Leonard Cohen

Intérpretes:

Warren Beatty (John McCabe)
Julie Christie (Constance Miller)
Rene Auberjonois (Sheehan)
William Devane (The Lawyer)
John Schuck (Smalley)
Corey Fischer (Mr. Elliott)
Bert Remsen (Bart Coyle)
Shelley Duvall (Ida Coyle)
Keith Carradine (Cowboy)
Hugh Millais (Butler)
Manfred Schultz (Kid)
Jace Van Der Veen (Breed)
  
SINOPSIS: Principios del s. XX. John McCabe, un jugador profesional con espíritu emprendedor, llega a Presbyterian Church (un frío pueblecito minero al noroeste de los Estados Unidos) con la intención de abrir su propio negocio: un pequeño burdel que satisfaga las necesidades más prosaicas de su población masculina. El éxito del prostíbulo, sin embargo, no llegará hasta la irrupción en el negocio de Constance Miller, una antigua prostituta reconvertida ahora en Madame de la cual John se enamorará profundamente. Muy pronto, John y Constance serán extorsionados por emisarios de la compañía minera Harrison Shaughnessy para que les vendan su próspero negocio.    



“Los vividores” no es, sin lugar a dudas, un western para todos los paladares. En primer lugar porque estamos ante una peli mucho más lenta, tediosa e incluso tristona que cualquier otra del oeste. Y, en segundo lugar, porque Robert Altman tampoco sigue muy a rajatabla —que digamos— los códigos habituales del género. En algunas ocasiones, incluso, me da la sensación que estoy ante una comedia. Pero luego, en otras, corroboro que estoy asistiendo —sin embargo— a un drama descomunal. Aún así, “Los vividores” (menudo título, por cierto) es un western que me gusta. Moderadamente, por supuesto. Pero sí, me gusta. Y hasta puedo llegar a entender incluso —aunque me extrañe— por qué una rareza como ésta (y no es coña) figura en el Top 10 Western del American Film Institute.  



Mis razones son varias. La primera de ellas es fundamentalmente estética. Y es que “Los vividores” es una de esas pelis que, por de pronto, me entra por la vista. Que me parece bella, vaya. Y gran parte de la culpa, en este sentido, la tiene —además de Altman— el director de fotografía. Me estoy refiriendo —obviamente— al gran Vilmos Zsigmond, operador de peliculones como “Defensa”, “Encuentros en la tercera fase”, “El cazador” o “La puerta del cielo”, por ejemplo. Y es que gracias al efecto flash de su cámara, Zsigmond consiguió evitar que Presbyterian Church ofreciera ese aspecto de bucólico y pintoresco pueblo de postal que tanto odiaba Altman reemplazándolo por un emplazamiento mucho oscuro y brumoso que le otorga a la peli un aire lánguido y melancólico muy especial.



Otro de los grandes alicientes de “Los vividores” es, a mi juicio, la banda sonora de Leonard Cohen. Quizás habrá quien piense que no todas las canciones de Cohen casan a la perfección con las secuencias en las que aparecen pero yo creo, sinceramente, que cualquier imagen aderezada con la voz del canadiense nunca está de más. La escena inicial, con John McCabe (Warren Beatty) y su espectacular abrigo de pieles avanzando lentamente con su caballo entre magníficos paisajes nevados al son de “The stranger song” es, por ejemplo, una auténtica delicia. Y aunque ése es, precisamente, el tema principal de la peli, hay alguno más a destacar. Entre ellos el “Sisters of Mercy” cuando aparecen las prostitutas o el “Winter Lady” en clara alusión a Constance Miller (Julie Christie).

Pero si algo hay en “Los vividores” digno de mención son, sobre todo, esas dos o tres secuencias memorables que debe poseer cualquier peli que se precie. Personalmente me gustó mucho la de los títulos de créditos iniciales (ya mencionada), la del tenso primer encuentro entre Butler (Hugh Millais) y McCabe, la de McCabe abriendo su corazón en voz alta a Constance y, obviamente, la del final. Triste y demoledora como pocas.



Mi spoiler de hoy, sin embargo, no hace referencia a ninguna de ellas. De hecho, se trata de una escena en la que no aparece ninguno de los protagonistas de la peli. Aún así, me impactó. Profundamente. Y no porque sea ninguna virguería técnica o formal sino porque me parece, francamente, una de las secuencias más frías y secas de la historia del western.



Pero vayamos al grano. La escena en cuestión arranca con Kid (Manfred Schultz), un joven pistolero a sueldo de aspecto ario, disparándole a un frasco de whisky que se halla sobre la superficie helada del río. Al parecer no pretende romperlo, sino abrir un agujero en el hielo para que el frasco caiga y flote en el agua.



