Bailando con lobos (Dances with wolves)
Estados Unidos, 1990
Director: Kevin Costner
Guión:
Michael Blake. Basado en una obra de Michael Blake
Fotografía:
Dean Semler
Música:
John Barry
Intérpretes:
Kevin
Costner (Teniente Dunbar)
Mary McDonnell (Stands
with a fist)
Graham Greene (Kicking
bird)
Rodney A. Grant (Wind
in his hair)
Floyd Red Crow Westerman (Ten bears)
Tantoo Cardinal (Black
shawl)
Wes Studi (Toughest Pawnee)
Maury Chaykin (Mayor Fambrough)
Robert Pastorelli (Timmons)
Charles Rocket (Teniente Elgin)
SINOPSIS:
Tras
la Guerra de
Secesión (1860-1865), el Teniente John J. Dunbar es destinado a Fort Sedgewick, un puesto fronterizo situado
a escasa distancia de territorio sioux.
A pesar de encontrarlo absolutamente arrasado y abandonado, Dunbar decide
quedarse. Acompañado por Calcetines —un simpático e
inofensivo lobo— y sus propios pensamientos, la relación de Dunbar con sus
nuevos vecinos, los sioux, se basará
en la admiración y respeto mutuos.
Exceptuando “La puerta del cielo” (1980), “El
jinete pálido” (1985) y —si mucho me apuráis— “Forajidos de leyenda” (1980) y “Silverado” (1985), los 80 fueron una década más bien nefasta para
el western. Precisamente por ello
sorprende y mucho que un director novel como Kevin Costner tuviera, a finales de esa década, la osadía de
emprender un proyecto cinematográfico del calibre de “Bailando con lobos”. Afortunadamente, lo hizo. Y gracias a ello, a
su tremenda audacia, hoy podemos considerar a “Bailando con lobos” como uno de los
tres o cuatro mejores western de los
últimos 30 años.
Naturalmente, “Bailando con lobos” no es
una película redonda. Y no lo es porque se nota que Costner tira de clichés,
porque no se preocupa demasiado en enriquecer su trabajo a base de subtextos o
sutilezas que le den mayor sustancia y porque quizás su producto final resulte
excesivamente largo y ñoño para ser un gran western.
Aún así, “Bailando con lobos” es, sin lugar a dudas, una de esas pelis que te
reconcilia con el género. Que te permite volver a disfrutar, después de mucho
tiempo, del auténtico y genuino western
de antaño. Que te proporciona tres horas de puro espectáculo. Y solo por eso (y
por su marcado carácter proindio, por supuesto) ya merece, sobradamente, todos
mis respetos.
Por si fuera poco, “Bailando con lobos” es
una peli de grandes escenas. Y aunque podría haber optado tranquilamente por la
del entrañable baile con Calcetines,
por la de la espectacular cacería de búfalos o por la conmovedora despedida de Cabello al viento, finalmente me he
decantado por el épico intento de suicidio inicial porque fue la que más me
impresionó la primera vez que vi esta película.
La escena se desarrolla en St. David’s field, Tennessee, durante la
Guerra de Secesión. Concretamente, en 1863.
Malherido en un pie y temeroso de que se lo amputen, el Teniente John Dunbar (Kevin
Costner) huye del hospital de campaña en el que se encuentra, monta a
caballo y cabalga campo a través en tierra de nadie. Ante la sorpresa
colectiva, los suyos (el ejército nordista) le vitorean mientras que el enemigo
(el ejército sudista), empieza a tirotearle con escasa fortuna. Estamos,
obviamente, ante el acto suicida de un hombre que, hastiado de los horrores de
la guerra, prefiere morir antes que vivir mutilado el resto de sus días. Lo que
no sabe Dunbar, sin embargo, es que su épica acción insuflará nuevos ánimos a
su ejército y que, en consecuencia, acabará ganándose una batalla que se había
estancado y que parecía perdida de antemano. Pero no nos anticipemos…
Tras una primera cabalgada, Dunbar se
detiene, acaricia a su caballo y escuchando los gritos de unos y otros se
dispone a repetir su acción. Antes de espolear a su caballo e iniciar una nueva
cabalgada, no obstante, pronunciará para sí mismo unas palabras de indudables
resonancias bíblicas (“Perdóname, padre”).
Acto seguido, Dunbar vuelve a cruzar el campo. Los suyos, como es normal,
volverán a vitorearle. Y los de La Confederación , obviamente,
le apuntarán con sus fusiles y harán nuevamente fuego contra él. De repente, inmerso
de lleno en plena lluvia de proyectiles, Dunbar suelta las riendas y —sin dejar
de cabalgar— levanta los brazos y los deja en cruz en una nueva y muy icónica
imagen de inequívoca resonancia cristiana. El efecto es demoledor. No solo por
su poderosa connotación épica (o incluso religiosa) sino porque desde una
perspectiva puramente plástica o gráfica la imagen es bellísima. Por si fuera
poco, el Costner director adereza la secuencia ralentizando levemente la
acción, subiendo el volumen de la banda sonora del grandísimo John Barry (“Cowboy de medianoche”, “Memorias
de África”) y dejando, tan sólo, de sonido de fondo el lejano eco del fuego
enemigo.
Y poco más. En esta ocasión prescindo del
diálogo (me parece insustancial: las imágenes hablan por sí solas) y me limito
a incluir las palabras del General Tide
(Donald Hotton) como título de mi spoiler: “¿Qué es eso, señor? Parece un suicidio”. Añadir, tan sólo, que la
fotografía de Dean Semler (“Apocalypto”, “Cuando éramos soldados”) es espléndida y que la selección de
planos del montaje de Costner también lo es, combinando travellings, planos generales y otros más cerrados con gran
pericia. En fin, que si esta escena no os pone la carne de gallina, abandonad
toda esperanza. Estáis perdidos.