Kid (a Breed, su compañero): “No le estaba apuntando. El juego consiste en hacerlo flotar”

Acto seguido irrumpe en escena un joven cowboy (Keith Carradine) que desmonta de su caballo y se dispone a cruzar el río a través del puente colgante que une las dos orillas de Presbyterian Church. El vaquero en cuestión parece un tipo bastante risueño y simplón. Acaba de pasar un buen rato en el burdel de McCabe & Mrs. Miller y su intención es comprar unos calcetines en la tienda del pueblo. Un establecimiento que se encuentra, obviamente, al otro lado del puente colgante que se dispone a cruzar. El diálogo que viene a continuación lo mantienen los dos jóvenes en el mismo puente. Entre ambos, unos diez-quince metros de distancia. Como es normal, Altman resuelve la escena a base de planos y contraplanos de uno y otro. Planos y contraplanos en los que Altman aprovecha la profundidad y el punto de fuga que proporcionan las cuerdas del puente colgante y que va alternando con planos generales de Butler (Hugh Millais), Breed (Jace Van Der Veen), Sheehan (Rene Auberjonois) y otros al otro lado de la pasarela. Mudos testigos, todos ellos, de lo que va a acontecer en breves instantes.   



Cowboy: “Ya basta, muchacho”

Kid: “¿Qué?”

Cowboy: “Deja ya de disparar. No quiero recibir un balazo”

Kid: “Entonces sal del puente, imbécil”

Cowboy: “Sólo quiero comprar unos calcetines. Me queda un largo viaje por delante”

Kid: “¿Qué tienen de malo tus calcetines?”

Cowboy: “Los arruiné corriendo desnudo por todo el prostíbulo… Es un lugar muy apacible ¿Ya has estado allí?”

Kid: “Quítate las botas y muéstramelos”

Cowboy: “Estás bromeando”

Kid: “Dije “Quítate las botas y muéstramelos”, idiota”

Cowboy: “No haré tal cosa”

Kid: “¿Para qué llevas ese revólver?”

Cowboy: “Para nada. Sólo lo llevo. No puedo apuntar bien con él”

Kid: “Eso es absurdo ¿Qué clase de revólver es?”

Cowboy: “Un Colt”

Kid: “Son buenos. Yo tengo el mismo. Seguramente está estropeado”

Cowboy: “No, es sólo que no tengo buena puntería”

Kid: “Déjame verlo. Vamos. Quizá pueda arreglarlo”

Cowboy: “De acuerdo”



Y es en este momento, cuando el confiado cowboy desenfunda el revólver para mostrárselo a su antagonista, cuando Kid le mete dos balazos a traición. Fría y despiadadamente. Con la falsa y manipulada coartada de que su rival desenfundó primero. Y así, mientras el cuerpo sin vida del cowboy cae a las frías aguas del río y se queda flotando entre los pedazos de hielo, Kid se deshace de los casquillos de su colt y vuelve por donde había venido. Como si nada hubiera pasado.



Estamos, por lo tanto, ante una auténtica ejecución. Ante un verdadero asesinato cometido a sangre fría sin ningún tipo de consideración. Y aunque, por momentos, me recordó levemente al asesinato de Torrey (Elisha Cook Jr.) por parte de Jack Wilson (Jack Palance) en “Raíces profundas”, existe un factor muy determinante que diferencia ambos crímenes. El motivo. Así pues, mientras Jack Wilson mata a Torrey por dinero (recordemos que Jack Wilson es un pistolero a sueldo contratado para matar a quien se atreva a enfrentarse a Ryker, el cacique local), Kid mata al joven cowboy —en cambio— por pura diversión. Ni más, ni menos. Como si de un simple juego se tratara. De hecho, la escena empieza con Kid disparándole a un frasco de whisky que resbala por el hielo. Y esa misma motivación, el juego, es la que induce a Kid a matar al cowboy. Una motivación que me pone los pelos como escarpias y que constata que si bien el spaghetti western y el western norteamericano revisionista y desmitificador ya habían dado buena cuenta del western clásico, romántico e idealista de los años 40 y 50, Altman llega, con “Los vividores”, un pasito más allá. Al antiwestern, vamos.




Una impactante secuencia, pues, de una insólita aunque interesantísima peli de un director tan brillante como irregular. Así pues, disculpadme si no os la recomiendo. La peli, vamos. Fundamentalmente porque aunque “Los vividores” puede ser una excelente crítica a ese agresivo y descarnado capitalismo de principios del s. XX, los amantes del western acostumbramos a ser poco proclives a los experimentos, a las rarezas. Y “Los vividores” —sin lugar a dudas— podrá ser cualquier cosa menos un western al uso. Advertidos estáis.